martes, 29 de agosto de 2023

HABÍA UNA VEZ...


Un bosque diminuto. El mundo en una maceta del maravilloso y milenario bonsái
–por Carola Gil–“De las cosas minúsculas surgen grandiosos recuerdos y fantasías”, dice el escritor Damon Young
Debajo de la casa de mis abuelos, en la esquina, hay una tintorería, y cuando pasamos me gusta reconocer ese olor tan particular que sale del local (mucho tiempo después supe que se trataba del percloroetileno que usan las tintorerías tradicionales para la limpieza en seco). También me gusta espiar las interminables filas de camisas y sacos colgados en altura y la maestría con que el tintorero sube y baja las prendas con un palo largo con un gancho en la punta, similar al bichero que se usa en las lanchas.
Para fin de año, la mujer del tintorero le hace señas a mi abuela y nos regala los tradicionales calendarios impresos a dos colores, azul y rojo, con un paisaje típico. A veces el monte Fuji; otras, un templo; o una casa rodeada de árboles sobre un espejo de agua. Pero no me interesan los calendarios, solo espero a que la señora saque de atrás del mostrador unos abanicos de papel estampado que forman un círculo cuando se abren, con sus varillitas de madera que se traban al juntarse. Me regala uno primero y espero que le de otro a mi abuela, que sé que será mío también
A un costado del mostrador, cerca de la ventana, hay un bonsái en un maceta alargada. Yo no sé que se llama bonsái. Mi abuela y la señora tintorera charlan en alguna cruza de idiomas que incluye el polaco con el español y el chino (también años después me enteré que los dueños de la tintorería eran chinos). En puntas de pie me acerco al pequeño arbolito de tronco grueso y retorcido con las ramas que se extienden muy por fuera de los límites que marca el recipiente que lo contiene.
Si acerco mi nariz puede olerse la humedad del musgo que crece debajo y es casi como el terciopelo del sofá que hay en el living de casa y en el que suelo quedarme dormida cuando vienen invitados y me dejan estar mientras los grandes charlan.
Estoy tan cerca que pierdo cualquier sentido de la perspectiva y todo se convierte en un paisaje exótico en el que bien podrían caminar los diminutos personajes que me gusta encontrar cruzando un puente en los platos azules y blancos de la pared. Solo falta una pareja de pájaros volando
Las raíces parecen estar apretadas y salen de la tierra serpenteando y dejando cantidad de agujeros y huequitos perfectos para esconder tesoros y monedas de oro. Lo mismo esas costas rocosas que llevan al acantilado, que no es otra cosa que el borde de la maceta. Me pregunto si este arbolito que se parece un poco a un pino tendrá piñas diminutas. En mi cabeza infantil el entusiasmo de todo un bosque diminuto y por qué no, un huerto plagado de pequeñísimas peras, limoncitos y naranjas, me fascina tanto que quiero gritarle a mi abuela que tenemos que tener uno en su casa. Las señoras siguen entendiéndose en lenguas hasta que mi abuela me agarra de la mano para irnos. Quiero soltarme, si total no hay que cruzar ninguna calle, pero ella me sostiene la mano firme y me arranca de mi paseo por el bosque del bonsái
Por supuesto, siempre alguien pensó las cosas antes que una y las pensó y contó mucho mejor. “Esos árboles enanos japoneses [...], si colocara unos cuantos junto a un hilillo de agua en mi habitación, tendría entonces un bosque inmenso, que se extendería hasta un río, donde los niños podrían perderse”. Lo dijo Albertine, en En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Mientras escribía algún artículo o traducía, y ni soñaba con empezar a buscar el tiempo perdido, Proust tenía en su habitación tres bonsáis, a los que en ese momento describía como unos “pobres arbolillos japoneses horrendos”.
Europa ya había sido inundada por la chinoiserie en el siglo XVIII, una fascinación con lo oriental que se manifestó en vajillas, floreros y vasijas que imitaban los originales y una ola de japonisme, en tiempos de Proust, particularmente en Francia e Inglaterra. En su libro Filosofía en el jardín, Damon Young cuenta que una amiga le regaló a Proust unas capsulitas de tejido vegetal japonés que al humedecerse se convertían en maravillosas flores, árboles o animales. El joven Proust, que sufría de asma y no podía disfrutar del aire libre que tanto amaba, terminó teniendo su propio jardín en flor. “Gracias a ti, mi habitación oscura con luz eléctrica ha tenido su primavera del Lejano Oriente”, escribió.
Durante esa noche de verano me refresco con el abanico de papel estampado que nos regaló la tintorera y le pido a mi abuela que me recoja el pelo en un rodete tirante, tan tirante que casi duele y que ella toma con horquillas invisibles. No tengo kimono, pero con un retazo de tela floreada recorro la casa como una geisha. Damon Young muchos años después habla de eso, y lo dice mejor que yo: “El argumento proustiano es evidente: de las cosas minúsculas surgen grandiosos recuerdos y fantasías”.

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