La lengua que dice y la que saborea; la mano que escribe y la que cocina
Se levantaba a las 8.30 y acompañaba el café de la mañana –especiado con un grano de cardamomo– con un muffin con manteca y mermelada. En Petit Plaisance, la casa de Mount Desert Island, al este de los Estados Unidos, se comía en la cocina. Vegetales, trigo y especias. Muchos dulces. A las tres comidas diarias se agregaba, dos o tres veces por semana, el té de las cinco. Marguerite preparaba las recetas que anotaba a mano, mecanografiaba, recortaba y atesoraba en un estante con libros allí, cerca de las teteras y los fuegos. Grace, su compañera de vida, hacía las compras, recolectaba las hierbas del huerto, picaba ingredientes y lavaba todo. Disfrutaban con amigos los sabores. Celebraban las fiestas. Compartían el gusto por lo sencillo. Elogiaban la lentitud.
Así de cotidiana es la protagonista de La mano de Marguerite Yourcenar (Catalonia), trabajo de la antropóloga chilena Sonia Montecino y la escritora francesa Michèle Sarde, biógrafa de la autora de Memorias de Adriano, quien personalmente encontró esas hojas sueltas con recetas de intimidad en la biblioteca de la Universidad de Harvard mientras examinaba la correspondencia que se publicaría como Cartas a sus amigos. Cada especialista en su ensayo desgrana la vida y los talentos de un ser cosmopolita que desde que nació en Bruselas, en 1903, amó las vacas lecheras.
“Vegetariana” y “expatriada” es la cocina de Yourcenar, una mujer, que por supuesto, superó la idea de la cocina como espacio de opresión, desde el punto de vista de la alimentación, del collage de escrituras culinarias y de los contenidos de las recetas.
C. B.
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