Se imponen los rasgos más sombríos del populismo
El caso Vicentin muestra que para este gobierno el concepto de expropiación no remite a un hecho circunstancial, sino que se integra a su visión de la economía, la política y el poder
Rogelio Alaniz
No hay un solo tipo de populismo, como no hay una exclusiva versión de izquierda
Un régimen populista siempre aspira a “ir por todo”
Para Hugo Chávez la palabra expropiar podía ser un verbo, un adjetivo e incluso un sustantivo. “Exprópiese” en los labios del jefe de la revolución bolivariana se parecía mucho a un canto de combate. Chávez pronunciaba su “exprópiese” con el tono del mago decidido a provocar un milagro. Las expropiaciones en los últimos tiempos se extendían a joyerías, locales comerciales, restaurantes. Ignoro qué ocurría en el corazón de Chávez cuando montaba esos espectáculos públicos, pero resulta claro que la palabra “expropiar” expresaba los alcances y los deseos de su poder.
Los líderes populistas suelen identificar su causa con la decisión de expropiar empresas extranjeras o locales, invocando la soberanía nacional o la sanción a oligarcas. En el universo populista las retóricas suelen ser previsiblemente parecidas, como también se parecen las estéticas que fundan, estéticas que muy bien podrían calificarse como rituales escénicos del ejercicio del poder absoluto. En nuestro país las expropiaciones en clave populista no empezaron con Vicentin y tal como se presentan las cosas es de temer que no concluyan allí. Recordemos los episodios con Aerolíneas Argentinas, Ciccone o YPF. Y si pretendemos apelar a la historia, tengamos presente lo sucedido con las empresas de Otto Bemberg, el diario La Prensa o la fábrica de caramelos Mu Mu.
En homenaje al rigor político, habría que decir que las iniciativas expropiadoras no tienen por qué ser autoritarias y confiscatorias. Es más, la Constitución Nacional las reconoce, luego de advertir que se deben hacer por causa de utilidad pública, previo una ley dictada por el Congreso y una indemnización razonable. Expropiar tierras para construir carreteras o edificios públicos suele ser una iniciativa habitual en gobiernos provinciales y municipales, pero la expropiación en clave populista o de izquierda se parece a una expropiación constitucional democrática como un déspota se parece a un presidente democrático o un contrato legal a un asalto a mano armada.
Las iniciativas promovidas desde el poder contra la empresa Vicentin han dado lugar a una suma de interpretaciones acerca del carácter populista, cuando no izquierdista del actual gobierno. Supongo que en todas estas especulaciones hay una cierta cuota de verdad que a mi criterio no alcanza a dar cuenta de las modalidades precisas del actual gobierno, al punto de que los debates abiertos acerca de si la titularidad efectiva del poder la ejerce el Presidente o la vice no hacen más que poner en evidencia las incertidumbres, cuando no realza esa zona de sombras acechantes que parece distinguir una gestión que se constituyó con una vicepresidencia con capacidad de ejercer más poder que el Presidente, sospecha que nació desde el mismo día que se anunció esta singular fórmula.
En el campo opositor habría un acuerdo amplio en reconocer que la iniciativa contra la empresa Vicentin es de dudosa legitimidad política y de ruidosa ineficacia económica. Son los rasgos más sombríos del populismo los que parecen imponerse en estos días. Si para sus críticos el concepto de populismo es portador de innumerables desgracias, para los intelectuales orgánicos del gobierno es exactamente a la inversa, al punto de que, desde Ernesto Laclau hasta Chantal Mouffe, para mencionar a sus intelectuales más reconocidos, el populismo dejó de ser una adjetivación descalificatoria para engalanarse con los atributos de una construcción teórica de izquierda capaz de definir una nueva estrategia de poder diferente al tradicional esquema de revolución que sostuvieron las diversas fracciones marxistas y leninistas a lo largo del siglo XX.
A la hora de ser rigurosos en la interpretación de esta realidad, habría que admitir que no hay un solo tipo de populismo, como no hay una exclusiva versión de izquierda. Entre Marine Le Pen y Cristina Kirchner es posible registrar diferencias. Dicho esto, importa señalar que lo históricamente novedoso en el siglo XXI es la alianza real entre los populismos tradicionales y la denominada izquierda nacional. La propia biografía de Laclau es muy representativa de un itinerario que, con las actualizaciones teóricas del caso, se mantuvo leal a las certezas juveniles adquiridas al lado de Jorge Abelardo Ramos.
De todos modos, los populismos de izquierda como los de derecha tienen más puntos en común de lo que a sus principales voceros les gustaría admitir. Esas coincidencias giran alrededor del rechazo al liberalismo con retórica de derecha o de izquierda. Desde ese “lugar”, los populismos comparten el culto al jefe, el recelo de todo control institucional, las certezas acerca de la superioridad del Estado, la primacía de la comunidad sobre el individuo y la convicción de que la libertad es un bien subordinado a la igualdad o al orden. En la Argentina, la titularidad del populismo la ejerce el peronismo, más allá de sus disensiones internas. El caso Vicentin es un punto de referencia fuerte respecto de la identidad política del actual gobierno. Más allá de los resultados, queda claro que el concepto de expropiación no es para esta corriente de opinión un episodio circunstancial, sino que se integra en una visión coherente de la política, la economía y el poder.
Una “democracia radicalizada”, como han dicho los actuales intelectuales orgánicos de la causa K, incluiría reformas políticas y sociales profundas con un sujeto histórico que ya no sería el tradicional proletariado, sino el “pueblo” movilizado alrededor de la construcción de diversos enemigos. Sus fines son muy claros, como también sus debilidades. La primera dificultad nace de la imposibilidad de conjugar sus objetivos distribucionistas con la generación genuina de riqueza. El recurso de las expropiaciones despierta entusiasmos, pero a la primera euforia festiva le sucede la quiebra económica acompañada de las más diversas modalidades de corrupción, otro de los rasgos que suelen distinguir al populismo. La otra dificultad de resolución imposible en la Argentina es esta suerte de obsesión del populismo criollo por castigar en nombre de la justicia social a los sectores más dinámicos y modernos de la burguesía, un ataque que responde a la necesidad de obtener recursos económicos, pero también a una concepción ideológica tan militante como anacrónica.
La otra enseñanza adquirida en estos años es que un régimen populista siempre aspira a “ir por todo”, una batalla ejercida como opositores pero también como oficialistas, ya que consideran que los fundamentos reales del régimen están más allá o más acá de un gobierno. No está escrito que esta batalla que amenaza con ser la batalla política decisiva en esta primera mitad del siglo XXI tenga un desenlace establecido de antemano. Sí conviene recordar, a la hora de imaginar democracias radicalizadas y enemigos titulares de supuestos privilegios a destruir que, como dijera alguna vez
Raymond Aron, el orden que a lo largo de décadas, y a veces de siglos, ha construido la civilización se constituye con hilos muy frágiles y su destrucción no suele ser, contra lo que suponen los publicistas del populismo, el anticipo de una nueva aurora, sino el retroceso hacia la barbarie y la oscuridad.
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