miércoles, 24 de junio de 2020
LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ,
Un matrimonio entre el error y la insensatez
Jorge Fernández Díaz
En una legendaria agencia de publicidad que replicaba los sofisticados ambientes de Mad Men había una ley de hierro: el cliente alemán y el cliente inglés jamás debían cruzarse. Todavía estaba fresca la Segunda Guerra Mundial, y las heridas de esa enemistad seguían abiertas; en consecuencia, los creativos argentinos hacían malabarismos para contentar a las dos compañías y para que sus ejecutivos ni siquiera se conocieran. La tarea de distanciamiento social marchaba muy bien, hasta que se produjo un accidente: el alemán se presentó imprevistamente una tarde y el inglés le estrechó la mano con frialdad. Los publicistas, aterrorizados por la situación, sirvieron whisky y trataron de sobrellevar el mal momento. Narra el investigador Luis Melnik que hubo “más libaciones y las lenguas se soltaron”: el inglés contó entonces que fue piloto de combate y que un día, al regresar de una misión, detectó un avión alemán que había tocado uno de los globos de defensa antiaérea; el roce había dañado su ala, y retornaba a tierra averiado y en dramático vuelo. El inglés junto con otro compañero de la RAF se lanzaron sobre su enemigo para acabarlo, pero cuando se le pusieron a la par, comenzaron a darle ánimo: le hicieron señas de que volara, no pensaban dispararle a un pájaro indefenso. El piloto alemán los miró de reojo, echó un vistazo al horizonte, y finalmente pegó un viraje y emprendió la huida sin que nadie lo atacara. Ya bastante bebido, al escuchar esta anécdota conciliadora, el cliente alemán, con la cara roja, le clavó la vista al cliente inglés y le preguntó: “¿Spitfire 342?”. Su interlocutor, impactado, le respondió: “¿Donier 785?”. Se abrazaron llenos de lágrimas, en un espectáculo que dejó a los publicistas completamente anonadados: aquellos dos hombres no habían olvidado la matrícula de sus cazabombarderos, y resultaba un auténtico milagro que pudieran reencontrarse tanto tiempo después en la ciudad de Buenos Aires. David Ratto, luego genial publicista de Raúl Alfonsín, fue testigo presencial de aquel hecho fortuito y prodigioso.
Soy desde siempre un coleccionista sentimental de estos episodios de caballerosidad en medio de antagonismos irreductibles. Sean ficticios o reales. Va de suyo que no puedo concebir la democracia sino como un perpetuo reconocimiento del otro y una combinación equilibrada de crítica implacable y acuerdo fecundo. El problema reside en que aquí el arcángel destructor de ese sistema de pactos responsables, contrapesos y alternancias es el kirchnerismo (con su proyecto de partido único), y que abrazarse al concepto de la antigrieta como un mantra o un nuevo dogma, mientras el poder devora a su paso y se radicaliza con golpes de mano y ministerios de la venganza, no solo constituye una ingenuidad, sino también una complicidad peligrosa. Muchos se han aferrado con buena fe a esa menesterosa idea, tratando de ponerse por encima de los conflictos, cuando quedaron por debajo, y sin quererlo han asordinado durante seis meses los estropicios institucionales y las negligencias escandalosas de una coalición fallida entre los cultores del “vamos viendo” y los talibanes del “vamos por todo”.
La lista de violaciones de las reglas es tan larga que arruinaría este artículo; me limitaré a un breve resumen. La instauración de un régimen de superpoderes se encuentra a la cabeza de esa nómina, porque de allí derivan arbitrariedades políticas de toda índole y magnitud, y porque esta nefasta prerrogativa únicamente consentida al peronismo se completa con la ametralladora de decretos de necesidad y urgencia, y con una cancelación de facto del federalismo en la Argentina: las administraciones provinciales vuelven a depender de los humores del Poder Ejecutivo. Naturalizaron un régimen vicepresidencial de dudosa constitucionalidad (Sabsay dixit) y metieron al Parlamento en el túnel de Zoom, donde los debates en serio son esterilizados por la tecnología y la distancia. Gobiernan sin plan ni presupuesto ni explicaciones razonables. Se han otorgado a sí mismos el derecho a realizar compras por fuera del sistema electrónico y han retornado apresuradamente al papel, tratando de dejar atrás el expediente digital y por lo tanto los procedimientos cristalinos. Eliminaron las sociedades simplificadas en 24 horas: ahora hay que llenar papeles y someterse al arbitrio de burócratas hambrientos. Blindaron con militantes cristinistas el acceso a la información pública e instalaron un método de ciberpatrullaje en las redes sociales. Tomaron el control del programa de protección de testigos: los protegidos que habían denunciado los negociados kirchneristas quedaron así a merced de los jerarcas del kirchnerismo; no habrá nuevos arrepentidos, salvo aquellos que denuncien a opositores y a disidentes. La Oficina Anticorrupción desiste de querellas contra la arquitecta egipcia, los presos de la venalidad son excarcelados y algunos de ellos, como el doblemente condenado exvicepresidente Amado Boudou, son enviados a casa y premiados con sus jugosas jubilaciones de privilegio.
Pero la reforma judicial que impulsa el Instituto Patria es su verdadera gema. Su propósito consiste en nombrar 23 nuevos jueces federales y, mientras tanto, designar a piacere los subrogantes y llenar con adherentes al “movimiento nacional y popular” varios tribunales decisivos, incluida la Cámara Nacional Electoral. Su idea, a continuación, es generar nuevos cargos para fiscales, que serán elegidos y cubiertos por un nuevo y todopoderoso procurador: hombre de confianza del oficialismo. Que además retendrá las escuchas legales. Esos fiscales propios y obedientes marcarán el paso: ellos resolverán qué casos se impulsan y cuáles se duermen o desestiman. También buscarán ampliar la Corte Suprema para instalar una mayoría automática, dividida en salas y con una especial, plagada de amigos, que trate las causas por corrupción.
La excusa de la antigrieta permitió silenciar estos atropellos y otros muchos vinculados al plan de estatismo compulsivo en ciernes. Existe, sin embargo, algo peor que la sombra de la radicalización, y es la terrible sospecha de la ineptitud. Con seis meses de gestión, vale preguntarse si el programa sanitario y económico de la cuarentena estuvo bien diseñado; si la eterna negociación de la deuda se manejó con solvencia; si la infinita y pavorosa cadena de quiebras de pequeños comercios y pymes no podría haber sido atenuada, y si el gerenciamiento de la pobreza (especialidad del peronismo) no está haciendo agua en el conurbano. Allí denuncian que muchas veces no llegan la comida ni el dinero, las changas no salen y los narcos se van haciendo cargo del territorio: hasta contratan el barrido y la limpieza. Me refiero a los narcos que han sido excarcelados por la Justicia kirchnerista y que han regresado triunfantes a las villas, para terror de los vecinos que los denunciaron. La impericia no está desvinculada de la radicalización. Explica el escritor Jorge Sigal que Cuba fue una construcción ideológica y que Venezuela resultó, en cambio, una deconstrucción: cada vez que caía en un error, el narcisismo nacionalista redoblaba la apuesta, huía hacia adelante y cometía otro. Así su demencial decadencia no es fruto tanto de una premeditación, sino de un dominó de increíbles torpezas desatadas y no asumidas. Antes de que ese estúpido y desgraciado matrimonio –entre la equivocación y la insensatez– se consume, el Presidente puede resetear su gobierno y pegar un volantazo. Tal vez, quién sabe, todavía esté a tiempo.
Vale preguntarse si el programa sanitario y económico estuvo bien diseñado; si la negociación de la deuda se manejó con solvencia; si no pudo evitarse la pavorosa cadena de quiebras
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