Un camino para dos por la costa francesa, con el encanto extra de Audrey Hepburn
D. G.
La Normandía francesa es bastante más que el telón de fondo de esta preciosa comedia, cuya melancolía es solo superada por su glamour, dirigida por Stanley Donen en 1967. Como su cambiante geografía, surcada por caminos desiertos entre bosques interminables que pueden tanto depositarnos en la Edad Media como en la famosa costa de Alabastro, los personajes de
Un camino para dos sufren innumerables desvíos y epifanías a lo largo de los diez años que dura su viaje.
Joanna (Audrey Hepburn) y Mark (Albert Finney) se conocen por accidente, se enamoran inexorablemente, comienzan a odiarse tras encontrar fama y fortuna, se engañan y finalmente dejan de hablarse, pero lo que nunca abandonan es ese camino (la sucesión de outfits, autos de colección y chateaux suman al aura de sofisticación continental que solo Hepburn supo aportar a Hollywood).
Al desordenar la cronología de los viajes de los Wallace y dejar al espectador la especulación de cuáles son las causas y cuáles las consecuencias de lo que vemos en pantalla, Frederic Raphael –que siguió diseccionando matrimonios en Ojos bien cerrados– tuerce con mano maestra la peregrinación de esta pareja, primero por placer, luego por el intento de recobrar ese placer, haciéndolos perderse y encontrarse por toda Francia, extranjeros vitalicios en su patria adoptiva.
El camino sinuoso, por supuesto, es una metáfora evidente para el matrimonio. Para empezar, las señales de peligro no suelen evitar los accidentes. Y la suma de los kilómetros recorridos puede dar resultados muy distintos. “¿Para qué hacés preguntas si sabés las respuestas?”, le dice, exasperada, el personaje de Hepburn al de Finney cuando este le pregunta si lo dejará. “Las hago porque sé las respuestas”, contesta, antes de arrancar.
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La historia de los ángeles que sobrevuelan el Berlín de Wim WendersM. S.
“Cuando el niño era niño andaba con los brazos colgando, quería que el arroyo fuera un río, y que el río fuera un torrente y que ese charco fuera el mar”. La transcripción de estos versos del Nobel Peter Handke sobre una hoja de papel es la primera imagen de Las alas del deseo (Wings of Desire / Der Himmel über Berlin) que Wim Wenders convirtió en 1987 en uno de los mayores tributos de la historia a la ciudad que mejor identifica a Alemania en el mundo.
En esta historia de ángeles que acompañan y consuelan el dolor de los humanos, la cámara de Wenders planea con elegancia por los cielos berlineses cada vez que la historia se cuenta a través de los ojos de esas criaturas celestiales. La travesía se hace casi siempre a través de nubes y brumas. Y en medio de ese gris con el que Wenders recuerda los horrores de otros tiempos e imagina una redención sobresale el dorado de la Siegessäule (la Columna de la Victoria), tal vez el mayor símbolo de la ciudad.
Cuando los ángeles caminan, la recorrida nos lleva a la espléndida Staatsbibliothek (la Biblioteca del Estado).
Cuando los ángeles caminan, la recorrida nos lleva a la espléndida Staatsbibliothek (la Biblioteca del Estado).
Allí se cruzan con el casi nonagenario Curt Bois, leyenda de la actuación alemana. También observamos inmensos espacios baldíos, seguramente ajenos a la vitalidad del Berlín actual.
Y cuando uno de los ángeles, Damiel (Bruno Ganz) decide hacerse mortal, el primer momento en que percibe su condición humana (el sabor de la propia sangre) lo muestra junto a los restos grafiteados de lo que queda del Muro.
Este viaje-descubrimiento del Berlín de Wenders, construido en gran parte desde la memoria, se completa en Tan lejos, tan cerca (Faraway, So Close), secuela de 1993. Las dos películas están disponibles en Amazon Prime Video.
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