Secuelas sociopolíticas y culturales de un trauma económico irresuelto
El contraste del entusiasmo por nuestra vertiginosa prosperidad desde fines del siglo XIX con el estupor luego de la crisis de 1930 activó la tensión entre dos “modelos”: el “ideal” de la Constitución y el “real”, tentado por reflejos autocráticos
Jorge Ossona Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos
La Argentina padece un trauma histórico irresuelto desde hace casi cien años. Sus orígenes se remontan al contraste entre el entusiasmo por nuestra vertiginosa prosperidad económica y social desde las últimas décadas del siglo XIX y el estupor luego de la crisis de 1930.
Hacia el primer Centenario (1910), el balance de los 40 años anteriores ameritaba un consenso optimista. El “patrón oro” impuesto por Gran Bretaña en 1870 disparó los flujos de capitales, bienes y personas. La enorme maquinaria burocráticoadministrativa estatal que se fue construyendo entre 1862 y 1880 acabó con los últimos estertores de las guerras civiles posemancipatorias.
La apertura encendió, no obstante, un debate local entre librecambistas y proteccionistas. La victoria de estos últimos, plasmada en la ley de aduanas de 1876, sustentó un notable desarrollo industrial; aunque, por razones obvias, apendicular respecto de la ventaja de nuestras exportaciones agropecuarias. Al cabo, el régimen conservador no habría sido tan liberal como suponían sus críticos 80 años más tarde, y las fuerzas populares que fueron surgiendo al compás de la modernización, como el socialismo –y más difusamente el radicalismo– asumieron, embanderadas en el librecambismo, la defensa igualitaria de sus votantes de origen inmigratorio, cuestionando el proteccionismo oficial.
Muchos oficialistas, en cambio, se preguntaban perplejos en 1910 acerca del retraso de una industria análoga a las europeas. Había otras señales de alerta menos ingenuas advertidas por unos pocos: se estaba llegando aceleradamente a los límites de las tierras explotables; al tiempo que la demanda mundial de nuestras commodities alimentarias tendía a la baja. Todo un anticipo del proteccionismo europeo de posguerra cuyas incidencias locales se demoraron hasta la depresión de los años 30. La Argentina la sufrió más que cualquier otra economía de la región; exigiendo a las autoridades reforzar el aumento de las barreras cambiarias y arancelarias para evitar el agravamiento de la recesión.
En medio del desconcierto y la improvisación, fue cobrando fuerza un nuevo consenso: el autarquismo debía ser proporcional a la caída de nuestro comercio exportador mediante el desarrollo de nuevas industrias protegidas. Pero, al igual que 30 años antes, otra minoría advirtió, en 1940, sobre sus riesgos. Era cierto que los textiles y las obras púbicas con insumos nacionales en los grandes centros urbanos litoraleños –particularmente el GBA– habían aliviado la penuria de los emigrantes de las quebradas cuencas agrícolas pampeanas. Pero con un mercado que apenas superaba los 10 millones de habitantes no era difícil divisar una nueva frontera productiva.
Urgía, por lo tanto, imaginar nuevos escenarios propulsando las manufacturas capaces de suministrarse sus propias divisas y ganar escalas en los países limítrofes, para evitar un profundo conflicto distributivo. Pero la euforia transitoria del alza de los precios de nuestras exportaciones durante la segunda posguerra suscitó el nuevo espejismo de un “ciclo largo” merced a una inevitable tercera guerra mundial entre EE.UU. y la URSS. El peronismo le adosó al proteccionismo una dimensión redistributiva destinada a retornar, ahora con la garantía del Estado, a las felices décadas del 900 y de los 20. Pero la mentada guerra no se produjo, y los mercados europeos reforzaron su cierre tras el Plan Marshall.
La nueva frontera, con sus concomitantes secuelas inflacionarias, llegó durante la crisis de 1949-52. Un balance preliminar indicaba que el primer gobierno peronista no había representado sino la transferencia de ingresos de un “campo” anémico hacia un complejo metalmecánico protegido de matrices obsoletas –las únicas accesibles en la posguerra–, pero que, merced a una amplia gama de bienes –cocinas y calefones a gas, heladeras y planchas eléctricas–, revolucionó la vida cotidiana con sus concomitantes implicancias culturales.
Acorralado por la escasez de reservas para importar sus insumos, Perón no dudó en apostar a la recapitalización del agro y al desarrollo petrolero merced a un nuevo flujo de inversiones extranjeras. Pero ya era tarde: el primero habría de requerir de no menos de una década, y el segundo se topó con las resistencias en el interior del “movimiento” que denunciaron la contradicción con sus sobreactuaciones nacionalistas primigenias, y de una oposición que le devolvió redoblada la acusación de “vendepatria”.
Ya entonces eran perceptibles las coordenadas del gran trauma nacional gestado durante entreguerras y agravado en la segunda posguerra: nuestra tradición igualitaria, reforzada por la ciudadanía social peronista, habría de resistir cualquier redistribución del pico consumista de 1946-1948. Un fenómeno cultural atizado por la revolución política que supuso respecto de la organización de los intereses. Su vertiginosa caída en 1955 le ahorró pagar los costos del cortocircuito. Ya en el llano, explotó el recuerdo sesgado de su arranque eufórico contrastante con los ulteriores programas de estabilización que intentaron corregirlo.
El resto fue el epílogo de aquella desazón. Durante los 60 se abrió el debate sobre el “desarrollo”. Casi por unanimidad, se coligió que el origen de nuestro “atraso” radicaba en el “modelo agroexportador” como “neocolonial”, “dependiente” y antiindustrial. La novedad incubaba una paradoja: promediada esa década, el sector agroexportador resucitó luego de treinta años de postración. Y, sigilosamente, contribuyó a paliar los costos sociales del ingreso en la etapa industrial compleja.
Pero los esforzados aprendizajes macroeconómicos antiinflacionarios fueron dinamitados por una conflictividad política y socioeconómica endémica. Hacia fines de la década, cuando nuevas señales internacionales auguraban en fin del ciclo largo comenzado en 1959, se yuxtapusieron dos nuevas fronteras: la tecnológica y la fiscal. Ambas detonaron con el Rodrigazo en 1975. Lo que siguió fue una deriva negada por las pomposas denominaciones de los sucesivos experimentos políticos autoritarios o democráticos que, a poco de comenzar, se vieron sumergidos en las urgencias de un cortoplacismo exasperante. Así se sucedieron la Reorganización Nacional, el “ingreso en el Primer Mundo”, el “modelo de matriz productiva diversificada con inclusión social” y el “gobierno de científicos”.
La falacia de los “modelos económicos” se revela en que ninguna etapa de crecimiento industrial fue posible sin transferirle recursos del agro, que la industria fue anterior y más pujante antes de la inflexión sustitutiva de importaciones de 1930, y que esta la redujo durante 50 años a una función más de contención social que de desarrollo económico. El largo conflicto distributivo inaugurado en 1950 no fue, entonces, sino el resultado del error estratégico procedente de la última ilusión de retornar al orden anterior a 1914, aunque redoblando el costo fiscal de industrias protegidas.
Luego, una modernización espasmódica fue conduciendo por etapas a la realidad contemporánea de una sociedad partida y la disputa interminable entre dos “modelos” cuya enunciación económica encubre a otra política: la del “ideal” de la Constitución 1853 y la “real” siempre tentada por reflejos autocráticos. Tensión que resquebraja los marcos institucionales, alimenta la inflación, incuba privilegios corporativos y reitera repertorios nacionalistas arcaicos. Y un vivir a destiempo sintomático de este trauma irresuelto.
Casi por unanimidad, se coligió que el origen de nuestro “atraso” radicaba en el “modelo agroexportador” como “neocolonial”, “dependiente” y antiindustrial
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