La Argentina resignada va a las urnas
El asesinato de Morena Domínguez concentra la desesperación colectiva
Por Sergio Suppo
A la Argentina se le han achicado hasta las esperanzas. Y así irá a votar mañana para mostrar su verdadero estado de ánimo, sus expectativas encogidas, la dimensión estremecida de sus ilusiones golpeadas.
Un resumen brutal de última hora se convirtió en el verdadero cierre de la campaña electoral. El asesinato de Morena concentra la desesperación colectiva por el aumento de la inseguridad. La nueva escalada inflacionaria añadida al aumento del dólar libre es apenas un dato de una vieja cuenta pendiente sin solución. Un país empobrecido viene reclamando hace años soluciones de fondo a la inflación y a la extensión del crimen.
El sistema político emula el achicamiento de las expectativas de los argentinos. En cascada, la oferta electoral es hija de una serie interconectada de resignaciones de sus protagonistas.
Entre los votantes, algunos preferirán exhibir su malestar haciendo notar su ausencia; otros saltarán al vacío de un candidato excéntrico. Sin embargo, una mayoría menguada y dividida en partes todavía imprecisas renovará parcialmente su predilección por las dos grandes fracciones políticas del país: el peronismo y Juntos por el Cambio.
Es otra secuencia de un país al que se le van marchitando las esperanzas de cortar una mala época que se alarga por décadas.
Hubo un lejano tiempo, a fines del siglo XIX, en el que los argentinos creyeron posible emerger como los Estados Unidos; un siglo más tarde, buscábamos ejemplos en países que se habían recuperado de enormes tragedias, como Japón o Alemania; más acá miramos cómo no fuimos lo que sí son Australia o Canadá. En los últimos años, nos conformamos con emular ejemplos más módicos, como la institucionalidad uruguaya o el crecimiento económico paraguayo.
El menú de precandidaturas de mañana refleja una realidad de penurias generadas por los errores consecutivos de distintos gobiernos. Es lo que ha desdibujado el protagonismo de los últimos presidentes y a la vez jefes partidarios.
Ese fenómeno tiene una especial consecuencia en el kirchnerismo, la fuerza dominante en las últimas dos décadas. Y en particular en su jefa, Cristina Kirchner. Si hace cuatro años, se resignó a no ser candidata presidencial, ahora asumió que no puede figurar en ningún voto. Reducido a la formalidad, nunca antes un presidente en funciones como Alberto Fernández influyó menos en un proceso electoral.
Una resignación condujo a la otra. Axel Kicillof escapó a ser candidato presidencial y otros 17 gobernadores adelantaron las elecciones para despegarse del conflicto nacional.
Cristina sumó otra resignación a la propia. Postuló a Wado de Pedro y el ministro duró dos días. Y, peor, aceptó que Sergio Massa, su viejo enemigo interno y provisorio amigo de estos años, se convirtiese en candidato.
Massa también arrió su independencia para tratar de tener una parte del electorado de Cristina y un año atrás se metió a ministro de Economía una vez que descubrió que era el único y temerario camino para cumplir su repetitivo sueño presidencial.
Massa es un candidato resignado a prometer cosas que no está en condiciones de hacer ahora que tiene el cargo para hacerlas. Promete mejorar el salario de los trabajadores mientras la inflación que provoca su gestión les devora el bolsillo.
El peronismo en su conjunto aceptó sin encontrar otras alternativas ser representado por un ministro que agregó dos millones de pobres en doce meses y duplicó la inflación hasta el 140 por ciento anual. Una ventanilla para evitar fugas y abstenciones fue abierta para que una parte del propio kirchnerismo contente sus culpas apoyando a Massa con la opción de antes votar por Juan Grabois.
La corporación sindical, allá lejos eje del peronismo, también asumió la limitación de no influir en la interna de su partido. Ese espacio es ocupado por Grabois, representante de los piqueteros beneficiarios de planes sociales. Toda una síntesis de la pauperización que provocó el kirchnerismo.
El fracaso del peronismo de Cristina, Massa y Alberto influyó más en la hipótesis de un cambio de manos del gobierno que la reconstrucción y la atracción que despiertan los candidatos de Juntos por el Cambio. Es más por inercia que por acción política que el país puede mudar de presidente.
La coalición opositora también sufrió tres fuertes resignaciones. Mauricio Macri asumió que tenía que contentarse con el papel de tutor de una pelea abierta por la propia sucesión de su liderazgo. La segunda pérdida es la disputa propiamente dicha por las candidaturas que puso en riesgo la estabilidad de la coalición. Y la última y más importante caída es la generación de una nueva fuerza política, los libertarios, construida a partir de una mayoría de votantes que fugaron de Juntos por el Cambio.
Un círculo vuelve a cerrarse mañana bajo la forma de un primer gran ensayo general. La incógnita es conocer la dimensión de ese conjunto de argentinos que volverá a girar en torno a la vieja lógica bipartidista transformada en el aval achicado a dos grandes coaliciones. Y, luego, establecer si las diferencias entre ambos serán de tal calibre que se invertirá como hace cuatro años el dominio del poder.
Si, por fin, Juntos por el Cambio obtiene esa ventaja sobre el peronismo, al mismo tiempo el país conocerá qué tipo de perfil de dirigente ha elegido para ir por la victoria final, la tajante Patricia Bullrich o el consensual Horacio Rodríguez Larreta.
Nunca, desde la elección en la que Carlos Menem derrotó a Eduardo Angeloz, el 14 de mayo de 1989, la oposición había tenido una situación tan favorable.
Las limitaciones de los candidatos de Juntos por el Cambio y la aparición de la alternativa irascible de Javier Milei impiden al menos hasta mañana conocer la decisión electoral de un país atribulado y roto que oculta hasta último momento la verdadera intensidad de su dolor sin atreverse a prefigurar el rumbo que lo saque de esta situación.
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