Saer y una invitación permanente a un asado a la parrilla
Desde los relatos de En la zona (1960)
hasta su última novela, La grande (2005), pasando por El limonero real (1974) y Glosa (1986), Juan José Saer invita a sus personajes a comer asados. Casi siempre al cuidado de un paisano de pocas palabras (a diferencia de los locuaces protagonistas), el asado a la parrilla representa un “símbolo al cuadrado” en la narrativa saeriana: en su literatura comparte casi los mismos significados que en la carnívora cultura local.
En su tratado imaginario El río sin orillas (1991) le dedica un extenso párrafo a ese núcleo nutritivo de la mitología nacional.
“El asado reconcilia a los argentinos con sus orígenes y les da la ilusión de continuidad histórica y cultural. Todas las comunidades extranjeras lo han adoptado, y todas las ocasiones son buenas para prepararlo”. Elige en sus ficciones el ritual que reúne a los amigos alrededor de una mesa, un domingo al mediodía, en el quincho de una casa en los suburbios. Puede ser una bienvenida o una despedida. Nunca faltan el vino tinto ni el blanco ni unas ensaladas abundantes pero sencillas: mixta de lechuga y tomate, achicoria con ajo picado y pocas variantes más.
Se empieza por las morcillas y los chorizos; después llegará la carne, servida en bandeja. Si bien el asado saeriano es un rito viril (“en general son los hombres los que lo preparan”), se distancia del origen rural para remontarse a los inicios de un “fuego arcaico y sin fin acompañado de voces humanas que resuenan a su alrededor y que van transformándose poco a poco en susurros hasta que por último, ya bien entrada la noche, inaudibles, se desvanecen”. Porque no hubo ni habrá asado sin conversación, ingrediente primordial de las historias de Saer.
D. G.
D. G.
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