jueves, 16 de julio de 2020

MANUSCRITOS,


El cansancio de no saber
La pandemia de la soledad: ¿Cómo enfrentamos el encierro ...
La mujer, la otra, la que esconde el cuerpo en el abrigo, sigue ahí. Casi sin moverse
Las ocho de la noche. Son las ocho de la noche. El aire es negro y frío en la ciudad de Buenos Aires. La luz del semáforo ilumina en blanco. Y la mujer avanza. Está vestida como el tiempo y lleva la boca tapada, del mismo color. Son las ocho de la noche, apenas pasadas las ocho de la noche. Camina.
Las cuadras son pocas. Hasta que llega a una plaza pequeña tan cercana que no la había tenido en cuenta. Entonces intenta correr. Siente la ausencia en las piernas pero sigue. Una paso, el otro, uno más, el movimiento, el muslo, la rodilla, la pantorrilla, el tobillo, los dedos, las plantas, el todo, el agua en el océano. Oscura como esa noche. Como esa hora. Como las olas, una pierna y después la otra. Despacio. Serenas. Lentas. Parcas. Extrañas. No escucha música. No. Eso era antes.
La pandemia de la soledad no deseada
Ahora quiere correr y oír lo que ocurre a su lado. En su barrio. Nada.
No está sola. Hay una mujer sentada en un banco de cemento gris. Bajo y ancho. Al borde de un césped verde, húmedo y en punta como el cielo. Igual que las rejas cortas que lo marcan. Tiene el cabello castaño, los ojos también, el pelo atado hacia atrás, pantalones amplios, zapatillas y una campera que le oculta el cuerpo. Entero. Tiene la mirada fija en el aire, en esa inmensidad, vacía. No se mueve. Está allí para que nadie la vea. Para que no le hablen. Allí, en el centro de esta tristeza nueva, tan vasta que incluso se puede tocar con las manos y que sabe a esas hojas secas de plátano que se acumulan en las esquinas. Tan aturdida, piensa, mientras corre y mira las estatuas del lugar. Cuántas, cuenta, más de ocho. No la conoce y sin embargo está segura de que debe ser una vecina. Con el documento nacional de identidad terminado en número impar. Corre y se pregunta si le pasa lo mismo. Si también coinciden en eso.
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Se pregunta si hace meses, como ella, que no toma un jugo de naranjas en un barcito escondido entre los árboles. Se pregunta si hace meses, como ella, no comparte un café con mucha leche o una porción de torta con mucho chocolate y alguna que otra carcajada con sus amigas. Si extraña las multitudes. El cine de los miércoles por la tarde. Las caminatas, los paseos y las vidrieras, las filas, el bullicio al sol, abrigada. Si se reconoce, a veces, perdida. Si le pasa esto. Esto de sentirse tan sola y al tiempo tan necesitada de soledad. Esto de no entender cómo es esto de no poder ver a nadie y pese a todo no tener un segundo para verse a solas. Un segundo para sí. Se pregunta si tendrá hijos, pareja, perros o gatos. Si vivirá en casa o en departamento. Si en verdad escapa. De algo. Del resto.
Cyt – Mosaico
La mujer corre. Un poco más. En círculos. Piensa. En las mañanas en que se despierta y alza el cuerpo de la cama cuando aún el cielo brilla sin luz y levanta la persiana de su balcón que sólo luce la estrella federal porque las ramas de su hortensia están vacías. En los desayunos compartidos con una única persona. En los almuerzos y las cenas. Tan similares. Tan simples. En el encierro y en la falta de silencio. En cuánto necesita de ese silencio. En cómo puede ser que todavía, pese a las semanas, no haya encontrado el momento. Entonces la mujer corre más pero ahora recuerda lo viva que se sentía cuando estaba sola. Cuando llegaba a la casa después de trabajar y tendía la cama porque tenía sentido. Cuando entraba a la casa y no cerraba con llave porque más tarde debía volver a salir. En los viernes de franco, con la música a un buen volumen y la libertad de las canciones que no se cantan, que se gritan, esas canciones que a nadie le cuenta. En los viajes en colectivo. En las anotaciones en los márgenes. En los libros. En las duchas largas de agua bien caliente. En las siestas con la ventana abierta y el despertador apagado. En los mediodías sin almuerzos.
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La mujer, la otra, la que esconde el cuerpo en el abrigo, sigue ahí. Casi sin moverse. Ya pasó una hora. Son las nueve de la noche. El aire aún es negro y frío en la ciudad de Buenos Aires pero sigue. Sola. A las nueve de la noche. En las sombras. Quieta. Con la mirada hacia adelante. Como si buscara. Entre el futuro. Pasan autos, pocos, pero no hacen ruido. Como si no comprendiera. Insiste. De nuevo. El banco de cemento seguro está helado pero no le importa. Qué le importa. Su casa seguro la espera tibia pero no la quiere. Qué quiere. Está cansada. De no saber. De que no le alcance. Porque precisa más. De esto. De ella. Sola. Sentada. Callada. Sin nadie. Entre tanta nada. Sola. Por una vez. En meses. Por fin.

D. C.

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