lunes, 26 de febrero de 2024

“Cora”, la nueva novela de Jorge Fernández Díaz







“Cora”, la nueva novela de Jorge Fernández Díaz: reina de corazones y detective de infieles de alta gama
"Cora", el nuevo libro de Jorge Fernández Díaz..Alfredo Sábat
Tras la exitosa trilogía de Remil, el escritor y periodista mezcla el thriller y la comedia sentimental en el libro que Planeta publica en marzo; a continuación, el comienzo de “Amor”, capítulo uno de una historia de intrigas llena de vueltas de tuerca
Aveces Cora Bruno era capaz de ejercer una cierta imaginación extrasensorial. En el semáforo de Bouchard y Tucumán, sin que mediara ningún estímulo externo o cayera ningún rayo, fue atacada por una de sus famosas corazonadas, e imaginó entonces con pelos y señales a su clienta en el garaje techado de un hotel de Puerto Madero esperando que su esposo bajara con su amante secreta. Era viernes, estaba terminando la hora de la siesta, y Cora le había informado que el infiel solía despedir a su joven secretaria hasta el lunes con un revolcón amoroso; después la dejaba en su departamento del centro y él seguía viaje hasta Nordelta, donde lo aguardaba un despreocupado fin de semana de golf, asado y calor familiar.
El semáforo cambió de rojo a verde, pero Cora no arrancó, absorta como estaba en esa escena minuciosamente imaginada. Dentro de la cartera Louis Vuitton su clienta llevaría la pistola Beretta calibre 22, niquelada y de cachas negras que el marido le había regalado para su cumpleaños y con la que practicaba tiro en un polígono de la zona norte, más por deporte que por miedo a la inseguridad. Era un arma pequeña con gran capacidad de daño interno. “Voy a matarlo a ese hijo de puta, te lo juro”, prometía llorando después de haber visto las filmaciones y las fotos, y luego de haber vomitado en el baño el copetín de la tarde. Ese era siempre el punto más delicado de todas las operaciones de seguimiento: la presentación final de los resultados. Un informe que exigía estar muy bien documentado, no solo porque se utilizaría más tarde en las demandas y en la negociación de bienes, sino principalmente porque uno no ve lo que no quiere ver y porque la resistencia al mero registro escrito era muy alta. En asuntos de amor, la imagen sigue valiendo más que mil palabras, y entonces los infieles deben ser filmados y fotografiados al menos en dos oportunidades, como para aventar una confusión o la idea de que se trata de una canita al aire. Pero cuando el material reunido era contundente, y el cliente lo aceptaba como un hecho consumado e irreversible, sobrevenía enseguida el desmoronamiento, la rabia infinita, las promesas de una revancha. Había que saber entonces contenerlos, y a veces acompañarlos psicológicamente en los días posteriores. O al menos esas eran las molestias que se tomaba Cora. Sus colegas se reían de ella a sus espaldas: sus protocolos solían terminar con la entrega de la información; lo que hicieran con esos datos aquellos infelices era cosa de ellos. Pero Cora tenía un carácter especial, y de hecho su dedicación le había granjeado mayor clientela. Se corría la voz de que no solo era eficaz, sino además sensible y solidaria, y buena consejera en cuestiones del corazón y en momentos oscuros.
En su faceta de autor de ficción, Fernández Díaz publicó, entre otros libros, "Corazones desatados", "La segunda vida de las flores", "Las mujeres más solas del mundo", "Te amaré locamente" y "El hombre que se inventó a sí mismo", además de la trilogía que integran las novelas "El puñal", "La herida" y "La traición"

Cora Bruno, como cualquiera, no había nacido sabiendo: al comienzo de su larga carrera le reveló a un cliente que su mujer se acostaba con un empleado, y el cornudo le tiró literalmente encima un camión y lo mandó a terapia intensiva. Cora se sintió culpable, veló esa internación y estuvo realmente tranquila solo cuando el empleado salió con muletas del Hospital Fernández. Desde entonces procuraba, en la medida de lo posible, acercar buenas sugerencias, mantenerse en contacto y vigilar las secuelas del descubrimiento. Y sobre todo, negarse a algunos pedidos estrambóticos. Una vez acompañó a su clienta hasta el bulín clandestino de su esposo para sorprenderlo in fraganti: la paga era tan buena y la necesidad económica tanta, que Cora cedió a la tentación y aceptó el rol de acompañante terapéutica. Terminaron todos en la comisaría. La clienta quiso apuñalar al desleal con un tramontina, y por poco lo consigue. Cora se hizo un juramento: nunca más, ni por hambre.
Había aplicado su metodología particular con la dama de Nordelta, pero la tonta era impulsiva y narcisista, y algo le decía en su fuero interno que también era capaz de cualquier cosa. Quizá se tratara de su teoría del volcán. Había clientes de los dos sexos que, enterados de la infidelidad, encaraban de inmediato al traidor, y otros que aguantaban en silencio y evaluaban la estrategia. Estos últimos eran los más peligrosos, porque llevaban un volcán adentro y estaban siempre a punto de explotar. La señora de Nordelta todavía no le había transmitido a su esposo lo que ahora sabía fehacientemente, seguía masticando todo en las sombras, y era una potencial bomba de tiempo.
Cora ya no iba a quedarse en paz con aquel mal pálpito, así que ejecutó dos maniobras a la vez: pisó el acelerador sin escuchar los bocinazos, llegó a Corrientes y dobló a la izquierda, mientras pulsaba el botón de llamada y rogaba que la doliente respondiera. Pero la doliente no respondía, y Cora encaró Alicia Moreau de Justo y anduvo en zigzag por ese tránsito lento, manejando con una sola mano y emitiendo un mensaje urgente (“llamame”) y volviendo a presionar la tecla. Y volviendo a dejar en Whatsapp otra línea rápida (“llamame, no sabés lo que pasó”) porque nadie resiste esa clase de cebos e intrigas. Pero la susodicha no contestaba por ninguna vía, y a Cora eso le aceleraba el pulso. Una de dos: estaba en yoga o esperaba en el estacionamiento de aquel hotel que las puertas del ascensor se abrieran. Ese es el problema de algunos tiradores de polígono –pensó–. Se mueren por apretar el gatillo en una situación real. El gatillo calienta.
La portada de "Cora" (Planeta), de Jorge Fernández DíazX

Bruno tenía quince años de experiencia en este oficio; había vivido muchas situaciones riesgosas y disparatadas. Y antes se había formado como investigadora en la Policía Aeronáutica persiguiendo ladrones, mulas y narcos, y había pisado algún hormiguero. Para sacarla del medio sus superiores la ascendieron, y la pusieron a realizar tareas de Inteligencia, mayormente sobre los secretos inconfesables de los aspirantes a ingresar en el cuerpo. Esas tareas del Departamento de Personal se le daban tan bien, que ciertos oficiales le soltaban unos pesos para que hiciera algunas extras y espiara eventualmente a una esposa o a un cuñado, o le echara un vistazo a las andanzas y antecedentes del novio de la nena. Dos fenómenos cruzados se produjeron al mismo tiempo: su carrera se vino en picada y los trabajos exteriores se incrementaron de manera exponencial. El asunto terminó como debía. Pactó una salida decorosa e instaló su oficina sobre el café de su hermana Laura, gastrónoma y repostera de Palermo Hollywood, y recién separada. Esa antigua casa familiar se consiguió gracias a un remoto crédito hipotecario que en los buenos tiempos habían obtenido y pagado con gran esfuerzo sus padres. Franco era empleado del aeropuerto de Ezeiza, la llevaba de chica a ver los aviones y le insistía con que estudiara para azafata y diera la vuelta al mundo. El viejo no fumaba ni bebía, ni padecía de sedentarismo. Pero, así y todo, una noche se murió sin previo aviso en su propia cama.
La viuda se llamaba Perla, fue una cocinera excelente, tenía ahora 86 años y se había internado voluntariamente en un geriátrico de la calle Honduras. Sus hijas le pagaban en secreto a dos “amigas profesionales” para que la visitaran, la sacaran a pasear y jugaran con ella a la canasta, porque a la vieja le encantaba la baraja, era buenísima con eso y no había compañeros en la residencia que estuvieran a su altura. Las “amigas” fueron introducidas alternativamente por Cora y por Laura: se las presentaron como parientes políticas o amistades del barrio, personas simpáticas y desinteresadas, y adictas irreductibles al naipe, siempre buscando rivales de porte. Al principio Perla pareció sospechar el engaño, pero a lo mejor para no desilusionar a sus hijas, terminó por aceptarlo como usualmente aceptamos una mentira conveniente. Disfrutaba mucho de esas “amigas” nuevas que le ganaban y que de vez en cuando se dejaban ganar, y que luego discretamente pasaban por la caja para que Laura las convidara con un té con leche y unos macarons, y les pagara por los servicios prestados. Perla había tramitado la sucesión y había donado la casa a sus hijas. Rápidamente, Laura hizo con aportes de su inminente expareja una laboriosa restauración y abrió un salón de té todoterreno pero especializado en dulces. Y Cora tomó la planta alta para establecerse: dormitorio, despacho, vestíbulo y sala para los cursos interactivos y presenciales de detective privado: se ganaba buena plata con esa exótica y muchas veces inútil pedagogía.
Las hermanas eran diferentes pero muy unidas, y los dos hijos adolescentes de Laura se habían convertido en la debilidad de su tía. Que no había sido madre, y que se había casado una sola vez, con un piloto de Aerolíneas Argentinas que obviamente tenía novias en diversos destinos. Durante años, Cora Bruno había pasado por diferentes estados de ánimo frente a esa certeza. Primero intentó aceptar que se trataba de una fatalidad muy extendida y que ella debía mirar para otro lado. Luego intentó encajar la idea de que las vidas de los hombres y de las mujeres se desarrollan en distintos planos y que lo único relevante consistía en el hecho de que al menos en territorio nacional su marido no necesitara a nadie más que a ella. Finalmente, su propio oficio la condujo, en un brusco brote de celos y de curiosidad, a utilizar toda la tecnología disponible y aprendida para investigarlo a fondo y a distancia. Fue entonces cuando descubrió que no tenía múltiples amantes. Era mucho peor que eso: estaba profundamente enamorado de una azafata italiana que residía en Madrid. Sus mails eran íntimos y ardientes, pero también cursis y románticos; él soñaba con mudarse a España y casarse con ella. La tana lo mantenía a raya y a la espera de un gesto concreto. Pero el piloto dilataba la situación, no porque estuviera fingiendo, sino porque temía que Cora colapsara, se tomara un frasco entero de pastillas o incluso se cortara las venas. Bruno se echó a reír y a llorar al chocarse con semejante estupidez, y anduvo rumiando durante tres días cómo castigarlo, revolviendo con la cuchara del odio la lava del volcán. Cuando el piloto regresó de su viaje, Cora lo aguardaba en el espigón internacional: él dejó su maleta en el piso para abrazarla y ella le devolvió un beso largo y profundo. Después le acercó los labios al oído y le explicó que había mudado toda su ropa a un Howard Johnson y que ya podía llamar a la italiana y avisarle que ella no pensaba suicidarse. Cuando el piloto se tensó, apartó la cabeza y quiso responder, Cora le tapó con un mano la boca y le sonrió con la benevolencia de una madre y la melancolía de quien ha perdido algo, y se quedaron así congelados y transidos durante todo un minuto mientras hordas de pasajeros indiferentes pasaban a su lado. Hasta que Cora retiró esa mordaza, sonrió con una pizca de sorna y echó a caminar sin darse vuelta. El piloto tuvo el buen gusto de no perseguirla, de no pretender explicar lo inexplicable y fatal. Y casi sin despecho, pero con el corazón partido, Cora se metió en su coche y anduvo a ciento setenta por la autopista llorando a los gritos, mientras escuchaba a todo volumen las desgarradoras y previsibles canciones de Chavela Vargas.
Diez años después ya había hecho su autocrítica. En el fondo, Cora siempre había considerado que el piloto estaba muy por encima de sus posibilidades: era un galán espléndido, y ella no pasaba de ser una mujer común y empeñosa que luchaba día a día para mantener a raya un leve sobrepeso, y que batallaba contra su irresistible afición a los dulces. Algo que la llevaba a oscilar entre cíclicas y extravagantes dietas de agua y lechuga, y atracones nocturnos de helado y chocolate. Admiraba secretamente a las flacas por muy feas que fueran, y eso que ella tenía facciones atractivas y que, a pesar de algún kilo de más, nadie podía considerarla gorda; apenas “una rellenita que estaba fuerte”, como la calificó alguna vez un comisario de abordo. Pero el desnivel, aunque sea de un modo inconsciente, condiciona a ciertas parejas. Por otra parte, en los cinco años que duró aquel matrimonio legal, ella había abrigado la ilusión de convertirlo en padre, pero esa etapa coincidía con la independencia laboral, que lo absorbía todo. Más adelante, otro de sus novios, un psicoanalista de Gallo y Charcas, le dijo amargamente que ella no tenía espacio para el amor. Que toda su libido estaba puesta en su profesión, y que eso no debía avergonzarla, pero tampoco llevarla a engaño. La abandonó sin dilaciones ni dramas, y su hermana le preguntó si el sujeto no tendría algo de razón. A esto se sumaban las callosidades en la conciencia que le provocaba una ocupación tan particular. Que implicaba bucear las intimidades ajenas y toparse a cada rato con las infidelidades menos pensadas, con vínculos insospechados, con la falsa sensación de que todos mienten y actúan. De ahí a transformarse en una descreída absoluta había un solo paso. Y a veces, Cora Bruno no podía evitar darlo y pagar las consecuencias.
Por último, estaba su empleo, que provocaba fascinación y desconfianza en partes iguales, y sobre todo grandes malentendidos. Para empezar, la gente tenía prejuicios acerca de cualquier integrante de una fuerza de seguridad, como si la corrupción y la violencia en algunas de esas instituciones manchara necesariamente a todos sus miembros y los convirtieran de manera automática en mafiosos, fascistas o venales. Con eso se solapaban las fantasías literarias y cinematográficas: el sabueso, la caza del asesino, las deducciones y las huellas en la jungla de asfalto, y toda esa retahíla de mitos. La realidad resultaba bien distinta: los investigadores privados eran personajes grises y menores, y por lo general pacíficos, dedicados casi siempre a problemas que ni siquiera constituían delitos, y más cercanos a aburridos abogados divorcistas que a aventureros intrépidos. De hecho, Cora jamás portaba armas: guardaba en su dormitorio, dentro de una cómoda, una Bersa Thunder 380, pero no la tocaba desde hacía por lo menos una década, pese a que siempre se prometía limpiarla. En la Policía Aeronáutica la habían adiestrado en la lucha cuerpo a cuerpo, pero de todo ese despliegue solo le había quedado la modesta costumbre del yudo, donde sin embargo no había pasado del cinturón azul. Lo practicaba en un gimnasio de Niceto Vega tres veces por semana, porque el entrenamiento previo era riguroso y le ayudaba a quemar calorías y le mejoraba la respiración y la autoestima, y también porque a veces una llave de inmovilización o un barrido servían para situaciones enojosas, como por ejemplo que el objetivo, pescado in situ, se te venga de pronto encima para quitarte la cámara o para sacarse la bronca. Algunas de esas personas, ocasionalmente, la habían amenazado de muerte, y un escribano le había iniciado una demanda por invasión a la privacidad y daño moral, pero la causa había quedado obviamente en la nada, y Bruno no tomaba muy en serio esas hostilidades. Para sus eventuales novios, en cambio, todo ese mundo de espías de menudencias y de hallazgos pasionales, resultaba al principio excitante, después bizarro y al final agresivo e incómodo. Andar con una investigadora privada era un chiste sabroso en mesa de amigos, pero después un carnaval para frikis: mamá, te presento a mi novia, trabaja de detective. Mejor salir corriendo. El piloto nunca se dejó intimidar por esos asuntos folclóricos, porque se habían conocido precisamente en aquel territorio común de los aeropuertos, pero las posteriores parejas de Cora Bruno resultaron vulnerables al exotismo, y es por todo eso que ella permanecía soltera y sin apuro a los cuarenta y seis años, algo que no la entristecía ni la ponía nerviosa, aunque muy en el fondo no abandonaba nunca la inconfesable esperanza de encontrar alguna vez su media naranja.

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