Las máscaras del Presidente
Héctor M. Guyot
El Presidente es el hombre de las máscaras. Las cambia según la ocasión, pero se maneja básicamente con dos. Con una de ellas, la de gesto intransigente, atiende las demandas del kirchnerismo duro y las defiende en sociedad como si fueran propias. Usa la otra, de carácter conciliador, para consensuar y comunicar políticas relativas a la gestión de la pandemia de coronavirus. Como ocurre en el teatro, cada máscara determina un personaje de características bien diferentes. El Presidente los encarna a ambos con convicción, como esos actores que disuelven su verdadera personalidad a la hora de pisar las tablas. Para los dos usa el mismo tono razonable y doctoral. Eso puede confundir a la platea, pero conviene no dejarse engañar: hay un presidente con dos caras bien distintas. Tan distintas que podríamos decir que hay dos presidentes.
En espejo, la oposición también desarrolló dos caras. Una, más dura, reacciona con firmeza cuando el Gobierno, en respuesta a los deseos de la vicepresidenta, avanza sobre las instituciones de la democracia. La otra, representada por el jefe de gobierno porteño, es dialoguista. Rodríguez Larreta no tiene reparos en compartir mesa con el Presidente (el de la máscara dos) y con el gobernador bonaerense para coordinar, con el consejo de los médicos, los pasos a seguir ante los dilemas que plantea el virus. Una actitud saludable, sobre todo para la población. Esa mesa representa un síntoma de cordura (acaso estimulado por el más elemental instinto de supervivencia) en medio de una escena esquizofrénica.
Sin embargo, el esfuerzo sobrehumano que recae sobre el actor de las personalidades que se bifurcan ha llegado a un extremo difícil de sostener. Las demandas crecientes y opuestas de uno y otro de sus personajes le exigen más y más, y Alberto Fernández tiene que cambiar de máscara con tanta frecuencia que ya ni sabe la que lleva puesta, al punto de que su entonación trastabilla y la interpretación flaquea.
La pretensión de encarnar dos personajes antitéticos tiene sus riesgos. ¿Cómo se pasa, sin solución de continuidad, del diálogo a la intransigencia? ¿Cómo se hace para defender la justicia y la impunidad al mismo tiempo? ¿Cómo tomar decisiones para el conjunto de la sociedad cuando se gobierna para una sola persona? Es difícil, concedámoslo, sobre todo cuando lo que beneficia a esa persona perjudica al conjunto, y viceversa. Y cuando esa persona, a quien parece no haberle llegado la noticia de que el país y el mundo sufren el embate de una pandemia, le exige al castigado actor que queme la máscara del diálogo y se selle sobre la cara la de la confrontación mientras repite un parlamento obligado que contradice cuanto ha dicho antes.
Desde su silencio, o a través de voces vicarias como Hebe de Bonafini y Víctor Hugo Morales, la vicepresidenta reprendió a Alberto Fernández en distintos asuntos de gobierno (la relación con los empresarios, Venezuela) y el Presidente se subordinó en el acto. En un cambio agónico de máscaras, el memorándum que Cristina Kirchner firmó con Irán por el atentado contra la AMIA pasó de ser “la prueba del encubrimiento” a “un intento de encontrar una solución”.
Alberto Fernández y Cristina Kirchner se parecen en su necesidad de divorciar las palabras de los hechos, aunque cada cual lo hace a su modo: en su desvarío, la vicepresidenta cree que la realidad debe adecuarse a su voluntad; Fernández, al contrario, se adecua él mismo a cada circunstancia, insensible a las contradicciones en las que incurre con semejante entrega al instante.
Este juego perverso deriva del acuerdo que ambos firmaron para volver al poder, de fines inconfesables y cumplimiento incierto. En ese pacto hay un mandante y un mandatario. Y el mandante exige lealtad. Esta palabra de resonancias equívocas, venerada por los herederos de Perón, ha sido superada por el kirchnerismo, que opera sobre la base del miedo: lo que la vicepresidenta espera del Presidente, como de todos, es sumisión. Le critica la tibieza, le reclama pruebas de amor cada vez más extremas, y ninguna de las que Alberto Fernández le ofrece le resultan suficientes. Alcanzan, eso sí, para mostrar al Presidente en una seguidilla penosa de capitulaciones.
Es triste estar ocupándonos de estas tensiones en el Gobierno cuando la pandemia y sus consecuencias demandan atención completa, además de cooperación y políticas consensuadas, como ocurre en países con sistemas políticos que no practican el canibalismo del nuestro. Esto es lo que quiere la ciudadanía y así se lo hizo saber al Presidente de la máscara dialoguista, cuando lo premió con su apoyo por la forma en que el Gobierno reaccionó tras la irrupción del virus. Hoy es difícil saber qué hay detrás de tanta máscara. Lo que sí se puede constatar es que el Presidente pierde autoridad a medida que baja la cabeza ante el kirchnerismo duro y ante la libretista en las sombras. La contradicción lo consume. Y ya no hay máscara capaz de sostenerla.
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