Entre el miedo y la prudencia
Miguel Espeche
A través del pequeño hueco de la mampara transparente que lo protege, el cajero de la farmacia le pide a la clienta la tarjeta para pasarla por el escáner. Ella, enfundada en guantes, el rostro con barbijo y protector de plástico, y gorro que cubre su cabeza, nerviosamente le dice que no, que será ella la que pase el brazo con su tarjeta hasta el aparato, para anotar así su compra sin que el cajero la toque. El hombre, inmutable, deja que la clienta complete esa parte de la operación, tras lo cual le ofrece la bolsa con lo comprado. La mujer toma la bolsa, la desinfecta ostentosamente con alcohol y se va, mientras los otros clientes miran la situación, casi dándola por natural por saber que, aunque posiblemente de manera más sobria, a veces les pasa algo parecido.
El miedo genera esas escenas.
La vivencia de fragilidad ante el peligro propicia que la ansiedad temerosa se adueñe del paisaje y que muchas personas vivan con alta angustia cualquier intercambio físico. De alguna forma, nos preguntamos si la señora era exagerada o si, por el contrario, su actitud condice con la realidad del virus que a todos amenaza. Pero, más allá de la respuesta, son esperables actitudes del estilo. Las cifras de infectados y muertos son el pan cotidiano con el que muchos se desayunan en cada noticiero, y el prójimo se ha transformado, al menos en la dimensión infectológica, en la peor amenaza.
Al acumularse los días de encierro, en gran parte de las personas que deben quedarse dentro de casa convive el hastío del aislamiento con la sensación de protección que ofrece el propio hogar.
El contraste entonces, a la hora de salir, es grande. Del cobijo del aislamiento a una intemperie que se vive en clave de tragedia inminente. Allí se entiende la tensión aséptica de la señora de la farmacia, mientras el estoico cajero, quien toca cientos de tarjetas por día, aparece, a los ojos de los que salen solo esporádicamente, como un ser de otro planeta.
En los hechos, el miedo sirve solo un ratito. Luego vale mutar hacia la prudencia, para así no empantanarse psíquicamente en el temor transformado en filosofía de vida. El miedo nos pone en alerta, pero luego, ya conscientes del peligro, podemos acudir a formas del cuidado más sostenibles en el tiempo y más inteligentes que el pánico reactivo.
Esa es, por supuesto, la teoría. No todos pueden llegar a lo antedicho de manera sencilla y lineal con solo proponérselo, y serán muchos los que demorarán en ir saliendo del miedo cristalizado, aun cuando estos días tan duros queden atrás.
El terror no nos salvará del virus. De hecho, a la larga nos debilita, nos vuelve violentos y, sobre todo, manipulables. No significa ningunear al miedo, pero sí darle el lugar de voz de alerta inicial que le corresponde, para pasar luego a ser conscientes, prudentes, valientes, disciplinados, solidarios. todas virtudes que a la larga son mucho más eficaces que el miedo para salir del paso.
Es importante recordar que no somos de cristal frente a los peligros de la vida. Esto implica conocer los peligros, pero también nuestros recursos ante la amenaza, lo que nos hace menos vulnerables al abordaje centrado en el terror preventivista que en ocasiones se adueña de todo. Sería algo así como pensar la escena de la farmacia con la prudencia del caso, pero sin ese plus angustiado vivido por la señora. No por dejar de lado el terror nos volvemos menos prudentes, sobre todo si somos conscientes de la situación.
No viene mal marcarle fuertemente la cancha al discurso del terror como único recurso ante el peligro, sobre todo cuando se cronifica y degrada en profundidad nuestra vida de relación. Así evitaremos que se transforme en el peor de los virus, haciendo que aquello que debiera ser remedio mute y cobre la forma de la peor enfermedad.
Al acumularse los días de encierro, en gran parte de las personas que deben quedarse dentro de casa convive el hastío del aislamiento con la sensación de protección que ofrece el propio hogar.
El contraste entonces, a la hora de salir, es grande. Del cobijo del aislamiento a una intemperie que se vive en clave de tragedia inminente. Allí se entiende la tensión aséptica de la señora de la farmacia, mientras el estoico cajero, quien toca cientos de tarjetas por día, aparece, a los ojos de los que salen solo esporádicamente, como un ser de otro planeta.
En los hechos, el miedo sirve solo un ratito. Luego vale mutar hacia la prudencia, para así no empantanarse psíquicamente en el temor transformado en filosofía de vida. El miedo nos pone en alerta, pero luego, ya conscientes del peligro, podemos acudir a formas del cuidado más sostenibles en el tiempo y más inteligentes que el pánico reactivo.
Esa es, por supuesto, la teoría. No todos pueden llegar a lo antedicho de manera sencilla y lineal con solo proponérselo, y serán muchos los que demorarán en ir saliendo del miedo cristalizado, aun cuando estos días tan duros queden atrás.
El terror no nos salvará del virus. De hecho, a la larga nos debilita, nos vuelve violentos y, sobre todo, manipulables. No significa ningunear al miedo, pero sí darle el lugar de voz de alerta inicial que le corresponde, para pasar luego a ser conscientes, prudentes, valientes, disciplinados, solidarios. todas virtudes que a la larga son mucho más eficaces que el miedo para salir del paso.
Es importante recordar que no somos de cristal frente a los peligros de la vida. Esto implica conocer los peligros, pero también nuestros recursos ante la amenaza, lo que nos hace menos vulnerables al abordaje centrado en el terror preventivista que en ocasiones se adueña de todo. Sería algo así como pensar la escena de la farmacia con la prudencia del caso, pero sin ese plus angustiado vivido por la señora. No por dejar de lado el terror nos volvemos menos prudentes, sobre todo si somos conscientes de la situación.
No viene mal marcarle fuertemente la cancha al discurso del terror como único recurso ante el peligro, sobre todo cuando se cronifica y degrada en profundidad nuestra vida de relación. Así evitaremos que se transforme en el peor de los virus, haciendo que aquello que debiera ser remedio mute y cobre la forma de la peor enfermedad.
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