La pospandemia precipita escenarios de radicalización o convergencia
El populismo se quedó sin plata para enfrentar los desafíos de la hora; el papel de la oposición será crucial Quien descarte la radicalización porque no hay riqueza para distribuir subestima el rol “redistributivo” de la propiedad y el empleo en las agend
Daniel Gustavo Montamat
El coronavirus va a dejar huellas en la historia económica mundial. El “coma inducido” para aplanar la curva de contagios y reducir la tasa de mortalidad contrajo la oferta y la demanda globales. El FMI, que en enero de este año pronosticaba un 3% de crecimiento para la economía mundial, en abril revisó sus números y estimó una caída del 3%. En el último informe de junio prevé que el producto mundial se contraerá 4,9% este año, la peor caída desde la Gran Depresión, que comenzó en 1929. La contracción va a ser general, y el 95% de los países cerrarán el año empobrecidos, al sufrir caídas en el ingreso per cápita. Francia, Italia, España y el Reino Unido tendrán caídas de más de dos dígitos. EE.UU. caerá un 8%, y China apenas crecerá un 1%. En semejante contexto, la previsión para la Argentina es de una caída del 9,9%. Pero hay informes privados que ya proyectan para el país caídas del producto superiores a las del estallido de la convertibilidad, cuando la economía se contrajo 11,5%.
La singularidad argentina en un planeta golpeado por la pandemia no es la recesión, que, como vemos, es general, sino la inflación, que ya nos distinguía en la prepandemia. El cóctel recesivo-inflacionario al que se encamina la economía argentina tras la pandemia por un lado augura un preocupante crecimiento de los ya lacerantes niveles de pobreza, y por otro inhibe el uso recurrente de herramientas tradicionales de reactivación del consumo interno. Mientras la mayoría de las economías golpeadas por la recesión no tienen problemas de inflación, disponen de mercados de capitales domésticos y tienen acceso a los mercados de capitales del mundo, la Argentina tiene una moneda erosionada por la inflación que impone como medio de pago, carece de financiamiento doméstico y su acceso al financiamiento internacional está condicionado por la amenaza del noveno default de la deuda soberana (que la nueva propuesta a los acreedores procura evitar). En consecuencia, mientras las economías en recesión de países vecinos de la región y del mundo disponen de políticas monetarias, fiscales y de ingreso activas para afrontar los desafíos de la pospandemia, entre nosotros, por abusos, reincidencias y errores, estamos de nuevo con un game over destellando en la pantalla del tablero de comando.
Se ha desplomado la recaudación, ha aumentado el gasto (se proyecta un déficit primario de un 7/8% del producto) y no se pueden reducir los programas sociales destinados a paliar la situación de los que viven con precariedad laboral. Pero el financiamiento inflacionario del gasto no da para más. No puede sostener empresas fallidas, tarifas congeladas por tiempo indefinido y subsidios por doquier. El populismo se quedó sin plata para enfrentar los desafíos de la pospandemia. Y ya no se puede redistribuir riqueza de corto plazo dinamizando, como en otras oportunidades, el consumo orientado al mercado doméstico. He ahí el dilema de la pospandemia para un gobierno de coalición que empieza a desnudar las secuelas posmodernas de las tensiones pasadas entre la “patria socialista” y la “patria peronista”. Según cómo evolucionen esas tensiones en el oficialismo, y el rol que juegue la oposición en defensa de las instituciones de la República, serán las probabilidades de un escenario disruptivo u otro de posibles acuerdos.
Quienes descartan un escenario de radicalización porque no hay riqueza para distribuir subestiman el rol “redistributivo” de la propiedad y el empleo en las agendas populistas de economías empobrecidas y declinantes. El ataque al régimen de propiedad privada y la dádiva de empleo público operan como sucedáneos del reparto de riqueza. El “exprópiese” de Chávez no fue casual ni caprichoso. Vino cuando el boom de consumo se agotaba, empezaban a faltar productos y escaseaban los dólares para importar. La expropiación discrecional o la confiscación lisa y llana violentan el derecho de propiedad privada y lo transforman a partir de la estatización en empleo asegurado para los que están, y nuevos puestos de trabajo para la militancia. El manotón a Vicentin, que en los planes de algunos habría de erigirse en caso testigo, fue un error de cálculo político porque la empresa estaba concursada y no había dejado de pagar sus salarios. Sus trabajadores fueron los primeros que reaccionaron en contra y arrastraron a toda una comunidad que fue caja de resonancia de una protesta nacional. ¿Pero cuál habría sido la reacción social frente a una intromisión estatal si la empresa hubiera quebrado o si se trataba de una empresa de capitales extranjeros? ¿Recordamos aquello de “somos todos Aerolíneas”? Hay otras formas de condicionar el derecho de propiedad. El congelamiento tarifario sine die descapitaliza a las empresas reguladas y luego las somete a la dádiva estatal hasta para pagar los sueldos y direccionar inversiones. Es una suerte de “expropiación indirecta” que puede terminar en una reestatización de empresas quebradas o en una reasignación de concesiones y licencias para capitalistas amigos. Es cierto, puede argumentarse que estas medidas “redistributivas” de la propiedad y del empleo son anticonstitucionales y susceptibles de revisión judicial, como sucedió en Santa Fe, pero no puede ignorarse que en la agenda de los que las propician también figuran la ampliación de la Corte y la reforma de la Constitución. Por supuesto que redistribuir propiedad y empleo en una economía decadente que destruye riqueza agrava el problema e iguala para abajo, generando una pobreza generalizada donde “unos fingen que trabajan y los otros fingen que les pagan”, pero el premio es tentador para una dirigencia política que no concibe la alternancia republicana en el poder y promueve una democracia “delegativa”.
El otro escenario posible que precipita la pospandemia tiene todavía una agenda rezagada porque depende de una convergencia de ideas, políticas, liderazgos y consensos pendientes de diálogo, negociación y acuerdos. A partir de la reestructuración de la deuda externa y del acceso a los mercados de capitales la Argentina se debe un plan de desarrollo inclusivo que promueva la inversión y el valor agregado exportable. La escala del mercado doméstico debe ser reemplazada por la escala del mercado regional.
La pospandemia y la posible retracción del comercio global requieren más integración regional, no menos. La cadena de valor agroindustrial (la más competitiva por su productividad comparada), la minería, la industria energética, la industria del conocimiento y el turismo (que volverá por sus fueros) pueden ser destinos de ingentes inversiones generadoras de empleo productivo y exportaciones. Para terminar con las pesadillas de la deuda externa y la inflación crónica hay que acordar y defender los conceptos de soberanía fiscal y monetaria con superávits gemelos y con un fondo soberano contracíclico. Así recuperaremos la moneda, tendremos un tipo de cambio competitivo y canalizaremos el ahorro nacional a la inversión interna. Hay dirigentes políticos, gremiales y empresarios que trabajan para hacer posible este escenario. Hay gobernadores e intendentes que en medio de los trastornos de la pandemia advierten que la convergencia en el centro suma votos. En esta hora crítica, con una Argentina empobrecida, frente a un colapso económico inédito, urge buscar consensos en torno a la república y el desarrollo.
Doctor en Economía y en Derecho
Doctor en Economía y en Derecho
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.