Táctica y estrategia de la Generala
El ruido de los dados rebotando en el cubilete antes de derramarse en el paño verde forma parte de la banda sonora de mi vida. Cuando era chico, en el departamento de la avenida Córdoba, era uno de los pasatiempos favoritos de mis padres. Más que pasatiempo, en verdad, era un ritual. No jugaban solos, siempre era con amigos. Especialmente, con el trompetista Alfonso Fassi, y una barra que incluía, entre otros, a Carlos Tarzia, entusiasta organizador de jam sessions en su departamento de Recoleta. Eran jornadas largas, que podían extenderse hasta las tres de la madrugada. O, incluso, toda la noche. Pero antes, cruzaban a la cantina Di Notte a comprar unas pizzas. Mientras tanto, con Pablo y Alejandro (los hijos de Alfonso), jugábamos a cualquier otra cosa, hasta quedarnos dormidos.
Lo que más recuerdo, siendo yo muy pequeño, es el día después. El cenicero rebalsado con la ceniza y los filtros de los cigarrillos de Alfonso, que fumaba Ducados (negros, españoles), el mantel de los dados (paño verde de un lado, con algunas quemaduras; plástico celeste en el reverso) impregnado con ese olor característico de la nicotina y la pila de hojas en las que mi padre anotaba las puntuaciones. Mi viejo me hacía unos dibujos increíbles del Pájaro Loco y camisetas de equipos de primera y del ascenso para que coloreara. Pero mi admiración por su diestra, que se mantiene hasta el día de hoy, es por su prolijidad a mano alzada para llevar el score.
Jugaban a la generala, por valores simbólicos, para ponerle “pimienta”, para darle un sentido a esas horas de seriedad y concentración extrema, pero también de risas. El juego, sin embargo, tenía una variante. Eran tres partidos simultáneos: “el chico”, “el mediano” y “el grande”. Cada partida tenía un valor. El chico valía un peso, el mediano dos y el grande tres. Si alguien se alzaba con los tres partidos a la vez, hacía “triplete”. Si hacías triplete, duplicabas la ganancia. De alguna manera, le aplicaban una táctica y una estrategia al juego de azar. Las siglas de otro juego clásico, el TEG (Plan Táctico y Estratégico de la Guerra), se resingnificaban en la Táctica y Estrategia de la Generala.
Administrar los devaneos del azar era (es) todo un arte. Y fue en esas partidas donde adquirí, acaso, los primeros conocimientos de organización financiera. También aprendí a fijar las tablas de multiplicar de un modo, acaso, sui géneris. En “Cafetín de Buenos Aires”, esa oda inmortal a la porteñidad que Enrique Santos Discépolo escribió en 1948, se escucha “yo aprendí filosofía, dados, timba…”. El bar, en mi infancia, todavía era una escuela de todas las cosas. En uno de los primeros episodios de El Loco Chávez, esa maravillosa historieta de Carlos Trillo y Horacio Altuna, se puede ver cómo el Loco, que era periodista, sale de la redacción y en vez de ir a hacer la nota del día, se queda jugando a la generala en un café cercano. Su jefe, Balderi, lo sorprende y lo manda a trabajar. Balderi, mientras el Loco se toma el 60 para ir a buscar su próxima historia, retoma la partida que su subordinado dejó por la mitad.
Por estos días, donde la poesía se volvió el refugio más eficaz contra todos los males de este mundo, encontré unos versos de Leónidas Lamborghini (1927-2009), publicados en el número 7 de la revista El niño Stanton en junio de 2009, pocos meses antes de su muerte. “Como el que en el café/ hace girar con furia/ los dados/ en lo oscuro del cubilete/ para juntar coraje/ contra la contra de la suerte.(...)”. Se llama “Los dados” y lo tradujo al inglés Andrew Graham Yoll.
En los 80, pedir un cubilete en el mostrador todavía formaba parte de los usos y costumbres,
Por estos días, la poesía se volvió el refugio más eficaz contra todos los males de este mundo aunque estaba en proceso de extinción. Por eso, la generala fue para mí una práctica de puertas adentro. Recuerdo con exactitud el día de mi iniciación “profesional”. El ritual no solo era con amigos, también con la familia. Y la tarde del 14 de mayo de 1989, en la mesa del comedor de la casa de mi tía Irma, sobre la calle Avellaneda, jugué por primera vez en la mesa de los grandes. Estaba mi abuelo Andrés, mi tía Lidia, mi tío Antonio, mis primos Ricardo y Marcelo, mis tíos Andy y Alicia. Jugábamos en parejas y yo lo hice con mi padre. Tiraba primero yo, después él.
Y elegíamos, luego, dónde anotar la mejor puntuación. Como jugaba primero, me tocaba hacer “la base”. Asegurar un resultado digno (un “doce al cuatro”, digamos), para que mi viejo pudiera tirar gambetas y lujos: pedir un cambio de número (“el seis”), un número exacto para buscar la generala (“el trescuarentiseis”, por ejemplo), o que algún full venga servido. A contramano de lo que dice el tango, que primero hay que saber sufrir, esa tarde arrasamos. Una combinación de la suerte del principiante con la sabiduría de un experimentado timbero.
H. I.
H. I.
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