miércoles, 1 de julio de 2020

ANGUSTIA...FALTA DE RESPUESTAS


Desconcierto en el laberinto de la “noventena”
angustia. Si hubo un tiempo en que las explicaciones de los científicos nos aportaban tranquilidad, ahora sobresalen inquietantes exabruptos y simplificaciones De los expertos esperamos argumentos y explicaciones convincentes Los necesitamos persuasivos,
La universidad "progresista", enamorada de sus propios dogmas ...
Luciano Román

Ya entramos en la “noventena” y nos empiezan a faltar los argumentos. Se hace inevitable que flaqueen nuestras convicciones y alberguemos cada vez más dudas. Hasta nos cuesta transmitirles certezas a nuestros hijos. Cuando más las necesitamos, más ausentes parecen las voces contenedoras, didácticas, coherentes. Si hubo un tiempo en el que las explicaciones de los científicos nos aportaban tranquilidad, ahora sobresalen algunos exabruptos y simplificaciones que nos provocan más angustia.
No hay norma que pueda sostenerse sin fundamentos, sin lógica, sin razonabilidad, sin un propósito claro. “Elegimos cuidar la vida” ha dejado de ser, a esta altura, un argumento consistente para vibrar con el sonido hueco de un eslogan. Claro que todos queremos cuidar la vida (la nuestra y la de los demás). No tenemos vocación suicida ni una indolencia temeraria. Pero miramos a nuestro alrededor y nos preguntamos: ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo podemos sobrevivir como una sociedad aislada, paralizada, encerrada en su casa? Supongamos que el virus no se evapora, que la vacuna no aparece, que la pandemia sigue ahí. ¿Se está haciendo lo necesario para atenuar los riesgos y convivir con ella? ¿No hay otra alternativa que no sea un aislamiento indefinido? ¿Nos inmolaremos en un encierro “cueste lo que cueste”? ¿Qué se ha hecho en estos noventa días para avanzar hacia una salida segura de la cuarentena? ¿No era una medida para ganar tiempo y prepararnos para un pico que se sabía inexorable? Si hoy somos tan vulnerables y estamos tan desprotegidos como al principio, es porque algo se ha hecho mal o no se ha hecho.
Tres valores resultan indispensables en una crisis como la que atravesamos: claridad, ejemplaridad y contención. Hoy, en los tres se deja mucho que desear. Nos generan interrogantes las fotos repetidas de funcionarios sin barbijo, sin distancias mínimas, sin cuidados elementales. Nos surgen más dudas cuando vemos que de un lado de la General Paz se puede salir a correr y del otro está prohibido; nos confunde que un intendente aplique “toque de queda” a las 18 y otro a las 16 (sin que la diferencia horaria exima a ninguno del despropósito legal). Ni hablar de las marchas y contramarchas sobre los pronósticos del pico, de la curva, de la montaña y la meseta. Nos marea escuchar a la OMS decir que “los asintomáticos no contagian” y después aclarar que “sí, contagian, pero no tanto”. Nos desconcierta que Uruguay haya vuelto a clases y acá ni se considere, que los municipios habiliten la obra pública, pero no la privada. Acumulamos confusión cuando vemos que hay plata para expropiar, pero no para testear. ¿La salud no era prioridad?
Tampoco abunda la comprensión. Al que dice “quiero trabajar” se lo ubica “en contra de la vida”. Ni hablar si dice “quiero salir a correr o llevar a mi hijo a la plaza”. También se arriesga a la descalificación si se atreve a plantear dudas. En medio de la crisis, sería desolador que se devaluara nuestra confianza en los científicos. Pero algunos parecen empujarnos a eso cuando hablan de “cuarentena o muerte”, llaman a una “épica” del encierro e insultan a los runners con la ligereza de un vecino charlatán, calificándolos como “millennials estúpidos que solo se miran al espejo”. Hay infectólogos a los que parece haberles gustado demasiado la televisión. Es una lástima: esa tentación les ha quitado sobriedad, ha atentado contra el rigor, la confianza y la mesura que deberían transmitir. Se han lanzado al oficio peligroso de hablar de todo. Han invadido jurisdicciones con vocación de panelistas: opinan como psicólogos, sociólogos y hasta se animan a filosofar. Ojalá la cuarentena termine antes de que se pongan a guitarrear. ¿O ya lo han hecho?
En lugar de insultos, provocacioconfusión nes y declaraciones que alientan el pánico, de los expertos esperamos argumentos y explicaciones convincentes. Los necesitamos persuasivos y comprensivos, moderados y sensatos. Necesitamos que aporten conocimiento, precisión. Para improvisados y bravucones, ya había varios comités de “expertos”. En el contexto que nos agobia, salir a correr es un acto de libertad, una necesidad de desahogo, además de una cuestión de salud. Confundir ese respiro y ese impulso humano con una supuesta tilinguería narcisista de “los porteños” es mirar las cosas con lentes empañados. Si la proviene –como ha ocurrido– de uno de los especialistas que asesoran al Presidente, es lógico que nos acosen las dudas. Con todo, queremos creer que el comité de expertos es más solvente de lo que algunas afirmaciones podrían inducir a pensar.
Es más opinable –por supuesto–, pero algunas imágenes tampoco han contribuido a reforzar la confianza en esas voces imparciales que deberían aportar los científicos. En una foto en Olivos se vio a todos formados detrás del Presidente. Dos de ellos se sentaron a la zaga del jefe del Estado en una conferencia de prensa. Puede parecer un prurito, pero quizá nos tranquilizaría más ver a la ciencia un paso adelante, no un paso atrás; con espíritu de vanguardia, no de guardaespaldas; mostrando independencia, no fascinación por el poder. Son, al fin y al cabo, la reserva de saber y de excelencia que debería iluminarnos en una hora tan sombría.
Nuestros hijos, que son millennials, pero no “estúpidos”, nos piden explicaciones. Están mirando a los gobiernos, quizá como nunca antes. Perciben, con razón, que hoy sus vidas dependen más de los funcionarios que de sus padres o de ellos mismos. Por decretos de necesidad y urgencia, no pueden ver a sus amigos, no pueden practicar deporte, no pueden ir a la escuela ni visitar a sus abuelos. Ya les hemos explicado que la pandemia obliga a sacrificar libertad en beneficio de la salud pública. Pero preguntan hasta cuándo, a qué costo. Y nos quedamos sin respuestas. Una medida buena y oportuna puede convertirse, por exceso, en una sobredosis peligrosa. Fue la historia de la convertibilidad. Aun así, un viceministro “compra” tres meses más de cuarentena. Nuestros hijos también sospechan (consciente o inconscientemente) que el costo de esa “compra” lo van a pagar ellos. El comercio agonizante deja sin trabajo a la industria. El AMBA confinada le quita vitalidad al interior. A este ritmo, las nuevas generaciones heredarán las ruinas de un país.
¿No hay un camino intermedio entre el negacionismo y el catastrofismo? ¿No valdría la pena probar con la libertad responsable, con el compromiso ciudadano y la legalidad constitucional? ¿No tendríamos que apostar a los testeos masivos, la eficiencia y la sustentabilidad? ¿No debería haber un comité multidisciplinario que aporte una perspectiva más amplia para tomar decisiones? En lugar de argumentos convincentes, nos encontramos con contradicciones inexplicables, cuentas mal hechas y datos fragmentados, malos ejemplos, mensajes desconcertantes y modelos contrapuestos. Nos encontramos también con comparaciones arbitrarias y apresuradas con otros países, como si buscáramos consagrarnos “campeones de cuarentena” y como si este fuera un partido terminado. Necesitamos que nos ayuden a entender. Necesitamos tener un horizonte. No nos pueden pedir, sin más, que nos olvidemos de “la normalidad”. ¿O tendremos que olvidarnos de que teníamos una vida y de que esa vida dependía de nuestras propias elecciones, de nuestros propios esfuerzos, de nuestros propios sueños? Permítannos que, en nombre de un sano instinto vital, queramos volver a ella sin arrojarnos, por eso, a las fauces de la pandemia.

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