viernes, 2 de febrero de 2024

CONSTITUCIÓN Y SEGURIDAD EXTERNA


Asegurar los beneficios de la libertad
Alberto Asseff


El Preámbulo de nuestra Constitución sintetiza el programa que tenemos los argentinos. Es el “proyecto nacional” que recurrentemente oímos decir que nos falta. Lo que padecemos no es por ausencia, sino por incumplimiento. Además, esas metas no datan de 1853. El espíritu de estas proposiciones contenidas en la Constitución de la organización definitiva del país preexistía en estatutos, constituciones y pactos celebrados con antelación, a partir de 1810.
Nuestra ley mayor es una oda a la libertad. Al empezar a leerla, la fragancia de la libertad resalta. Su grato e intenso olor es, como se dice ahora, intrusivo. Sanamente, desde ya. La libertad es el cimiento, el punto de partida y a la vez de llegada. El destino que piensa la Constitución es uno solo, de libertad. Esta no está ni por asomo ceñida al plano político-institucional. Es eminentemente social y, por tanto, económica. Se sabe, la economía es una ciencia mucho más social que matemática.
Todos sabemos que desde hace décadas nos fuimos apartando de los dictados constitucionales. No solo por los golpes militares, sino también por el comportamiento de las sucesivas dirigencias políticas. Y, sobre todo, por la cultura facilista que paulatinamente nos hizo abandonar el trabajo como la columna vertebral de la construcción de la prosperidad –el bienestar general– para asirnos al espejismo de un Estado invasivo, dante y otorgante de derechos sin correlativas obligaciones. En esa tendencia caímos en la trampa del regulacionismo. De la mano de este sistema perverso vino la corrupción sistémica. La historia nos enseña que padecimos corrupción desde que llegaron los españoles. El régimen que nos hizo florecer, en ese período de oro que protagonizó la generación del 80, no estuvo exento de este ominoso vicio. Basta preguntar a Leandro Alem o a Joaquín V. González. Empero, eran hechos relativamente aislados que suscitaban reacciones morales correctivas, como la acaecida en 1890. Con el estatismo, la degeneración del programa constitucional se potenció hasta llegar a la actualidad. Este escenario enrarecido, necesitado urgentemente de aire fresco y nuevo. La Argentina declinante no da para más.
Es de Perogrullo que, si seguimos haciendo lo mismo que se viene realizando desde hace décadas, el resultado ineluctable será transponer la barrera del 50% de pobreza y caer en las garras pérfidas de la hiperinflación. Y lograr el milagro al revés de dimensiones globales: un país grande, dotado de todo lo que se pueda imaginar, incluyendo su buena gente que es la inmensa mayoría, se torne inviable cual país isleño de Oceanía. En el caso de este ejemplo, no por sus políticas, sino por el cambio climático que está aumentando el nivel de los océanos. A nosotros nos amenaza una persistente ideología soviética –pre-Gorbachov– que exhibe su fracaso por doquier, pero que acá recaló hasta encallar. Es la que nos impide no solo despegar, sino simplemente iniciar la navegación de salida. Nos segan hasta el intento.
Es lógico que no exista unanimidad para la rúbrica de cada uno de los contenidos del DNU 70/23 o de la ley “Puntos de partida para la libertad de los argentinos”. Ni siquiera es deseable que exista un postura monolítica. La clave no está en la aprobación de esa normativa a “libro cerrado”, sino en la decisión de ir hacia las reformas profundas que impriman un giro copernicano a la Argentina. No hay alternativa. O cambiamos a fondo o el país se seguirá empobreciendo hasta niveles impensables. Porque la decadencia puede ser infinita, hasta la irreversibilidad. Sin exageración.
No existió en nuestra historia contemporánea una situación tan flagrantemente urgente y necesaria. No hubo un estado de cosas tan perentoriamente apetente de resoluciones corajudas. Consecuentemente, en el contexto de nuestra penosa realidad nada más urgente y necesario que adoptar medidas. Estas no pueden ser “cambiar algo para que no cambie nada”. El cuadro que ofrece el país no está para falacias. Tampoco está para la deliberación de 23 comisiones legislativas. En el marco de ejecutividad que reclama el enfermo –la Argentina–, lo decisional cobra una superlativa relevancia. La conversación de buena fe debe ser la indispensable. No puede procrastinarse.
La necesidad y la urgencia tan notorias dotan al DNU de constitucionalidad manifiesta. Ulteriormente podrá abordarse la minucia. Que caigan o se modifiquen algunos aspectos puntuales no altera el rumbo conceptual, que es marchar al ancho mundo de la libertad de los argentinos.
Los argentinos, asegurado políticamente el derrotero hacia la libertad, ganarán confianza. Entre la libertad y la confianza, todo lo demás sobrevendrá por añadidura. No está de sobra soñar con “la generación del 24”, actora de una renovada epopeya. Se requieren, sí, abundantísima ejemplaridad –abona la confianza– y firmeza en el timón porque da certezas. Y menos mezquindades partidistas o personales. Lo que nos jugamos es demasiado como para darnos lujos de sordidez o egoísmos.
“…y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino…”

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Una política que conjuga Estado y mercado
Maximiliano Gregorio-Cernadas


La contumaz ineptitud del Estado argentino para satisfacer a la sociedad, corroborada por un contundente pronunciamiento electoral, no debería opacar sino enaltecer aquellas excepcionales políticas de Estado que confirman la regla de aquel extravío. Una de estas cumple 40 años, con la discreción de lo trascendente, pues alude nada menos que a la seguridad: la vida o muerte de los Estados, materia vital para los mercados, pues estos flaquean sin Estados seguros.
Eso remite a una página gloriosa aunque ignorada de la historia diplomática argentina: la visión estratégica del presidente Alfonsín para conjugar los notables avances en la producción y exportación de tecnologías “sensibles” o duales previos a 1983, con un revigorizado compromiso con la paz, el desarme y la seguridad mundial. Para 1984, la incipiente democracia había heredado del gobierno militar sustanciales desarrollos nucleares y espaciales, que aunque eran de índole pacífica, su secreta gestión tutelada por las FF.AA. generaba graves suspicacias en Brasil y el mundo, perturbando la seguridad regional y global.
Amalgamando sus convicciones pacíficas con la de la tecnología como clave del desarrollo, el gobierno se persuadió de que la democracia, la reputación y la seguridad del país exigían una política distinta, sometida a un control civil y democrático y articulada con la política exterior, pues, aunque se trata de asuntos diplomáticos por excelencia, la Cancillería intervenía en ellos de modo tangencial. Así se creó la Dirección de Asuntos Nucleares y Desarme (Digan), con el desafío de continuar aquella pujante política exportadora, pero atendiendo el contexto internacional, potenciándola con el fortalecimiento del rol de la Argentina como líder en la promoción de la paz, conforme a su mejor tradición. Esa original oficina, integrada por diplomáticos formados ad hoc, se convirtió en una de las dependencias de mayor prestigio técnico actual de nuestra Cancillería, responsable de una de las escasas políticas de Estado de la Argentina, con ingentes réditos políticos y comerciales.
Aquella novedosa estrategia incluyó el acercamiento al Brasil como pieza clave, con el cual se emprendió una audaz y ardua labor diplomática de fomento de la confianza mutua, que obró como condición sine qua non para la creación de un Mercosur inimaginable en tal clima de desconfianza, cumpliendo la ambiciosa misión político-comercial de consolidar la reputación de una Argentina que contribuía mediante un proceso sin parangón a la seguridad regional y mundial, como así también de abrir el vasto mercado del Brasil, al tiempo que fortalecía su imagen como proveedor internacional confiable y responsable de tecnología nuclear.
Desde entonces y tal como actúan las potencias líderes, esta política consagró una exitosa asociación entre Estado y mercado, produciendo tecnologías con vasto spin off sobre el sector privado, exportando entre otros productos y destinos, reactores nucleares a Perú, Argelia, Australia, Países Bajos y Brasil, consolidando a la par su prestigio en los foros relativos a la seguridad, la no proliferación de armas de destrucción masiva, el desarme y la paz, epitomizado en la reelección como director del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) –máximo organismo en la materia– del embajador argentino Rafael Grossi, surgido del grupo de jóvenes diplomáticos fundadores de esta política, que tuve el honor de integrar.
Esta política constituye un modelo emblemático de la posibilidad de conjugar virtuosamente Estado y mercado en la consecución de los intereses políticos y económicos de nuestro país


Diplomático de carrera y autor de Una épica de la paz. La política de seguridad externa de Alfonsín

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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