jueves, 6 de mayo de 2021

CRÓNICA PERSONAL DE UN PAÍS COLONIZADO POR EL POPULISMO ( PARTE 2 Y FINAL )


Crónica personal de un país colonizado por el populismo
En su último trabajo, Jorge Fernández Díaz reconstruye el modo en que el kirchnerismo impactó en su vida, convicciones y trayectoria profesional; aquí, un fragmento de una obra que aúna testimonio con reflexión

Jorge Fernández Díaz


Anticipo de "Una historia argentina en tiempo real", nuevo libro de Jorge Fernández Díaz
Dejamos de charlar durante la nerviosa temporada en la que Tomás Eloy Martínez y yo preparábamos el nuevo suplemento de cultura, pero lo invité para la fiesta de lanzamiento, que organizamos en el Roof Garden del Hotel Alvear. Se trataba de una cita de honor: contar con su apoyo era muy importante para mí. A la hora señalada, había un mundo de gente en ese piso suntuoso, y tocaba el piano Fito Páez, pero el Novelista no aparecía por ningún lado. Me encontré, en una esquina del salón, con una amiga común que bebía una copa de champagne, y me contó que mi mentor se había enredado con un compañero de generación y literatura en una larga cadena de mails, y que juntos habían acordado no asistir a mi invitación para “no hacerle el juego al diario de la oligarquía”.
Me quedé atónito, y ya en la redacción traté de digerir un enojo que me hacía temblar. No le escribí ni lo llamé, ni le hice frente ni le recriminé nada. Seguí con mi tarea cultural y, en paralelo, continué mi trabajo de edición con Beatriz Sarlo, que brillaba en las páginas de opinión política. La experiencia con Beatriz era continua y placentera. Por lo general, yo la llamaba con una idea en los labios, y otra en reserva. A veces ella se inclinaba por la primera o por la segunda, o rechazaba las dos y al final se le ocurría una tercera. Si la pesca del día no había funcionado, yo volvía a llamarla con dos ideas nuevas, y a veces ella elegía una, ganada por el cansancio, o me salía al paso con un tema absolutamente nuevo, fruto de su cosecha y de su fina observación. Aquel vínculo, además de exitoso, fue muy enriquecedor; creo que para ambos. Cuando la invité a un diálogo abierto en el Centro Cultural Recoleta –algo que ella nunca hacía en aquellos tiempos–, evidentemente no pudo negarse. Al día siguiente, sus definiciones tenían un gran despliegue en el diario y una gran repercusión en las radios y en la red. Esa misma noche yo cenaba con tres camaradas del oficio, cuando sonó mi celular. Era el Novelista, que sin saludarme me decía: “¿Así que ahora le hacés publicidad a esa soreta que a vos y a mí nos dejó afuera de la Facultad?”
Alberto Fernández en diciembre de 2019, tras recibir los atributos presidenciales de manos de Mauricio Macri
Beatriz, antes de ser una articulista de fuste, había sido nuestra Harold Bloom, una crítica fundamental que cató durante décadas la narración argentina desde la Facultad de Filosofía y Letras, y que por supuesto era odiada y temida por muchos escritores. Su cartografía crítica era una suerte de canon y dejaba deliberadamente afuera los géneros populares, el terreno donde el Novelista y yo solíamos movernos con alegría. Un ensayista literario de ese calibre suele recortar por donde le parece su propio corpus crítico: éste constituye en verdad su obra íntima, y nada tiene que ver con un infinito catálogo justiciero a gusto de todos. Le dije al Novelista que en ese momento estaba ocupado y que al llegar a mi casa lo llamaría. Lo aceptó, pero de mala gana. No sé por qué, pero seguí bebiendo malbec durante dos horas más, y llegué a mi departamento de recién separado con un leve mareo y latidos en las sienes. Pulsé su número y le pasé, a los gritos, todas y cada una de las facturas pendientes, y le expliqué por qué sentía que en lugar de ponerme el hombro en una patriada personal, me había traicionado. El Novelista amagó con enviarme, lleno de soberbia, la “importante correspondencia” que había mantenido con su compañero y en la que se basaba su boicot, y yo lo corté en seco: “¿Pero quiénes se creen ustedes? ¿Sartre y Simone de Beauvoir? Váyanse a la mierda los dos”. Le ordené que no me hablara más y les envié a sus socios del kirchnerismo toda clase de insultos.
Durante dos semanas el Novelista me escribió correos en los que se manifestaba asombrado porque “el hijo de Carmina”, el inmigrante congénito que provenía de la pobreza se hubiera pasado al enemigo. Y sorprendido porque se me había endurecido el corazón. A fin de mes, di el brazo a torcer, rompí el silencio y lo invité a un restaurante de Puerto Madero. Cenamos por última vez, bajando el tono e intentando recrear entre nosotros los viejos fulgores. Fue entonces cuando el Novelista, munido de una inocencia rayana con el cinismo o con la locura, me contó que a las 48 horas de haber publicado aquella crítica por la corrupción, un gerente de Canal 7 le había ofrecido una fortuna para hacer un programa menor. También, que tras sus dardos despectivos contra Daniel Filmus, eterno perdedor de las elecciones porteñas, el ministro de Educación le había ofrecido una segunda fortuna por un envío en un canal cultural. Y que Presidencia de la Nación solventaba unos libros de historia y filosofía que publicaba por entregas. “Te das cuenta de que te están comprando, ¿no?”, le pregunté con los pelos de punta. Me respondió abriendo los brazos: “Jorge, ¿qué otro gobierno me iba a dar lo que yo merecía?”.
Cenamos, a partir de ese momento, con languidez: él atacando insólitamente lo que Néstor Kirchner hacía bien y apoyando lo que hacía mal. Y luego nos abrazamos, como siempre y como si la pelea hubiera acabado bien y de una vez por todas, y yo crucé hasta LA NACION, donde había dejado mis papeles. La edición ya había partido hacia el taller, y a esa hora solo quedaban dos periodistas de guardia. Pensé un segundo si debía pedir un taxi, pero me sentía tan abatido que cerré el escritorio, me calcé la mochila en la espalda y atravesé la ciudad bajo esa noche de nubes negras. “¿Qué otro gobierno me iba a dar lo que yo merecía?” Caminé desde el Luna Park hasta puente Pacífico, y llegué rendido al departamento desangelado, me eché vestido sobre la cama y me puse a llorar.
* * *
Durante más de siete años nos hablamos cada semana; en ocasiones dos o tres veces, y recuerdo haber mantenido con él múltiples conversaciones de una hora entera. Alberto Fernández era un decodificador perfecto de los actos y gestos incomprensibles que Cristina Kirchner ejecutaba en el sillón de Rivadavia, en las tribunas y en las cadenas nacionales. Él conocía como nadie los secretos y las manías de aquel régimen cerrado, y era un lazarillo insuperable para periodistas hambrientos de saber y entender. Las conversaciones conmigo, sin embargo, corrían más por los laberintos de la cultura política y del sistema de creencias, que por el berenjenal de los temas judiciales o administrativos. Era una voz autorizada en la praxis peronista, y sentía como yo mismo que el movimiento de Perón, con sus dirigentes ricos y erráticos, sus punteros, ñoquis y mafiosos, y sus magnates gremiales, se había desnaturalizado y había sido el responsable principal del gran declive argentino. Alberto creía, en aquel momento, en un peronismo republicano. Lo irónico es que cuando yo desplegaba en mis columnas esas mismas opiniones, algunos “compañeros” y amigos íntimos de Fernández –todos ellos contrarios al kirchnerismo– se enojaban conmigo y me gritaban “gorila”. Alberto, en aquellos tiempos, dejó de ser una fuente para ser un interlocutor ideológico, y nuestras charlas dejaron de ser informativas para ser tertulias teóricas e intelectuales.
Nos distanció el arribo a la Casa Rosada del experimento Cambiemos: Alberto estaba enemistado personalmente con Macri y no terminaba de registrar el indignante y peligroso sabotaje destituyente que los kirchneristas le infligían.
Nos distanció el arribo a la Casa Rosada del experimento Cambiemos: Alberto estaba enemistado personalmente con Macri y no terminaba de registrar el indignante y peligroso sabotaje destituyente que los kirchneristas le infligían. Y lo que estaba en juego para el sistema de partidos: si los conspiradores y “resistentes” lograban su meta, y si una vez más un gobierno no peronista naufragaba, el monólogo justicialista sería eterno e invulnerable, y los fanáticos se sentirían habilitados a poner en práctica sus ideas extremas. Luego vi que Fernández confraternizaba con personajes del cristinismo a quienes él aborrecía, y eso enfrió aún más nuestra relación. Llevábamos cerca de tres años sin cruzar palabra cuando la Pasionaria del Calafate lo convirtió en candidato presidencial. Tuve entonces un dilema personal: ¿debía felicitarlo y retomar el contacto? El vínculo había sido estrecho, y yo no quería especular con nada. Decidí que fuera él quien se comunicara, si es que tenía fuerzas e interés verdadero. Los meses pasaron en cámara lenta, y cada tanto, un colega me advertía: “Alberto está dolorido con vos, quiere verte”. Pero no levantaba el teléfono. El 3 de julio lo internaron en el Otamendi, donde había agonizado y muerto Marcial. Y no pude menos que enviarle un mensaje por whatsapp: me preocupaba su salud. La respuesta fue inmediata y cariñosa: “Te aprecio, te valoro y te respeto del mismo modo que siempre lo hice –me escribió–. Que ocasionalmente no pensemos igual no nos hace menos valiosos”. Mi estado de ánimo era muy sensible en aquellos días. Mi madre empeoraba en la residencia de la calle Guevara y Alberto Fernández (justo él) había resucitado a Cristina y a su ejército de militantes bolivarianos. ¿Podría perdonarle a Macri que nos entregara a esos talibanes; podría perdonarle alguna vez a Alberto que los devolviera al poder? Cuando todo acabe, le dije a Verónica, quizá ya no pueda escribir una columna más, ni podamos seguir viviendo en la Argentina. Todo olía a cala, todo era alarmante y crepuscular.
* * *
El domingo Alberto me escribió para invitarme a almorzar al día siguiente. Era el primer lunes de su gestión, y había una cierta improvisación controlada en el vestíbulo de Balcarce 50. La recepcionista me miró de arriba abajo, con desconfianza, y me preguntó tres veces a quién iba a ver y quién me había citado. Después de algunos cabildeos en la Privada de la Presidencia, alguien me vino a buscar para conducirme por escaleras y pasillos a las antesalas del primer piso, donde nueve empleados y asesores me echaban ojeadas suspicaces e interrogativas. Luego de un tiempo prudencial, una asistente me explicó que el nuevo mandatario muchas veces manejaba su agenda personalmente, sin avisar a nadie, y que por eso no sabían qué hacer conmigo. Me franqueó el paso a ambientes internos, me acomodó en un pequeño salón y me pidió que esperara otro poco. Rápidamente, un camarero puso un mantel sobre una mesa redonda y desplegó la vajilla. Yo me entretuve recordando la reunión que había mantenido semanas antes con Fernán Saguier, entonces el subdirector del diario, el editor que me había acompañado durante quince años en las distintas aventuras narrativas del periódico y que alguna vez, no sin cierta osadía, me había confiado la columna de los domingos. “Me siento muy cansado, Fernán, y me doy cuenta de que el pozo se secó –le anuncié en su oficina de Vicente López–. Durante años traté de refutar el discurso de una ideología dominante que ahora regresa recargada. Y que, a pesar de su modalidad diferenciada y sus matices actuales, constituye el mismo régimen. Es, a lo sumo, un nuevo viejo régimen, con su corpus dialéctico intacto. ¿De qué voy a escribir? Siento que voy a repetirme y a cansar a los lectores. Quizá deba dejar la columna y escribir sobre otras cosas. La vida está llena de temas interesantes”.
Anticipo de "Una historia argentina en tiempo real", nuevo libro de Jorge Fernández Díaz
Saguier dijo que me entendía, pero también que yo debía pensarlo un poco más. Mi madre había muerto y el kirchnerismo regresaba con los mismos nombres, la misma mitología, los mismos relatos, los mismos trucos y las mismas trampas. Mientras no tuviera resuelta la economía, podía en principio manejarse incluso con una cierta prudencia, pero tarde o temprano se sacaría la máscara e hincaría el diente, y mientras tanto limaría las instituciones desde adentro día tras día: así se pierden las democracias en esta era de neopopulismos. Además, en mi cabeza, el libro por entregas que yo había estado escribiendo en tiempo real, se había terminado. ¿Por qué seguir adelante? ¿Con qué razonamientos nuevos, con qué fuerzas?
Le expliqué que haber vuelto a estudiar historia política durante cinco años y haberle dado una batalla cultural al peronismo me había parecido un apasionante desafío intelectual, y vi que le brillaban los ojos. También le conté que hacía unos días, ante un auditorio repleto, me habían preguntado quién era en verdad el nuevo presidente.
Alberto Fernández apareció por fin en escena y me dio un abrazo: yo estaba más calvo y él estaba más grueso. Había leído, durante nuestro distanciamiento, las novelas de Remil. Y en un segundo parecía, en efecto, el mismo Alberto de siempre, aunque yo sabía que había cruzado fronteras secretas y que había jugado desaprensivamente con los frascos de veneno, pensando de manera omnipotente que él sería un antídoto: la sangre no llegaría al río, no había nada que temer. Primero me habló de los vencimientos de la deuda, luego de las causas judiciales y al final de su relación personal con Cristina Kirchner. Todo lo tenía muy pensado y parecía tan optimista como Mauricio Macri en sus primeras semanas. Le expliqué que haber vuelto a estudiar historia política durante cinco años y haberle dado una batalla cultural al peronismo me había parecido un apasionante desafío intelectual, y vi que le brillaban los ojos. También le conté que hacía unos días, ante un auditorio repleto, me habían preguntado quién era en verdad el nuevo presidente. “Yo les conté que vos eras un peronista porteño, y que eso quería decir solamente una cosa: que yo había cantando la marcha peronista más veces que vos”. Se rio sin desmentirme. Y a continuación quise establecer las reglas de juego: “Hice todo lo posible para que el anterior gobierno terminara su mandato constitucional, y voy a hacer lo mismo con el tuyo si estás en peligro, como lo estuvo Macri. Pero te voy a criticar desde el republicanismo popular, y voy a intentar que vos y el peronismo vengan al sistema republicano y no sean arrastrados al antisistema, porque eso me parecería una tragedia de grandes proporciones”. Las cartas sobre la mesa. También le agregué un punto: “Si tu gobierno intenta meterse en las escuelas y hacer una pedagogía de adoctrinamiento, voy contra ustedes con todo lo que tenga”. Alberto me paró en seco: yo tampoco creo en eso, mi ministro de educación no tiene esa orden, me dijo. “Quiero de verdad terminar con la grieta”, me juró mostrándome las palmas de sus manos.
Pidió dulce de batata con queso e hicimos una larga sobremesa como si ambos fuéramos los de antes, aun cuando eso también era una gran mentira. Nos despedimos con otro abrazo y un agente me acompañó hasta la puerta de Balcarce (…)
Como Perón, sabía decirle a cada quien lo que éste quería escuchar, y podía hipnotizar a sus interlocutores. Cuando salí a la calle me encontré en Plaza de Mayo con cuarenta personas que le gritaban insultos y que reclamaban ser recibidos de inmediato. Por los carteles, supe que se trataba de familiares de presos comunes en huelga de hambre y que protestaban por las lamentables condiciones de los presidios.
Como Perón, sabía decirle a cada quien lo que éste quería escuchar, y podía hipnotizar a sus interlocutores. Cuando salí a la calle me encontré en Plaza de Mayo con cuarenta personas que le gritaban insultos y que reclamaban ser recibidos de inmediato. Por los carteles, supe que se trataba de familiares de presos comunes en huelga de hambre y que protestaban por las lamentables condiciones de los presidios. Me extrañó mucho que los canales de noticias del kirchnerismo no estuvieran transmitiendo en vivo, como hicieron durante los cuatro años de Cambiemos. Estos canales tenían la orden de cubrir cualquier problema callejero –por nimio que fuera–, para amplificarlo y dar la sensación permanente de que vivíamos en un país convulso. Pero en los últimos días habían quitado a sus periodistas de la calle y querían transmitir la idea de que ya los argentinos no sufríamos, y que con el peronismo habían retornado la paz y la felicidad a los barrios y a los pueblos. Pronto tendrían que enseñar a tejer crochet para llenar de contenido el aire de las tardes. Cuando giré para buscar un taxi, vi el móvil de uno de ellos, el más virulento y militante. El camión de exteriores estaba estacionado contra el sector de la explanada, y los aguerridos movileros de la indignación kirchnerista descansaban a la sombra de la bucólica siesta –las cámaras apagadas, los micrófonos enfundados–, mientras la noticia gritaba y se extinguía en la plaza.
Descarté el taxi y vagué un rato por Plaza de Mayo y entré en Los argonautas a revisar el sector de los ensayos y las novelas policiales. Aquella librería de saldos estaba íntimamente unida a mi vida de lector, al descubrimiento temprano del periodismo y la política, y resulta que ahora anunciaba con letras grandes una desgracia: liquidaba todo a mitad de precio y bajaba la persiana para siempre. Altos costos y pobres ventas. También aquella noble librería en inminente retiro era el fin de algo. No recuerdo exactamente qué compré ese día, solo sé que Verónica me llamó al celular y le conté someramente cómo había resultado aquel reencuentro. De pie entre libros polvorientos y ávidos lectores de trajes gastados, le dije con fatiga: “En este largo viaje, siento que fui contra el kirchnerismo, y que por el camino me encontré con la Argentina”. Y pregunté antes de cortar: ¿por qué seguir escribiendo la columna de los domingos? Ella vaciló unos segundos, y al final me respondió como si siguiéramos en Père-Lachaise: “Porque no estamos solos”.

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