El ojo siempre curioso de Werner Herzog
Por suerte en la aldea planetaria siempre será necesaria alguna clase de traducción cultural. Especialmente si por cultura entendemos las formas de vida, según las definía Wittgenstein: esas cosas que se hacen de una manera, pero se podrían hacer de cualquier otra. Un atajo para verificarlo: dedicarle una entretenida hora y media a la última película de Werner Herzog. Se llama Family Romance, LLC, transcurre en Japón y tiene como eje un hábito novedoso y en apariencia disparatado: el alquiler temporario de familiares sustitutos.
En el país asiático hay al menos una agencia (la que le da título a la película) que los provee con todo profesionalismo. Actores bien entrenados para la ocasión ocupan por la duración de una boda el lugar del padre alcohólico de la novia o sustituyen a tal o cual personaje ausente o al que se prefiere no exponer. También se pueden recrear situaciones: repetir el momento en que alguien se entera de que ganó la lotería o dejarse sacar fotos en una peatonal, como una estrella de cine, por simuladores de paparazzi.
En la entrevista que acompaña la película, el director alemán subraya que no se trata, contra lo que podría pensarse, de un documental. El papel protagonista, eso sí, es interpretado por el dueño de la muy real agencia (Ishii Yuichi), que en Family Romance debe ocupar el lugar vacante del padre de una chica de doce años, al que ella nunca llegó a conocer. La representación se vuelve lo suficientemente emocional como para que no solo la hija imaginaria, sino también la madre se aferren a él. Lo último es pura ficción, pero tan verosímil que termina por resaltar el aspecto más sibilinamente testimonial del film. El propio director se puso la cámara al hombro, pequeña al punto que nadie parecía advertir, según cuenta, que estaba filmando: la gente que se ve al aire libre son simples paseantes, no extras. Y cuando registra una escena en los andenes del tren bala lo hace de manera clandestina, contrarreloj, a falta de permiso para filmar en ese vigiladísimo espacio público.
El ojo de Herzog es curioso y por momentos sarcástico. Nos introduce en una casa funeraria (donde el responsable sugiere que está de moda probar los cajones introduciéndose en ellos) o en un hotel manejado por robots femeninos tan serviciales como antropomórficos. Incluso los peces que deambulan dentro de la pecera son mecánicos, atractivos y coloridos. Family Romance es, en pocas palabras, novelesca, pero lleva la marca ética del documentalista que Herzog nunca dejó de ser. El director alemán, que recorrió medio mundo para realizar sus películas (el primer largometraje, Señales de vida, transcurría en Grecia, y el más reciente, dedicado a Bruce Chatwin, tiene su paso por la Argentina), nunca había filmado en Japón. Eso puede resultar inédito, pero no su espíritu de improvisación. Aguirre o la ira de Dios (1972), que no es documental y habla de un conquistador español en Perú, fue armándose a medida que la troupe de equipo técnico y actores avanzaban por la selva y el río, sin saber qué los esperaba detrás del siguiente recodo. En Fitzcarraldo (1982) el director tuvo la peregrina inspiración de empujar un viejo barco montaña arriba con la ayuda de poleas y la fuerza de centenares de locales (que, según Herzog, nunca corrieron ningún riesgo).
Esa dimensión física de su cine, que concilia la naturaleza con las hazañas atléticas, siempre estuvo puntuada por la mirada excéntrica de aquellos con que se cruzaba en el camino . Hace pocos años, en Hacia el infierno, se dedicó a registrar diversos volcanes activos, de Islandia a Corea del Norte, pero ninguno de ellos hubiera valido la visita sin el retrato de los que vivían a su vera. En La Soufrière (1977) había hecho algo parecido: en la isla caribeña de Guadalupe se avecinaba una erupción y el director se propuso llegar con sus camarógrafos a la boca del volcán (hasta que los obligó a escapar de manera algo patética una nube tóxica) y, de paso, hablar con las tres únicas personas que se negaron a ser evacuadas.
Family Romance, con Herzog acercándose a los ochenta años, no corre aquellos riesgos exaltados de juventud: acentúa en cambio su talento para captar cómo las formas de vida varían, vitales o absurdas, según las latitudes, reconfigurándose de manera única. Coleccionista impenitente de la comedia humana (incluso en La cueva de los sueños olvidados, aquella inolvidable visita a las grutas de Chauvet, en Francia, y sus pinturas rupestres, se las ingenia para retratar de manera fulgurante caracteres insólitos), el director alemán nunca consideró que lo suyo fuera arte.
En la entrevista que acompaña la película, el director alemán subraya que no se trata, contra lo que podría pensarse, de un documental. El papel protagonista, eso sí, es interpretado por el dueño de la muy real agencia (Ishii Yuichi), que en Family Romance debe ocupar el lugar vacante del padre de una chica de doce años, al que ella nunca llegó a conocer. La representación se vuelve lo suficientemente emocional como para que no solo la hija imaginaria, sino también la madre se aferren a él. Lo último es pura ficción, pero tan verosímil que termina por resaltar el aspecto más sibilinamente testimonial del film. El propio director se puso la cámara al hombro, pequeña al punto que nadie parecía advertir, según cuenta, que estaba filmando: la gente que se ve al aire libre son simples paseantes, no extras. Y cuando registra una escena en los andenes del tren bala lo hace de manera clandestina, contrarreloj, a falta de permiso para filmar en ese vigiladísimo espacio público.
El ojo de Herzog es curioso y por momentos sarcástico. Nos introduce en una casa funeraria (donde el responsable sugiere que está de moda probar los cajones introduciéndose en ellos) o en un hotel manejado por robots femeninos tan serviciales como antropomórficos. Incluso los peces que deambulan dentro de la pecera son mecánicos, atractivos y coloridos. Family Romance es, en pocas palabras, novelesca, pero lleva la marca ética del documentalista que Herzog nunca dejó de ser. El director alemán, que recorrió medio mundo para realizar sus películas (el primer largometraje, Señales de vida, transcurría en Grecia, y el más reciente, dedicado a Bruce Chatwin, tiene su paso por la Argentina), nunca había filmado en Japón. Eso puede resultar inédito, pero no su espíritu de improvisación. Aguirre o la ira de Dios (1972), que no es documental y habla de un conquistador español en Perú, fue armándose a medida que la troupe de equipo técnico y actores avanzaban por la selva y el río, sin saber qué los esperaba detrás del siguiente recodo. En Fitzcarraldo (1982) el director tuvo la peregrina inspiración de empujar un viejo barco montaña arriba con la ayuda de poleas y la fuerza de centenares de locales (que, según Herzog, nunca corrieron ningún riesgo).
Esa dimensión física de su cine, que concilia la naturaleza con las hazañas atléticas, siempre estuvo puntuada por la mirada excéntrica de aquellos con que se cruzaba en el camino . Hace pocos años, en Hacia el infierno, se dedicó a registrar diversos volcanes activos, de Islandia a Corea del Norte, pero ninguno de ellos hubiera valido la visita sin el retrato de los que vivían a su vera. En La Soufrière (1977) había hecho algo parecido: en la isla caribeña de Guadalupe se avecinaba una erupción y el director se propuso llegar con sus camarógrafos a la boca del volcán (hasta que los obligó a escapar de manera algo patética una nube tóxica) y, de paso, hablar con las tres únicas personas que se negaron a ser evacuadas.
Family Romance, con Herzog acercándose a los ochenta años, no corre aquellos riesgos exaltados de juventud: acentúa en cambio su talento para captar cómo las formas de vida varían, vitales o absurdas, según las latitudes, reconfigurándose de manera única. Coleccionista impenitente de la comedia humana (incluso en La cueva de los sueños olvidados, aquella inolvidable visita a las grutas de Chauvet, en Francia, y sus pinturas rupestres, se las ingenia para retratar de manera fulgurante caracteres insólitos), el director alemán nunca consideró que lo suyo fuera arte.
En Herzog por Herzog, su ineludible libro de entrevistas con Paul Cronin, dijo que en todo caso prefería ser visto “como esos artesanos de la Baja Edad Media, que tenían talleres y aprendices y que jamás se creyeron artistas”. Por supuesto, lo que importa en su caso es hacer.
El arte queda para nosotros, los espectadores.
Coleccionista impenitente de la comedia humana, Herzog nunca consideró que lo suyo fuera arte
P. B. R.
Coleccionista impenitente de la comedia humana, Herzog nunca consideró que lo suyo fuera arte
P. B. R.
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