Lulú, nuestra otra década ganada
Desde hace varias semanas, por invitación de mi admirado colega y amigo Lucas G., empecé a jugar a un Pictionary virtual. Un recreo lúdico en tiempos de cuarentena. Una noche, mientras me preparaba para leer un cuento con mi hija Lulú, recibí una invitación para sumarme a la partida. Como ella se entusiasmó con la idea, dejamos el libro de lado y formamos un equipo. Adivinábamos los dos, pero ella era la encargada de dibujar en nuestro team. Esa forma de socialización no es nueva para Lulú, que se pasa varias horas del día jugando al Roblox mientras charla por Zoom con sus amigues. Pero la carita se le iluminó cuando le propuse que lo hiciéramos juntos.
La semana pasada, cuando recibimos la invitación, disolvimos nuestro equipo. Le mandé el link a su casilla de mail y ella jugó desde su cuarto y yo desde el living. De algún modo, fue un momento iniciático. El grupo con el que jugamos es ecléctico, y nadie sabe muy bien quién es quién. Salvo a Lucas, creo que no conozco personalmente a casi nadie. Pero varios de los participantes son artistas plásticos o tienen un vínculo con el mundo del arte. Muchos de los dibujos son verdaderamente preciosos.
En un momento de esa partida, vi uno extraordinario. Las palabras a adivinar eran “ticket de precio” y la etiqueta que habían dibujado parecía una obra de Andy Warhol. Yo estaba distraído y pensé que era de uno de los adultos. Pero no, la que dibujaba era Lulú. Y me dejó con la boca abierta.
Lo que me alucina de esa historia, incluso más que el propio dibujo, es que me haya fascinado sin saber que era ella quien lo estaba haciendo. Una perogrullada: yo la amaría a Lulú aunque dibujara de cualquier manera. Me fascinaban sus primeros garabatos: desde los tiempos del ahora lejano jardín de infantes se veía que era una artista.
Cuando tenía cinco años, un jueves fuimos a un concierto de un amigo, Pablo Dacal, al teatro Margarita Xirgu, en San Telmo. Ella había empezado a conocer a Mafalda y le propuse que fuéramos a ver la estatua y sacarnos una foto. El plan inicial era ir antes, pero se nos hizo tarde. El show estuvo genial, ella corrió, cantó y bailó con Eva, la hija de Pablo, y otras chicas de su edad. Y terminaron invadiendo el escenario, para hacer coros, en el que acaso haya sido su primer gesto punk. Cuando terminó el show y pensaba que era tiempo de volver a casa, ella me recordó, indignada, la promesa de ir a la estatua de Mafalda. Ya era tarde, ya habíamos roto la rutina y es verdad, le había hecho una promesa. Mientras caminábamos hasta la calle Defensa, le dije: “Lulú, ¡qué linda es la bohemia!”. Ella me preguntó qué era la bohemia. “La bohemia es esto: la noche, los amigos, caminar por San Telmo a la medianoche…”. Ella abrió bien grandes sus ojitos y dijo: “¿Ya es medianoche y no estoy dormida? ¡Me encanta la bohemia!”. Al día siguiente, cuando salíamos para el jardín muy tarde, a media mañana, saludamos al portero y ella le dijo: “Anoche con papá nos fuimos de bohemia”.
Ayer Lulú cumplió diez años. Creo que ella es mucho mejor hija de lo que yo soy como padre. Celebro todos y cada uno de los momentos de nuestra complicidad: ir a ver a Fito Páez y cantar “A rodar la vida” como si no hubiera un mañana; cruzar de la mano el Riachuelo por el Puente Viejo para ir al Cilindro
; esa maratón de las tres temporadas de Stranger Things en poco más de un fin de semana; bailar con Carlos Vives y con Miss Bolivia; el videito de cuando era una bebé cantando “Viveza”, de Fernando Cabrera; la mirada pícara para ir hasta la churrería Olleros o cucharear un frasco de Nutella;
los videos de cocina para sus fans de las redes sociales (¡Levanten la mano los “lulusescos”!); las clases de baile en las vacaciones; remontar barriletes e ir a los fichines; las caminatas por la Rambla de Montevideo hasta llegar a los juegos del Parque Rodó; la felicidad por unos sencillos fideos con manteca y queso preparados con mucho amor.
La noche es un momento especial. Todavía me pide que le haga mimos en la espalda. A veces escuchamos la canción de cuna más linda del mundo (un regalo de Martín Buscaglia), otras repasamos las tablas de multiplicar o repasamos fechas y héroes de la historias de Racing antes de dormir.
Hace unos días adoptamos una gatita. Después de arduas negociaciones, convenimos en que se llame Billie, en honor a dos artistas que admiramos: Billie Holiday y Billie Eilish. Para sellar el pacto, escuchamos canciones de ambas y terminamos bailando, como en un sueño, “Our Love is Here to Stay” en su habitación.
Con su mamá, Analía, alzamos la copa orgullosos y felices. Nuestra Pequeña Lulú es la mejor hija que podríamos haber soñado: sensible al extremo, creativa y profundamente sabia. La razón de nuestras vidas. Nuestra década ganada.
Ella abrió grandes los ojos y me dijo: “¿Ya es medianoche y no estoy dormida? ¡Me encanta la bohemia!”
H. I.
La noche es un momento especial. Todavía me pide que le haga mimos en la espalda. A veces escuchamos la canción de cuna más linda del mundo (un regalo de Martín Buscaglia), otras repasamos las tablas de multiplicar o repasamos fechas y héroes de la historias de Racing antes de dormir.
Hace unos días adoptamos una gatita. Después de arduas negociaciones, convenimos en que se llame Billie, en honor a dos artistas que admiramos: Billie Holiday y Billie Eilish. Para sellar el pacto, escuchamos canciones de ambas y terminamos bailando, como en un sueño, “Our Love is Here to Stay” en su habitación.
Con su mamá, Analía, alzamos la copa orgullosos y felices. Nuestra Pequeña Lulú es la mejor hija que podríamos haber soñado: sensible al extremo, creativa y profundamente sabia. La razón de nuestras vidas. Nuestra década ganada.
Ella abrió grandes los ojos y me dijo: “¿Ya es medianoche y no estoy dormida? ¡Me encanta la bohemia!”
H. I.
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