Jorge Fernández Díaz leyó un texto de Rosa Montero
que narra la apasionante vida de la inolvidable
Frida Khalo.
No solemos presentar la debida atención al importante papel que la cama juega en nuestras vidas. Nacemos en una cama y morimos en otra, y la mitad de nuestra existencia transcurre dentro de ella.
La cama cobija nuestras enfermedades, es el nido de nuestros sueños, el campo de batalla del amor. Es nuestro espacio más íntimo, la guarida primordial del animal que llevamos dentro. Para Frida Kahlo, la pintora mexicana, esposa del muralista Diego Rivera, la cama era todo esto y mucho más: refugio, potro de tortura, altar sagrado.
Pero Frida, por supuesto, era un animal herido. Esa herida perpetua, ese cuerpo aterradoramente lacerado (a menudo tan débil que sólo en la cama se sostenía), se convirtió en el protagonista absoluto de su vida y de su obra.
Frida murió el 13 de julio de 1954, una semana después de cumplir cuarenta y siete años. Meses más tarde, Diego Rivera convirtió la casa de su mujer en un museo que todavía hoy puede visitarse.
Ahí está la cama en la que Frida murió (y en la que pudo haber nacido: esa bella casa azul de Coyoacán había sido el hogar de su infancia), un gran lecho con cuatro postes y baldaquino.
Hay fotos de esa cama de cuando Frida la habitaba en sus últimos años. Entonces la cabecera estaba cubierta de fotos de sus seres queridos y coronada por un friso de honor con sus grandes héroes: Stanlin, Marx, Engels, Mao. Ocupaban el lugar de las estampas religiosas. Para ella terminaron siendo una especie de dioses.
Del dosel pendía, además, un esqueleto de cartón, recordatorio irónico de esa muerte que siempre la rondaba; y en el cielo raso del baldaquín había, y aún hay, el espejo en el que se contemplaba para pintar sus famosos e inquietantes autorretratos.
Frida Kahlo es una artista de escasa reproducción, apenas doscientos cuadros en toda una vida, y la mayoría reproducen su propia figura: hay muchos bustos de mirada taladradora, y lienzos temáticos en donde aparece de cuerpo entero, con las carnes desgarradas, en un charco de sangre, con la espalda abierta: “Me pinto a mí misma porque estoy a menudo sola y porque soy el tema que mejor conozco”.
Con ese afán que tenemos los humanos de retocar nuestras biografías para darle una apariencia de orden al absoluto caos de la existencia, Frida siempre sostuvo que había empezado a pintar por aburrimiento a los dieciocho años, a raíz de horrendo accidente que le machacó la pierna, le rompió la espalda y le perforo el vientre.
Durante la larguísima convalecencia, su madre colocó espejo en la cama, y ella habría comenzado así a usarse de modelo. Pero no: existe un autorretrato de un par de años antes del accidente, un cuadro juvenil y burdo pero reconocible, con la misma postura, la misma mirada. De manera que pintaba (y se pintaba) con anterioridad a su destrozo físico.
No es éste el único detalle biográfico que Frida manipula: se aplicó en construirse a sí misma como personaje con una imaginación desbordante y una fuerza de voluntad superlativa.
Y así, toda su vida dijo que había nacido en 1910, que fue cuando estalló la famosa revolución mexicana de Zapata y Pancho Villa, un romántico y trágico conflicto (hubo más de un millón de muertos) que sacudió a la vieja oligarquía del país y consagró el indigenismo.
Frida se consideraba hija de la revolución, pero en realidad había nacido en 1907. Su padre era un fotógrafo judío de origen húngaro y su madre era media india.
Co todo, la vida de Kahlo abunda en misteriosas coincidencias y parece estar extrañamente predestinada. Por ejemplo, tuvo un temprano encuentro en el daño físico a los seis años de edad, cuando enfermo de poliomielitis: “Recuerdo un dolor insoportable en la pierna derecha”.
Ya entonces se metió en la cama durante nueve meses (un parto hacia la invalidez), en ese lecho omnipresente que iba a ser el centro de su vida, el barquito solitario y doliente (esas sábanas-velas sudadas por la fiebre, mojadas por la sangre y por las lágrimas) en donde ella iba a navegar hasta el fin de sus días, náufraga de la existencia y el sufrimiento. De aquella polio le quedó la pierna derecha más delgada y una cojera leve, como de pájaro.
A los dieciocho iba en autobús a la escuela (quería estudiar medicina) cuando un tranvía les embistió. Fue un accidente grave, con varios muertos; y, según los testigos presenciales, fue un accidente extraño, lento, casi sin ruido, con el tranvía triturando el costado del autobús de manera imparable pero poco a poco, con la plasticidad de las pesadillas.
Frida apareció desnuda entre los hierros: el pasamanos la había empalado (la barra entró por un costado y salió por la vagina).
Un bote de pintura que alguien llevaba se había derramado sobre ella y estaba recubierta de purina dorada: era como una estatua del dolor en carne, sangre y oro.
Incluso su accidente, en fin, parece un mal sueño, como contagiado del mundo de onírico a la cama. Ese mundo que llenaba también sus cuadros de extraños y poderosos símbolos.
La colisión le partió la columna por tres sitios, le rompió la cabeza del fémur y las costillas, le fracturó tres veces la pelvis y once veces las piernas y le aplasto por completo el pie derecho (el pie malo de la polio).
Cuando supo del estado de hija, la madre se quedó muda de la impresión y no pudo ir a verla en un mes; el padre, que era epiléptico, enfermó y no apareció por el hospital hasta los veinte días.
Frida estaba sola, un cuerpo desbaratado enfrentado a un sufrimiento insoportable. El accidente ocurrió el 17 de septiembre de 1925; se puede decir que entonces empezó a morirse Frida Kahlo, una larga agonía que culmino veinte años después en Coyoacán.
Todos llevamos dentro nuestra propia muerte, toda vida es irse desviviendo, pero Frida falleció precisamente de las heridas de aquel choque, tras casi tres décadas de un constante y terrible deterioro.
En el entretanto, sin embargo, hizo muchas cosas. Tenía tal fuerza de voluntad, tanto coraje y tantísimas ganas de vivir que dos años después, tras un calvario de operaciones, estiramientos, colgaduras y corsés, consiguió llevar una vida prácticamente normal, aunque se sintiera constantemente agotada y sufriera dolores de espalda y la pierna.
“No tengo más remedio que aguantar por que es peor desesperarse”, repetía en las cartas que escribí desde el hospital, mostrando ya ese talente heroico que le hizo sobrevivir donde los demás hubieran muerto: “Estoy empezando a acostumbrarme al sufrimiento”.
Cuando regresó al mundo, Frida comenzó a frecuentar un círculo de artistas e intelectuales izquierdistas. Es cas de la fotógrafa comunista Tina Modotti le presentaron formalmente a Diego rivera, que esa noche se lió a tiros y rompió un fotógrafo.
A Frida le encanto desde el primer momento “aunque me asustara”. O tal vez le encantó porque le asustaba. Se casaron enseguida y en la fiesta de la boda el pintor volvió a darle al gatillo e hirió a uno de los invitados; Frida se fue llorando a casa de su padre y permaneció allí unos cuantos días hasta que su flamante marido fue a buscarla. Ella veintidós años y él cuarenta y dos.
Diego Rivera era ya por entonces el pintor más famoso de México, autor de unos colosales murales de tema revolucionario que hoy, aun manteniendo la fuerza del color y del trazo, resultan un tanto envarados en su estilo realista-socialista: a mí, personalmente, me interesa mucho más la obra de Kahlo.
También era un gigante barrigón y horrendo, de ojos abultados y cara de batracio (“tu rana-sapo”, se firma en las cartas a Frida), que, sin embargo, gozaba de un incomprensible predicamento con las mujeres.
Había tenido dos esposas y se acostaba con toda hembra que podía. Cosa que siguió haciendo después de unirse a Kahlo, para gran desesperación de ella.
Se dice que Diego tuvo, entre otras amantes célebres, a las actrices Paulette Godard y María Félix. Además se acostó con Cristina, la hermana de Frida, y esa herida imperdonable les llevó al divorcio. Pero se volvieron a casar dos años más tarde.
Diego era además un personaje inclasificable. En muchos sentidos su comportamiento resulta abominable: por su insustancialidad, su afán de protagonismo, su crueldad.
Su trayectoria política fue de una incoherencia abrumadora; primero perteneció al partido comunista. Luego fue trotskista y gracias a él Trotski recibió asilo en México, después hizo todo lo posible para que volviera a admitirle en el Partido comunista (esto fue durante los años más feroces del estalinismo) y llegó a pavonearse de haber traído a Trotski a México con el único fin de que los asesinaran: un baladronada no por mentiroso menos repugnante.
Pero rivera también debía de ser un tipo imaginativo, divertido cuando quería, único, exuberante. Frida le describe como quien describe a un dios, a una criatura primigenia: “Su vientre enorme, terso y tierno como una esfera, descansa sobre sus fuertes piernas, bellas como columnas… es un ser antediluviano, un monstruo entrañable”.
Para ella Diego es un mito, el ogro bueno y malo de la infancia, el principio mismo de la vida. Y aunque es cierto que Diego la atormentó psíquicamente y la abandonó en momentos de gran necesidad, también es cierto que en otros momentos fue un gran ayuda para Frida y que nunca llegó a abandonarla por completo.
Diego fue el más apasionado defensor del arte de Kahlo (“Ella es mejor pintor que yo”) y la persona que más apoyó su trabajo. A decir verdad la relación de Rivera con Frida está llena de dulzura y crueldad alternativamente.
Al principio Kahlo fue una especie de hija para diego, pero durante el segundo matrimonio (ella puso como condición para la nueva boda que no hubiera sexo entre ambos) los papeles se invirtieron y la declinante Frida se convirtió en su madre.
Por ejemplo, a menudo ella bañaba con esponja a Rivera, el gigantón blanco y orondo chapoteando en la bañera y jugando con juguetitos flotantes que Frida le compraba; y al final, en la última agonía de Kahlo, cuando Diego, sesentón y enfermo de cáncer de pene (una especie de castigo bíblico al gran macho), volvía a casa después de una escapada de varios días, ella le llamaba desde la cama: “Mi querido niño, ven aquí, ¿quieres una frutita?”. Y él contestaba “chí” con voz y gesto de crío pequeño.
Frida era bella. O era más que bella: era tremenda. Tenía unos ojos feroces y maravillosos, una boca perfecta, el entrecejo hirsuto, un bigote apreciable.
Una vez se lo afeito y diego se puso furioso: de algún modo ambos estaban trastocados en sus atributos sexuales secundarios, porque él tenía unos grandes pechos de mujer que a Frida le encantaban.
A su poderoso físico, Frida añadía una increíble puesta en escena: siempre usaba ropas de las indias tehuanas, bellísimos trajes largos crujientes de enaguas y puntillas.
Trenzaba sus cabellos con cinta de raso, flores, terciopelos; y se adornaba con pesadas joyas precolombinas o coloniales. Vestirse era para ella una expresión artística más; entre acicalarse frente a un espejo o pintar uno de sus autorretratos no debía haber mucha diferencia.
En las dos actividades se construía a sí misma, algo que le era absolutamente necesario en su carrera contra la decadencia. Porque su cuerpo se le caía a pedazos, en los terribles años finales escribió en su diario: “Yo soy la desintegración”.
También Frida daba mucha importancia al sexo y tuvo numerosos amantes, sobre todo después de que Diego la engañara con su hermana.
Era bisexual (se rumoreó que entre sus amores femeninos estaba Georgia O´Keeffe) pero sus mayores pasiones las vivió con los hombres: el escultor Isamu Noguchi, el fotógrafo Nickolas Murray, por quien perdió literalmente la cabeza, y un pintor español republicano cuyo nombre se mantiene en el anonimato y que fue, después de Diego, su historia más importante: estuvieron juntos siete años (lo cuenta Hayden herrera: su biografía de Kahlo es, con mucho, la mejor de todas).
Además vivió una breve relación con el viejo Trotski al poco de llegar éste a México. Luego Frida regresó al seno del estalinismo y también ella abominaría de su antiguo amigo.
Cuando el español Ramón Mercadero mató a Trotski con un punzón para el hielo, Frida fue detenida como sospechosa (Diego se encontraba en Estados Unidos).
Algunos sostuvieron que los rivera colaboraron en el asesinato, pero esta acusación parece carecer de base. Eso sí, tres meses antes el artista siquieros, amigo de ambos, había participado en el ametrallamiento del dormitorio de los Trotki: León y su mujer salvaron la vida de milagro arrojándose debajo de la cama. Tiempos oscuros, actitudes siniestras.
Frida pintaba cuadros muy pequeños (mientras su marido hacía enormes murales) y siempre se mostró extremadamente humilde con su trabajo.
Durante muchos años nunca enseño su trabajo, y si se convirtió en una pintora conocida fue gracias al empuje de Rivera, que prácticamente la obligó a exponer en Nueva York en 1938.
Por entonces conoció a André Breton, el principal teórico del surrealismo, que se quedó fascinado por esa pintora que era surrealista “sin ella saberlo”.
En 1939 expuso en París y más o menos se la consideró incluida dentro de ese movimiento estético. Años más tarde, en plena fiebre estalinista, Frida repudiaría el surrealismo por ser “una decadente manifestación del arte burgués”.
Pero para llegar a eso, al fanatismo final prosoviético, hay que contar la parte más amarga, más terrible de esta historia. El suplicio indecible, la pesadilla.
Cómo el cuerpo de Frida se fue deshaciendo: el pie se le ulceraba, la espalda se le torcía, ansiaba tener hijos y no podía (sufrió cuatro o cinco abortos y guardaba en su dormitorio un feto humano anónimo metido en un frasco con formol).
La enganchaban en aparatos, colgaban veinte kilos de sus piernas, la encerraban en corsés de hierro, de cuero, de escayola (desde 1944 hasta su muerte usó veintiocho corsés).
Se bebía una botella de coña al día contra el dolor (en los últimos años dos botellas). Le practicaron al menos treinta y dos intervenciones quirúrgicas.
Sólo entre marzo y noviembre de 1950 soportó seis operaciones en la columna; la escayolaron encima de las costuras recién hechas y cuando empezó a apestar descubrieron que sus heridas se estaban pudriendo.
Desde 1944 padecía unos dolores agudísimos que obligaban a depender de la morfina. Tenía la pierna derecha gangrenada y en agosto de 1953 se la amputaron desde la rodilla.
La simple y fría enumeración de sus tormentos produce asfixia: es como contemplar a los ojos del horror de la vida. Sus últimos años, en fin, son espantosos.
Las drogas y el alcohol la tienen fuera de sí; los pocos cuadros que pintaba muestran trazos torpes y emborronados. Es entonces cuando más se aferra al dogma comunista: Frida no cree en Dios y necesita encontrar algún alivio, algún sentido a tanto sufrimiento, tanto espanto: “Solo soy una célula del complejo mecanismo revolucionario”, escribe.
Y pinta retratos de Stalin, y hoces y martillos sobre sus corsés, y un conmovedor cuadro titulado “El marxismo dará salud a los enfermos” en el que un etéreo milagro Marx sujeta entre sus manos a Frida, que abandona radiante sus muletas (ya le habían amputado la pierna entonces). Pero su último cuadro fue un bodegón de sandías en el que sobre la carne roja y plena de la fruta escribió: “Viva la vida”.
En abril de 1953 se inauguró la primera gran exposición de Frida en México; ella estaba ya tan mal que los organizadores creyeron que no podría acudir, pero a Diego se le ocurrió la idea de mandar la cama (el gran armatoste con dosel) e instalarla en medio de la sala de exposiciones, y luego llevar a Frida en ambulancia.
Así asistió Kahlo, pues a su fiesta de inauguración, drogada y lívida pero repintada y emperifollada (empeñada en reconstruirse), tumbada sobre el lecho.
Todos sus amigos pasaron a saludarla de uno en uno.: fue una especie de ceremonia religiosa, como una de esas largas colas de fieles que acuden a besar el borde del manto de la santa.
Y ella se despidió de todos metida en su cama eterna-cama mundo, en su velero del dolor, con la sonrisa desencajada y las manos resplandecientes de sortijas.
La cama cobija nuestras enfermedades, es el nido de nuestros sueños, el campo de batalla del amor. Es nuestro espacio más íntimo, la guarida primordial del animal que llevamos dentro. Para Frida Kahlo, la pintora mexicana, esposa del muralista Diego Rivera, la cama era todo esto y mucho más: refugio, potro de tortura, altar sagrado.
Pero Frida, por supuesto, era un animal herido. Esa herida perpetua, ese cuerpo aterradoramente lacerado (a menudo tan débil que sólo en la cama se sostenía), se convirtió en el protagonista absoluto de su vida y de su obra.
Frida murió el 13 de julio de 1954, una semana después de cumplir cuarenta y siete años. Meses más tarde, Diego Rivera convirtió la casa de su mujer en un museo que todavía hoy puede visitarse.
Ahí está la cama en la que Frida murió (y en la que pudo haber nacido: esa bella casa azul de Coyoacán había sido el hogar de su infancia), un gran lecho con cuatro postes y baldaquino.
Hay fotos de esa cama de cuando Frida la habitaba en sus últimos años. Entonces la cabecera estaba cubierta de fotos de sus seres queridos y coronada por un friso de honor con sus grandes héroes: Stanlin, Marx, Engels, Mao. Ocupaban el lugar de las estampas religiosas. Para ella terminaron siendo una especie de dioses.
Del dosel pendía, además, un esqueleto de cartón, recordatorio irónico de esa muerte que siempre la rondaba; y en el cielo raso del baldaquín había, y aún hay, el espejo en el que se contemplaba para pintar sus famosos e inquietantes autorretratos.
Frida Kahlo es una artista de escasa reproducción, apenas doscientos cuadros en toda una vida, y la mayoría reproducen su propia figura: hay muchos bustos de mirada taladradora, y lienzos temáticos en donde aparece de cuerpo entero, con las carnes desgarradas, en un charco de sangre, con la espalda abierta: “Me pinto a mí misma porque estoy a menudo sola y porque soy el tema que mejor conozco”.
Con ese afán que tenemos los humanos de retocar nuestras biografías para darle una apariencia de orden al absoluto caos de la existencia, Frida siempre sostuvo que había empezado a pintar por aburrimiento a los dieciocho años, a raíz de horrendo accidente que le machacó la pierna, le rompió la espalda y le perforo el vientre.
Durante la larguísima convalecencia, su madre colocó espejo en la cama, y ella habría comenzado así a usarse de modelo. Pero no: existe un autorretrato de un par de años antes del accidente, un cuadro juvenil y burdo pero reconocible, con la misma postura, la misma mirada. De manera que pintaba (y se pintaba) con anterioridad a su destrozo físico.
No es éste el único detalle biográfico que Frida manipula: se aplicó en construirse a sí misma como personaje con una imaginación desbordante y una fuerza de voluntad superlativa.
Y así, toda su vida dijo que había nacido en 1910, que fue cuando estalló la famosa revolución mexicana de Zapata y Pancho Villa, un romántico y trágico conflicto (hubo más de un millón de muertos) que sacudió a la vieja oligarquía del país y consagró el indigenismo.
Frida se consideraba hija de la revolución, pero en realidad había nacido en 1907. Su padre era un fotógrafo judío de origen húngaro y su madre era media india.
Co todo, la vida de Kahlo abunda en misteriosas coincidencias y parece estar extrañamente predestinada. Por ejemplo, tuvo un temprano encuentro en el daño físico a los seis años de edad, cuando enfermo de poliomielitis: “Recuerdo un dolor insoportable en la pierna derecha”.
Ya entonces se metió en la cama durante nueve meses (un parto hacia la invalidez), en ese lecho omnipresente que iba a ser el centro de su vida, el barquito solitario y doliente (esas sábanas-velas sudadas por la fiebre, mojadas por la sangre y por las lágrimas) en donde ella iba a navegar hasta el fin de sus días, náufraga de la existencia y el sufrimiento. De aquella polio le quedó la pierna derecha más delgada y una cojera leve, como de pájaro.
A los dieciocho iba en autobús a la escuela (quería estudiar medicina) cuando un tranvía les embistió. Fue un accidente grave, con varios muertos; y, según los testigos presenciales, fue un accidente extraño, lento, casi sin ruido, con el tranvía triturando el costado del autobús de manera imparable pero poco a poco, con la plasticidad de las pesadillas.
Frida apareció desnuda entre los hierros: el pasamanos la había empalado (la barra entró por un costado y salió por la vagina).
Un bote de pintura que alguien llevaba se había derramado sobre ella y estaba recubierta de purina dorada: era como una estatua del dolor en carne, sangre y oro.
Incluso su accidente, en fin, parece un mal sueño, como contagiado del mundo de onírico a la cama. Ese mundo que llenaba también sus cuadros de extraños y poderosos símbolos.
La colisión le partió la columna por tres sitios, le rompió la cabeza del fémur y las costillas, le fracturó tres veces la pelvis y once veces las piernas y le aplasto por completo el pie derecho (el pie malo de la polio).
Cuando supo del estado de hija, la madre se quedó muda de la impresión y no pudo ir a verla en un mes; el padre, que era epiléptico, enfermó y no apareció por el hospital hasta los veinte días.
Frida estaba sola, un cuerpo desbaratado enfrentado a un sufrimiento insoportable. El accidente ocurrió el 17 de septiembre de 1925; se puede decir que entonces empezó a morirse Frida Kahlo, una larga agonía que culmino veinte años después en Coyoacán.
Todos llevamos dentro nuestra propia muerte, toda vida es irse desviviendo, pero Frida falleció precisamente de las heridas de aquel choque, tras casi tres décadas de un constante y terrible deterioro.
En el entretanto, sin embargo, hizo muchas cosas. Tenía tal fuerza de voluntad, tanto coraje y tantísimas ganas de vivir que dos años después, tras un calvario de operaciones, estiramientos, colgaduras y corsés, consiguió llevar una vida prácticamente normal, aunque se sintiera constantemente agotada y sufriera dolores de espalda y la pierna.
“No tengo más remedio que aguantar por que es peor desesperarse”, repetía en las cartas que escribí desde el hospital, mostrando ya ese talente heroico que le hizo sobrevivir donde los demás hubieran muerto: “Estoy empezando a acostumbrarme al sufrimiento”.
Cuando regresó al mundo, Frida comenzó a frecuentar un círculo de artistas e intelectuales izquierdistas. Es cas de la fotógrafa comunista Tina Modotti le presentaron formalmente a Diego rivera, que esa noche se lió a tiros y rompió un fotógrafo.
A Frida le encanto desde el primer momento “aunque me asustara”. O tal vez le encantó porque le asustaba. Se casaron enseguida y en la fiesta de la boda el pintor volvió a darle al gatillo e hirió a uno de los invitados; Frida se fue llorando a casa de su padre y permaneció allí unos cuantos días hasta que su flamante marido fue a buscarla. Ella veintidós años y él cuarenta y dos.
Diego Rivera era ya por entonces el pintor más famoso de México, autor de unos colosales murales de tema revolucionario que hoy, aun manteniendo la fuerza del color y del trazo, resultan un tanto envarados en su estilo realista-socialista: a mí, personalmente, me interesa mucho más la obra de Kahlo.
También era un gigante barrigón y horrendo, de ojos abultados y cara de batracio (“tu rana-sapo”, se firma en las cartas a Frida), que, sin embargo, gozaba de un incomprensible predicamento con las mujeres.
Había tenido dos esposas y se acostaba con toda hembra que podía. Cosa que siguió haciendo después de unirse a Kahlo, para gran desesperación de ella.
Se dice que Diego tuvo, entre otras amantes célebres, a las actrices Paulette Godard y María Félix. Además se acostó con Cristina, la hermana de Frida, y esa herida imperdonable les llevó al divorcio. Pero se volvieron a casar dos años más tarde.
Diego era además un personaje inclasificable. En muchos sentidos su comportamiento resulta abominable: por su insustancialidad, su afán de protagonismo, su crueldad.
Su trayectoria política fue de una incoherencia abrumadora; primero perteneció al partido comunista. Luego fue trotskista y gracias a él Trotski recibió asilo en México, después hizo todo lo posible para que volviera a admitirle en el Partido comunista (esto fue durante los años más feroces del estalinismo) y llegó a pavonearse de haber traído a Trotski a México con el único fin de que los asesinaran: un baladronada no por mentiroso menos repugnante.
Pero rivera también debía de ser un tipo imaginativo, divertido cuando quería, único, exuberante. Frida le describe como quien describe a un dios, a una criatura primigenia: “Su vientre enorme, terso y tierno como una esfera, descansa sobre sus fuertes piernas, bellas como columnas… es un ser antediluviano, un monstruo entrañable”.
Para ella Diego es un mito, el ogro bueno y malo de la infancia, el principio mismo de la vida. Y aunque es cierto que Diego la atormentó psíquicamente y la abandonó en momentos de gran necesidad, también es cierto que en otros momentos fue un gran ayuda para Frida y que nunca llegó a abandonarla por completo.
Diego fue el más apasionado defensor del arte de Kahlo (“Ella es mejor pintor que yo”) y la persona que más apoyó su trabajo. A decir verdad la relación de Rivera con Frida está llena de dulzura y crueldad alternativamente.
Al principio Kahlo fue una especie de hija para diego, pero durante el segundo matrimonio (ella puso como condición para la nueva boda que no hubiera sexo entre ambos) los papeles se invirtieron y la declinante Frida se convirtió en su madre.
Por ejemplo, a menudo ella bañaba con esponja a Rivera, el gigantón blanco y orondo chapoteando en la bañera y jugando con juguetitos flotantes que Frida le compraba; y al final, en la última agonía de Kahlo, cuando Diego, sesentón y enfermo de cáncer de pene (una especie de castigo bíblico al gran macho), volvía a casa después de una escapada de varios días, ella le llamaba desde la cama: “Mi querido niño, ven aquí, ¿quieres una frutita?”. Y él contestaba “chí” con voz y gesto de crío pequeño.
Frida era bella. O era más que bella: era tremenda. Tenía unos ojos feroces y maravillosos, una boca perfecta, el entrecejo hirsuto, un bigote apreciable.
Una vez se lo afeito y diego se puso furioso: de algún modo ambos estaban trastocados en sus atributos sexuales secundarios, porque él tenía unos grandes pechos de mujer que a Frida le encantaban.
A su poderoso físico, Frida añadía una increíble puesta en escena: siempre usaba ropas de las indias tehuanas, bellísimos trajes largos crujientes de enaguas y puntillas.
Trenzaba sus cabellos con cinta de raso, flores, terciopelos; y se adornaba con pesadas joyas precolombinas o coloniales. Vestirse era para ella una expresión artística más; entre acicalarse frente a un espejo o pintar uno de sus autorretratos no debía haber mucha diferencia.
En las dos actividades se construía a sí misma, algo que le era absolutamente necesario en su carrera contra la decadencia. Porque su cuerpo se le caía a pedazos, en los terribles años finales escribió en su diario: “Yo soy la desintegración”.
También Frida daba mucha importancia al sexo y tuvo numerosos amantes, sobre todo después de que Diego la engañara con su hermana.
Era bisexual (se rumoreó que entre sus amores femeninos estaba Georgia O´Keeffe) pero sus mayores pasiones las vivió con los hombres: el escultor Isamu Noguchi, el fotógrafo Nickolas Murray, por quien perdió literalmente la cabeza, y un pintor español republicano cuyo nombre se mantiene en el anonimato y que fue, después de Diego, su historia más importante: estuvieron juntos siete años (lo cuenta Hayden herrera: su biografía de Kahlo es, con mucho, la mejor de todas).
Además vivió una breve relación con el viejo Trotski al poco de llegar éste a México. Luego Frida regresó al seno del estalinismo y también ella abominaría de su antiguo amigo.
Cuando el español Ramón Mercadero mató a Trotski con un punzón para el hielo, Frida fue detenida como sospechosa (Diego se encontraba en Estados Unidos).
Algunos sostuvieron que los rivera colaboraron en el asesinato, pero esta acusación parece carecer de base. Eso sí, tres meses antes el artista siquieros, amigo de ambos, había participado en el ametrallamiento del dormitorio de los Trotki: León y su mujer salvaron la vida de milagro arrojándose debajo de la cama. Tiempos oscuros, actitudes siniestras.
Frida pintaba cuadros muy pequeños (mientras su marido hacía enormes murales) y siempre se mostró extremadamente humilde con su trabajo.
Durante muchos años nunca enseño su trabajo, y si se convirtió en una pintora conocida fue gracias al empuje de Rivera, que prácticamente la obligó a exponer en Nueva York en 1938.
Por entonces conoció a André Breton, el principal teórico del surrealismo, que se quedó fascinado por esa pintora que era surrealista “sin ella saberlo”.
En 1939 expuso en París y más o menos se la consideró incluida dentro de ese movimiento estético. Años más tarde, en plena fiebre estalinista, Frida repudiaría el surrealismo por ser “una decadente manifestación del arte burgués”.
Pero para llegar a eso, al fanatismo final prosoviético, hay que contar la parte más amarga, más terrible de esta historia. El suplicio indecible, la pesadilla.
Cómo el cuerpo de Frida se fue deshaciendo: el pie se le ulceraba, la espalda se le torcía, ansiaba tener hijos y no podía (sufrió cuatro o cinco abortos y guardaba en su dormitorio un feto humano anónimo metido en un frasco con formol).
La enganchaban en aparatos, colgaban veinte kilos de sus piernas, la encerraban en corsés de hierro, de cuero, de escayola (desde 1944 hasta su muerte usó veintiocho corsés).
Se bebía una botella de coña al día contra el dolor (en los últimos años dos botellas). Le practicaron al menos treinta y dos intervenciones quirúrgicas.
Sólo entre marzo y noviembre de 1950 soportó seis operaciones en la columna; la escayolaron encima de las costuras recién hechas y cuando empezó a apestar descubrieron que sus heridas se estaban pudriendo.
Desde 1944 padecía unos dolores agudísimos que obligaban a depender de la morfina. Tenía la pierna derecha gangrenada y en agosto de 1953 se la amputaron desde la rodilla.
La simple y fría enumeración de sus tormentos produce asfixia: es como contemplar a los ojos del horror de la vida. Sus últimos años, en fin, son espantosos.
Las drogas y el alcohol la tienen fuera de sí; los pocos cuadros que pintaba muestran trazos torpes y emborronados. Es entonces cuando más se aferra al dogma comunista: Frida no cree en Dios y necesita encontrar algún alivio, algún sentido a tanto sufrimiento, tanto espanto: “Solo soy una célula del complejo mecanismo revolucionario”, escribe.
Y pinta retratos de Stalin, y hoces y martillos sobre sus corsés, y un conmovedor cuadro titulado “El marxismo dará salud a los enfermos” en el que un etéreo milagro Marx sujeta entre sus manos a Frida, que abandona radiante sus muletas (ya le habían amputado la pierna entonces). Pero su último cuadro fue un bodegón de sandías en el que sobre la carne roja y plena de la fruta escribió: “Viva la vida”.
En abril de 1953 se inauguró la primera gran exposición de Frida en México; ella estaba ya tan mal que los organizadores creyeron que no podría acudir, pero a Diego se le ocurrió la idea de mandar la cama (el gran armatoste con dosel) e instalarla en medio de la sala de exposiciones, y luego llevar a Frida en ambulancia.
Así asistió Kahlo, pues a su fiesta de inauguración, drogada y lívida pero repintada y emperifollada (empeñada en reconstruirse), tumbada sobre el lecho.
Todos sus amigos pasaron a saludarla de uno en uno.: fue una especie de ceremonia religiosa, como una de esas largas colas de fieles que acuden a besar el borde del manto de la santa.
Y ella se despidió de todos metida en su cama eterna-cama mundo, en su velero del dolor, con la sonrisa desencajada y las manos resplandecientes de sortijas.
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