domingo, 12 de julio de 2020

UN ARTÍCULO DE LORIS ZANATTA,


El fetichismo peronista en torno al concepto de soberanía
Ser soberano es una forma de ser libre y autodeterminarse, pero el nacionalismo lo confunde con autarquía: la obsesión de no “depender” de nadie, como si el vecino fuera un enemigo
Loris Zanatta sobre las declaraciones del Papa: "Son una especie ...
Loris Zanatta Ensayista y profesor de Historia de la Universidad de Bolonia
La infinita cuarentena argentina no es solo un monumento a la ineptitud del Gobierno, incapaz de usar el tiempo ganado para organizar la convivencia con el virus
Soberanía alimentaria, soberanía monetaria, soberanía aeronáutica, soberanía energética: el gobierno peronista está obsesionado con la soberanía. ¡Ay de aquellos que no se doblegan ante el tótem de la soberanía!: “¡Vendepatria!”, gruñeron algunos, desempolvando el amenazador bagaje lexical de antaño, prometiendo la horca a los “enemigos de la patria”. ¿Oiremos pronto evocar la cruzada contra los “ácratas” y los “cipayos”? ¿Volverá a revolotear el “ser nacional”? ¿Está a punto de resucitar la parafernalia fascista de que está empapada la historia del nacionalismo argentino? No hay mucho que hacer: para aquellos que entienden la historia como historia de la salvación, como la epopeya del pueblo elegido en perpetua guerra contra los infieles, el pasado es un eterno presente, y el presente, un eterno pasado.
No hay nada de malo con la soberanía. Ser soberano es una forma de ser libre, de autodeterminarse. Larga vida a la soberanía. Pero ¿qué soberanía? ¿Es más soberana, más dueña de sí misma y de su destino, una persona llena de relaciones, que disfruta de la estima de sus vecinos, de la confianza de su prójimo, abierta a cooperar con los demás, o una persona tosca y desconfiada, egocéntrica y resentida, cerrada sobre sí misma y siempre en guerra con el mundo? Tanto en la rutina diaria como en caso de necesidad, la primera podrá contar con un jugoso capital de benevolencia y una densa red de solidaridad; la segunda, en cambio, con nadie, excepto ella misma. ¿Cuál de las dos cultiva mejor su “soberanía” entonces ? Lo que es válido para las personas se aplica también para las naciones. Así fue antes, así lo es, aun más hoy, en nuestro mundo tan interdependiente.
El problema es que la idea de “soberanía” de todos los nacionalismos –y del argentino más que nunca– es una idea de “autarquía”. No es una forma de relacionarse con el mundo, sino la obsesión de no “depender” de nadie, como si el vecino fuera un enemigo, el extranjero, un invasor potencial; como si no fuéramos todos “dependientes” de alguien o de algo: de los afectos y de las necesidades, del comercio y de la tecnología, de la circulación de las ideas y de la curiosidad por los demás.
Vista así, la infinita cuarentena argentina no es solo un monumento a la ineptitud del Gobierno, incapaz de usar el tiempo ganado con la clausura precoz para organizar la inevitable convivencia con el virus. Es algo más. La cuarentena es la apoteosis de la soberanía, la digna meta de la autarquía argentina: el cierre al mundo, la retirada en las trincheras, la resistencia a un enemigo imaginario, el sufrimiento que exalta, el sacrificio que purifica.
El mito de la soberanía nacional entendida como autarquía, la misma autarquía proclamada por Mussolini en los años 30, era la marca registrada del peronismo de los orígenes. Ya entonces estaba equivocada y era contraproducente. Lo está –y lo es– más aún hoy. Sin embargo, su ruidoso fiasco sigue siendo un triunfo épico en la imaginación de sus aedos. Para ellos, la filosofía de la historia es mejor que la historia misma. No serán las derrotas las que harán dudar de la fe, así funciona siempre el fideísmo.
Como pocos lo recordarán, especialmente entre los más jóvenes, mejor hacer un rápido repaso. El sueño peronista de la “Argentina potencia”, el afán de soberanía autárquica, descansaba en una apuesta, un azar, un diagnóstico cínico: estallará la tercera guerra mundial, repetía el general, y el mundo necesitará de la Argentina si quiere comer. El tiro le salió por la culata: la guerra no estalló y las extorsiones del IAPI hundieron la producción agrícola; en 1952, al producirse una sequía, la Argentina comió pan negro. Vaya soberanía. ¿Por qué sorprenderse si Venezuela importa gasolina o si Cuba importó azúcar?
Para defender la “soberanía”, Perón se mantuvo al margen de las instituciones creadas en Bretton Woods en 1944, ajeno al nuevo orden internacional liberal. Sucedió así que, mientras el mundo se abría al comercio, la Argentina se encerraba en la autarquía; mientras se estaba produciendo la más espectacular apertura política y económica de la historia, la Argentina cultivaba el proteccionismo y el nacionalismo. El tren pasó: la “soberanía” le impidió subirse. Para colmo, las revoluciones agrícolas de las décadas siguientes desinflaron la fatua arrogancia alimentaria peronista: ¿quién hubiera esperado que sería posible alimentar a 7000 millones de personas? Hace mucho tiempo que el mundo necesita menos a la Argentina de lo que la Argentina necesita al mundo. ¿Lo entendieron los fetichistas de la “soberanía”?
¡Cuántas fiestas para la “soberanía ferroviaria” en 1947! Parecía Aerolíneas hoy: gloria moral, plomo para las finanzas públicas. ¿Se benefició la soberanía? En absoluto: en 1949, los emisarios de Perón golpeaban a las puertas de Washington; “que no los llamen créditos”, suplicaban mientras pedían créditos. Prisionero de la jaula soberanista que había creado, esclavo del mito nacionalista que había predicado, ¿cómo abrir las puertas del país a los capitales extranjeros que la economía reclamaba? Cuando intentó hacerlo, lo crucificaron con sus propias armas: ¡hasta Perón pasó por vendepatria! Al caer, en 1955, la soberanía argentina era un simulacro, una cáscara vacía: el máximo de la retórica soberanista había logrado el mínimo de soberanía efectiva.
Sin embargo, por increíble que parezca, setenta años después estamos en el mismo punto y la soberanía entendida como autarquía sigue siendo el fetiche que era. En lugar de preocuparse por el daño infligido a la soberanía por la desconfianza de los acreedores, el recelo de los socios comerciales, la sospecha de los países vecinos, el aislamiento político y diplomático, el Gobierno la invoca como un mantra. Desde YPF hasta Vicentin, desde Latam hasta la negociación de la deuda, cada oportunidad es buena para sacar la soberanía a colación. ¿Cómo explicarlo?
Tal vez la menciona mucho porque sabe que no la tiene. Quizás arroje el anzuelo de la soberanía con la esperanza de que el pez llamado “pueblo” lo pique. O no, o en el retorno de la soberanía hay algo más profundo e inconsciente, un antiguo reflejo cultural, la atávica visión del mundo del nacionalismo argentino. Se diría que el Gobierno esté apostando hoy a lo mismo a que apostó Perón en su momento, que realmente cree que la pandemia matará a la globalización, que el virus terminará con el capitalismo y la democracia liberal, que se abrirá un ciclo de nacionalismos autosuficientes. Todo lo que hace lleva a creerlo. Pero toma por realidad sus deseos, ve gigantes donde hay molinos, insiste en un amor no correspondido. Si en nombre de la soberanía hace los mismos diagnósticos del pasado y adopta las mismas terapias, cosechará los mismos frutos, perderá otro tren. Soberanía, adiós.

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