Hacia Mahabalipuram
Creía que hacer viajes para escribir sobre ellos era una estupidez, como enamorarse para poder escribir sobre el amor; sin embargo, el italiano anduvo mucho por el mundo y dejó cantidad de textos como este sobre los destinos más variados que conoció
ANTONIO TABUCCHI
Desde Madrás, el único medio para llegar a Kancheepuram y Mahabalipuram, las dos ciudades santas de la extrema punta del Sur de la India, era el automóvil. Pero en el hotel nos insistían cortésmente para que alquiláramos un coche con chofer. En determinado momento, me di cuenta de que detrás de tan amable insistencia había una precisa prohibición estatal: por razones de seguridad, en el estado de Tamil Nadu a los turistas no les está permitido conducir personalmente un coche alquilado.
De manera que María José y yo nos hallábamos entre Kancheepuram y Mahabalipuram. El viaje había sido muy largo, el automóvil era un Ambassador más bien descuajeringado de fabricación india, sin aire acondicionado. En mi lado, la ventanilla apenas podía bajarse unos cuantos centímetros. El chofer era un hombre silencioso y reticente con quien había intentado hablar de las tradiciones religiosas de las dos grandes ciudades santas. “Probablemente su guía pueda proporcionarle mejor información que yo”, dijo para zanjar la conversación, y desde ese momento permanecimos en silencio. Hacía un calor terrorífico, los amortiguadores del Ambassador, completamente desgastados, hacían que cada bache de la carretera se me clavara en los riñones. Intentaba hacer funcionar la manivela de la ventanilla inútilmente, y los asientos revestidos de polipiel me habían pegado la camisa a la espalda a causa del sudor.
Cerré los ojos y me resigné. La carretera estaba flanqueada por árboles de mango, el chofer conducía concentrado y fumaba uno de esos cigarrillos indios aromatizados, hechos con una sola hoja de tabaco, que se llaman Ganesh. Me había quedado dormido y cuando abrí los ojos miré a través del parabrisas. Había un paso a nivel cerrado. En la India, en un paso a nivel, uno puede encontrar de todo. Y, en efecto, los viajeros detenidos ante la barrera eran bastante heterogéneos. Había un carro de culi motorizado, del que había bajado el conductor, pintado de amarillo y con un enorme letrero indescifrable, tal vez en hindi, tal vez en una lengua del Sur. En definitiva: lo desconocido. Había un hombre en bicicleta con la cara teñida de albayalde y una gasa cubriéndole la boca, sin duda de religión jainista, el albayalde era un signo de humildad y la gasa impedía que se tragara insectos, pues podían ser la forma de una persona que estaba atravesando otro estadio de la existencia. Había también un elefante con la frente pintada con signos violetas, tal vez un elefante sagrado, con su karnak a horcajadas. Por último, llegó una motocicleta y se plantó a la derecha del taxi, justo a mi lado. La conducía un hombre bastante joven con dos signos colorados en la frente y una camisa blanca que le llegaba hasta las rodillas. Detrás, en el portaequipajes, atravesado, había un envoltorio estrecho y alargado, cubierto con vendas blancas, como una enorme barra de pan.
Le pregunté al chofer qué era lo que transportaba. Él dio una calada a su cigarrillo y me contestó como si fuera la cosa más natural del mundo: “Un cadáver”. No tuve valor para decir nada. El sol era implacable, yo estaba sudando, me sentía de lo más incómodo, hubiera querido estar en cualquier otra parte y en cambio, estaba allí, detenido en aquel absurdo paso a nivel, junto a un hombre en motocicleta que transportaba un cadáver como un paquete postal. Después superé mi reluctancia y repliqué: “Un cadáver, ¿y qué hace con un cadáver?”. “Lo lleva a un templo de Mahabalipuram, para incinerarlo”, contestó el chófer con flema, “hay piras y las aguas de los lagos son santas, pueden acoger las cenizas”.
Eché una ojeada furtiva al hombre por la hendidura de mi ventanilla. Él se sintió observado y me miró a su vez. Yo hice un gesto de saludo con la cabeza, pero él permaneció impasible; miraba hacia adelante, al paso a nivel, o mejor dicho, más allá del paso a nivel. Empecé a sentir una desazón difícil de definir, como si sintiera el deber de hacerle partícipe de alguna forma de mi solidaridad o algo parecido, y la imposibilidad de hacerlo me provocó un sensación de culpa. Aquel bendito tren tardaba en pasar, llevábamos ya un cuarto de hora parados por lo menos, yo estaba empapado en sudor, el chisporroteo del motor de la motocicleta, que el hombre no había apagado, me martilleaba la cabeza. Intentaba pensar qué puede decírsele a una persona que cubre nuestro mismo trayecto, por esos extraños azares que dispone el azar, y en vez de hacer un viaje de placer como el mío, lleva un cadáver en la motocicleta, acaso el de su padre o de su madre, quién sabe. Se le dice: ¿Va usted también a Mahabalipuram? O más bien: Le acompaño en el sentimiento. Y además, dos seres humanos, en tales circunstancias, ¿deben realmente decirse algo?
Miré a Maria José como pidiéndole una sugerencia, pero me di cuenta de que estaba tan perdida como yo. Junto a nosotros había un marciano en su total humanidad, pero nosotros, marcianos a nuestra vez, ¿cómo podíamos comunicar con un humano? Fue un impulso, las palabras me salieron de la boca antes de que me fuera posible formularlas en el pensamiento; miré al hombre y pronuncié la frase más ridícula que puede uno decir en una circunstancia parecida. Señalándome el pecho con un dedo, le dije: “I am Italian”.
Él también me miró; era una mirada dulce y opaca, en la que no brillaba ninguna forma de comprensión. Estreché la mano de Maria José y repetí automáticamente en voz baja: “Italian”.
Pero en ese momento cruzó el tren, el paso a nivel se levantó y nuestro conductor arrancó sin vacilar tocando el claxon para intentar adelantar a animales y bicicletas. Como por instinto, me volví para mirar al hombre con el cadáver. En su rostro se había dibujado una ancha sonrisa, le brillaban los ojos y dando golpes en el manillar de su motocicleta me gritó: “¡Vespa! ¡Vespa!” .
Lo recuerdo así, mientras se alejaba en la luneta posterior del automóvil y me hacía amplios gestos de despedida con los brazos. Y yo también me despedí de él sacando la mano por la abertura de la ventanilla.
Esta crónica en el sur de la India forma parte de los relatos del libro Viajes y otros viajes, publicado por Anagrama
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