¿Quién defiende la cultura?
Veinte años de populismo crearon profundas distorsiones y desviaciones éticas; el kirchnerismo no reparó en gastos, y así formó un verdadero “ejército” rentado de guardianes del relato
Luciano Román
El debate sobre el Incaa y sobre el Fondo Nacional de las Artes ¿es un debate sobre la cultura o un debate sobre la malversación y la cooptación del Estado?; ¿es un debate sobre el fomento del cine y de otras expresiones artísticas o sobre los excesos de la burocracia y “el festival” de los subsidios?; ¿es, en definitiva, un debate honesto o está teñido de eslóganes que encubren “curros”, distorsiones y privilegios? Tal vez sean preguntas necesarias para una discusión de fondo y, sobre todo, para evitar que la bandera de “la cultura” se convierta en una coartada para tapar manejos opacos y discrecionales de presupuestos exorbitantes.
Algunos sectores partidizados han salido a la calle con un grito de resistencia: “Vienen por la cultura”. Son los mismos, sin embargo, que han callado frente a la censura, la cancelación y las listas negras. Los que no dijeron nada, hace apenas dos semanas, cuando el gobierno de Kicillof canceló a un músico en el Teatro Argentino por sus opiniones políticas. Hicieron silencio cuando se vulneraron valores esenciales para la actividad cultural, pero ponen el grito en el cielo cuando sienten que alguien les toca “la caja”. ¿Qué es defender “la cultura”? ¿Es defender la libertad y la diversidad o es defender los subsidios y los refugios de la militancia? ¿Es defender valores o defender acomodos?
El Incaa se adjudicó para su propio funcionamiento (sueldos, oficinas, asistentes y choferes) un 50% de los fondos que recibe y solo dejó el otro 50 para la producción y distribución de películas. Ya es una ecuación distorsionada, pero llegó a ser peor. En los últimos años –según explicó Leonardo D’Espósito en un riguroso trabajo publicado
la burocracia interna se llevó hasta un 70%. Y el gobierno anterior apeló a algo que tenía vedado: darle al Incaa aportes del Tesoro para financiar un déficit millonario. Otro tanto ocurrió en el Fondo Nacional de las Artes, según explicó en un gran artículo Marcelo Gioffré: en la época en la que funcionaba bajo la conducción de Victoria Ocampo, solo gastaba en burocracia el 11%, mientras que el 89% se destinaba a becas, créditos y estímulos para los artistas. Hoy gasta el 70% en burocracia, con cargos rentados que antes eran ad honorem, y solo deja el 30% para estimular el arte.
Las preguntas son inevitables: ¿qué le ha hecho más daño a la cultura?, ¿la burocratización militante, convertida en una aspiradora de fondos? ¿O el debate que ahora se propicia sobre la administración y la transparencia de los recursos que recibe a través de impuestos específicos?
No se trata, sin embargo, solo de una cuestión económica. La “estatización” cultural ha terminado por crear una mentalidad: se hace cine sin correr riesgos y sin tener en cuenta al público. No se piensa en seducir a los espectadores sino en agradar al funcionario que otorga el financiamiento. Se produce, así, un cine politizado y endogámico. Las cifras hablan por sí mismas: en 2023 se estrenaron 241 películas argentinas, pero solo 98 alcanzaron o superaron los mil espectadores. Es un universo que se habla a sí mismo, en el que el éxito comercial resulta sospechoso. El alineamiento ideológico ha servido para que el Estado financie sueños y aventuras de cineastas militantes, mientras que cualquier idea que proponga salir de esa burbuja de disciplina y uniformidad es tachada de “mercantilista”, “reaccionaria” y otras descalificaciones que nutren el diccionario pseudoprogresista.
Veinte años de populismo crearon profundas distorsiones y desviaciones éticas. El kirchnerismo buscó cooptar a la cultura, como a los organismos de derechos humanos, convencido de que eso le aseguraba un escudo protector. No reparó en gastos, y así formó un verdadero “ejército” rentado de defensores del relato. Escritores, cineastas, actores y poetas se rindieron ante los encantos (y los beneficios) del poder. Muchos se creyeron con derecho a que el Estado financiara “lo que me gusta hacer”. Todo se hizo, como siempre, debajo de un eslogan: “la democratización de la cultura”. Sonaba bien, aunque fuera falso. En eso reside, después de todo, la esencia del populismo: que suene bien, sin importar que sea real. Así, después de tantos años de que el Estado financiara a los militantes del poder, muchos confunden “derechos adquiridos” con “privilegios adquiridos”. La cultura del subsidio conspiró contra otros valores asociados con el arte: la rebeldía, la creatividad, el riesgo y la transgresión. La burocracia suele llevarse mejor con lo previsible y “lo seguro”, algo que en el plano cultural bordea siempre lo panfletario.
Frente a semejante cúmulo de desmanejos, debería proponerse un debate serio, constructivo y riguroso. No se trata de barrer con organismos que han estado bien inspirados, sino de recuperar un espíritu y un funcionamiento virtuosos. Se trata, además, de defender la cultura desde los valores. Desde el pluralismo, por supuesto, y también desde la transparencia, desde la lógica y desde la honestidad intelectual.
“La cultura no se toca”, repiten por estos días algunos músicos y actores. ¿Significa que no se puede debatir? ¿Que la sociedad no puede ver qué hay detrás del telón? El eslogan podría traducirse así: “que nadie se meta en nuestra quintita”, como si “la cultura” fuera un coto militante que ejerce el derecho de admisión. Como si fuera, además, patrimonio de unas pocas caras conocidas que aparentan una representatividad que no tienen.
Tal vez se trate de ampliar el foco para analizar el vínculo entre el arte y lo público. Defender la cultura sería también reclamar mayor protagonismo y participación de los muchos elencos, orquestas y cuerpos de baile que tiene el Estado, pero por eso no suelen verse movilizaciones ni reclamos. ¿Por qué la Orquesta del Congreso no ofrece todos los fines de semana conciertos al aire libre? ¿Por qué la provincia de La Rioja le ofrece una fortuna a Lali Espósito para un “recital gratuito” en lugar de convocar a la Sinfónica de la provincia, integrada por 46 músicos que forman parte de la plantilla estatal? ¿Por qué el intendente de Ensenada contrata al grupo uruguayo Márama de cumbia pop en lugar de invitar a los músicos del Teatro Argentino para el aniversario de la ciudad? Los ejemplos son infinitos, pero “la cultura” no reacciona frente a estas situaciones, como si la única forma de defenderla fuera reclamar por la estabilidad, los subsidios y “la caja”, no con un mayor trabajo, con ideas para el público y con programas que acerquen el arte a la comunidad. El Estado debería estar, en todo caso, para el fomento y la promoción, no para actuar como empresario de espectáculos pagándoles contratos millonarios a actores y músicos “del palo”. También debería propiciar el aporte privado que, a través de sistemas de mecenazgo, es fundamental para el desarrollo de las vanguardias artísticas.
La cultura política ha tendido, en la Argentina, a asimilar lo importante con los ministerios, como si la burocracia asegurara jerarquía. Llegó a hacerse una bandera, por ejemplo, de que Salud recuperara ese estatus administrativo. No importaba tanto que la salud fuera accesible y de excelencia, como que fuera “ministerio”. Esa pasión burocrática parece haber conspirado, sin embargo, contra la calidad de los servicios públicos y de muchas actividades que quedaron enredadas en la lógica y la mentalidad estatal, aislándose del sector privado y de la sociedad. En nombre del Estado y de lo público, muchos organismos fueron convertidos en botines de la política.
En el Incaa no ha pasado algo muy distinto de lo que pasó en el Conicet. En ese caso, la politización metió una cuña en el sistema científico, como la metió también en las universidades y en los hospitales. Abrir un debate sobre esos mundos quizá sea la mejor manera de defenderlos y rescatarlos de su propia degradación.
No habrá que dejarse engañar por los eslóganes ni por las banderas que encubren privilegios y negocios. El arte y la cultura, al igual que la ciencia y los derechos humanos, son demasiado importantes como para dejarlos cooptar por minorías ruidosas y militantes subsidiadas por toda la sociedad.
Escritores, cineastas, actores y poetas se rindieron ante los encantos (y los beneficios) del poder. Muchos se creyeron con derecho a que el Estado financiara “lo que me gusta hacer”
El debate sobre el Incaa y sobre el Fondo Nacional de las Artes ¿es un debate sobre la cultura o un debate sobre la malversación y la cooptación del Estado?; ¿es un debate sobre el fomento del cine y de otras expresiones artísticas o sobre los excesos de la burocracia y “el festival” de los subsidios?; ¿es, en definitiva, un debate honesto o está teñido de eslóganes que encubren “curros”, distorsiones y privilegios? Tal vez sean preguntas necesarias para una discusión de fondo y, sobre todo, para evitar que la bandera de “la cultura” se convierta en una coartada para tapar manejos opacos y discrecionales de presupuestos exorbitantes.
Algunos sectores partidizados han salido a la calle con un grito de resistencia: “Vienen por la cultura”. Son los mismos, sin embargo, que han callado frente a la censura, la cancelación y las listas negras. Los que no dijeron nada, hace apenas dos semanas, cuando el gobierno de Kicillof canceló a un músico en el Teatro Argentino por sus opiniones políticas. Hicieron silencio cuando se vulneraron valores esenciales para la actividad cultural, pero ponen el grito en el cielo cuando sienten que alguien les toca “la caja”. ¿Qué es defender “la cultura”? ¿Es defender la libertad y la diversidad o es defender los subsidios y los refugios de la militancia? ¿Es defender valores o defender acomodos?
El Incaa se adjudicó para su propio funcionamiento (sueldos, oficinas, asistentes y choferes) un 50% de los fondos que recibe y solo dejó el otro 50 para la producción y distribución de películas. Ya es una ecuación distorsionada, pero llegó a ser peor. En los últimos años –según explicó Leonardo D’Espósito en un riguroso trabajo publicado
la burocracia interna se llevó hasta un 70%. Y el gobierno anterior apeló a algo que tenía vedado: darle al Incaa aportes del Tesoro para financiar un déficit millonario. Otro tanto ocurrió en el Fondo Nacional de las Artes, según explicó en un gran artículo Marcelo Gioffré: en la época en la que funcionaba bajo la conducción de Victoria Ocampo, solo gastaba en burocracia el 11%, mientras que el 89% se destinaba a becas, créditos y estímulos para los artistas. Hoy gasta el 70% en burocracia, con cargos rentados que antes eran ad honorem, y solo deja el 30% para estimular el arte.
Las preguntas son inevitables: ¿qué le ha hecho más daño a la cultura?, ¿la burocratización militante, convertida en una aspiradora de fondos? ¿O el debate que ahora se propicia sobre la administración y la transparencia de los recursos que recibe a través de impuestos específicos?
No se trata, sin embargo, solo de una cuestión económica. La “estatización” cultural ha terminado por crear una mentalidad: se hace cine sin correr riesgos y sin tener en cuenta al público. No se piensa en seducir a los espectadores sino en agradar al funcionario que otorga el financiamiento. Se produce, así, un cine politizado y endogámico. Las cifras hablan por sí mismas: en 2023 se estrenaron 241 películas argentinas, pero solo 98 alcanzaron o superaron los mil espectadores. Es un universo que se habla a sí mismo, en el que el éxito comercial resulta sospechoso. El alineamiento ideológico ha servido para que el Estado financie sueños y aventuras de cineastas militantes, mientras que cualquier idea que proponga salir de esa burbuja de disciplina y uniformidad es tachada de “mercantilista”, “reaccionaria” y otras descalificaciones que nutren el diccionario pseudoprogresista.
Veinte años de populismo crearon profundas distorsiones y desviaciones éticas. El kirchnerismo buscó cooptar a la cultura, como a los organismos de derechos humanos, convencido de que eso le aseguraba un escudo protector. No reparó en gastos, y así formó un verdadero “ejército” rentado de defensores del relato. Escritores, cineastas, actores y poetas se rindieron ante los encantos (y los beneficios) del poder. Muchos se creyeron con derecho a que el Estado financiara “lo que me gusta hacer”. Todo se hizo, como siempre, debajo de un eslogan: “la democratización de la cultura”. Sonaba bien, aunque fuera falso. En eso reside, después de todo, la esencia del populismo: que suene bien, sin importar que sea real. Así, después de tantos años de que el Estado financiara a los militantes del poder, muchos confunden “derechos adquiridos” con “privilegios adquiridos”. La cultura del subsidio conspiró contra otros valores asociados con el arte: la rebeldía, la creatividad, el riesgo y la transgresión. La burocracia suele llevarse mejor con lo previsible y “lo seguro”, algo que en el plano cultural bordea siempre lo panfletario.
Frente a semejante cúmulo de desmanejos, debería proponerse un debate serio, constructivo y riguroso. No se trata de barrer con organismos que han estado bien inspirados, sino de recuperar un espíritu y un funcionamiento virtuosos. Se trata, además, de defender la cultura desde los valores. Desde el pluralismo, por supuesto, y también desde la transparencia, desde la lógica y desde la honestidad intelectual.
“La cultura no se toca”, repiten por estos días algunos músicos y actores. ¿Significa que no se puede debatir? ¿Que la sociedad no puede ver qué hay detrás del telón? El eslogan podría traducirse así: “que nadie se meta en nuestra quintita”, como si “la cultura” fuera un coto militante que ejerce el derecho de admisión. Como si fuera, además, patrimonio de unas pocas caras conocidas que aparentan una representatividad que no tienen.
Tal vez se trate de ampliar el foco para analizar el vínculo entre el arte y lo público. Defender la cultura sería también reclamar mayor protagonismo y participación de los muchos elencos, orquestas y cuerpos de baile que tiene el Estado, pero por eso no suelen verse movilizaciones ni reclamos. ¿Por qué la Orquesta del Congreso no ofrece todos los fines de semana conciertos al aire libre? ¿Por qué la provincia de La Rioja le ofrece una fortuna a Lali Espósito para un “recital gratuito” en lugar de convocar a la Sinfónica de la provincia, integrada por 46 músicos que forman parte de la plantilla estatal? ¿Por qué el intendente de Ensenada contrata al grupo uruguayo Márama de cumbia pop en lugar de invitar a los músicos del Teatro Argentino para el aniversario de la ciudad? Los ejemplos son infinitos, pero “la cultura” no reacciona frente a estas situaciones, como si la única forma de defenderla fuera reclamar por la estabilidad, los subsidios y “la caja”, no con un mayor trabajo, con ideas para el público y con programas que acerquen el arte a la comunidad. El Estado debería estar, en todo caso, para el fomento y la promoción, no para actuar como empresario de espectáculos pagándoles contratos millonarios a actores y músicos “del palo”. También debería propiciar el aporte privado que, a través de sistemas de mecenazgo, es fundamental para el desarrollo de las vanguardias artísticas.
La cultura política ha tendido, en la Argentina, a asimilar lo importante con los ministerios, como si la burocracia asegurara jerarquía. Llegó a hacerse una bandera, por ejemplo, de que Salud recuperara ese estatus administrativo. No importaba tanto que la salud fuera accesible y de excelencia, como que fuera “ministerio”. Esa pasión burocrática parece haber conspirado, sin embargo, contra la calidad de los servicios públicos y de muchas actividades que quedaron enredadas en la lógica y la mentalidad estatal, aislándose del sector privado y de la sociedad. En nombre del Estado y de lo público, muchos organismos fueron convertidos en botines de la política.
En el Incaa no ha pasado algo muy distinto de lo que pasó en el Conicet. En ese caso, la politización metió una cuña en el sistema científico, como la metió también en las universidades y en los hospitales. Abrir un debate sobre esos mundos quizá sea la mejor manera de defenderlos y rescatarlos de su propia degradación.
No habrá que dejarse engañar por los eslóganes ni por las banderas que encubren privilegios y negocios. El arte y la cultura, al igual que la ciencia y los derechos humanos, son demasiado importantes como para dejarlos cooptar por minorías ruidosas y militantes subsidiadas por toda la sociedad.
Escritores, cineastas, actores y poetas se rindieron ante los encantos (y los beneficios) del poder. Muchos se creyeron con derecho a que el Estado financiara “lo que me gusta hacer”
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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