viernes, 7 de mayo de 2021

EL DI TELLA...UNA EXPERIENCIA INOLVIDABLE...HACÍA FALTA UN BUEN LIBRO


El Instituto Di Tella marcó una época: ¿por qué no hubo otro igual?
En el libro “El Di Tella. Historia íntima de un fenómeno cultural”, el periodista Fernando García explora las razones por las que el mítico centro de experimentación fue el corazón de una movida única en los ‘60
N. B. 

Exterior y oficinas del Instituto Di Tella de la calle Florida hacia fines de 1963 (Archivo Universidad Torcuato Di Tella)
“Hacia el final de este libro la artista Delia Cancela estará reflexionando con extrañeza sobre su propia experiencia allá lejos en la versión argentina de los años 60. Dirá que ninguna de las llamadas vanguardias (los dadaístas, los surrealistas) tuvo una institución, un edificio así, una estructura semejante por detrás. Que para ellos, que eran tan jóvenes, fue acaso demasiado. Y es cierto”. Con estas palabras empieza El Di Tella. Historia íntima de un fenómeno cultural, una investigación descomunal del “arqueólogo pop” Fernando García sobre la institución creada y sostenida por la familia Di Tella en Buenos Aires en la década de 1960.
Lanzamiento de mayo del sello editorial Paidós, el libro tiene unas 720 páginas y reúne testimonios surgidos de setenta y cinco entrevistas y de material histórico del archivo Di Tella, de la Hemeroteca del Congreso, de la Biblioteca Nacional y de la Fundación Espigas.

Con más de 700 páginas y 75 entrevistas, la investigación de García abarca más allá de "la manzana loca" del Instituto Di Tella
“Ditelliano: Dícese de toda aquella obra y artista que, auspiciada por el Instituto Di Tella, causó conmoción estética en Buenos Aires entre 1963 y 1970, y fue capaz de elevar a la opinión pública la cuestión sobre los límites del arte, ya fuera en lo visual, lo escénico o lo sonoro”.
Convertido en adjetivo calificativo, el término “ditelliano” condensa la clave de ese fenómeno cultural irrepetible que generó monstruos artísticos de la talla de Marta Minujín, Edgardo Giménez, Delia Cancela, Roberto Jacoby, Marilú Marini, Alfredo Arias, Gerardo Gandini, Oscar Araiz y Nacha Guevara, entre otros.
“Las vanguardias se definieron en los años 20 del siglo XX por su oposición a la institución-arte pero en Buenos Aires, en los 60, el rebrote (neo)vanguardista que creció a la sombra de la sociedad de consumo y se consumó en lo que llamamos cultura pop (la aplicación de estrategias radicales sobre la cultura popular) coincidió con la expansión de una industria familiar hacia las fronteras del arte y la ciencia”, explica García en el prólogo. Que el big bang neovanguardista, como dice el periodista y colaborador haya coincidido con la decisión de una industria nacional de invertir dinero en el país para difundir y apoyar el arte y la cultura puertas adentro puede explicar el origen del fenómeno ditelliano.
Chocaron los planetas en el momento justo en el lugar indicado: había fondos, talento y ganas de experimentar. Eso sí: cada uno de los protagonistas responde de distinta manera la pregunta que guía el libro (y también este artículo): por qué, después del cierre del Instituto Di Tella, nunca hubo otro igual.

Marta Minujin, en la época del Di Tella: "Nunca más hubo algo igual. Yo estaba ahí todo el tiempo, haciendo cualquier cosa"
“El carácter irrepetible de la experiencia ditelliana está en el medio de sus coordenadas históricas y en el entramado de sus paradojas. Su temporalidad, su vida útil, es casi idéntica a la de Los Beatles (todo sucedió mayormente entre 1963 y 1970) y en ese sentido es, a no dudarlo, la mejor y mayor versión argentina de la cultura pop global que se manifestó en esa década”, dice García ahora, con los ejemplares impresos en la mano. “Guido Di Tella y Enrique Oteiza, director del Instituto, tuvieron el coraje de intentar poner a Buenos Aires en el mapa internacional de la vanguardia a contramano de una mentalidad castradora escudada en la mitología del nacionalismo. En ese propósito agotaron los recursos de la misma mina de oro que los había impulsado: fueron nacionalcosmopolitas a ultranza”, asegura el autor, que en cada capítulo cuenta una historia (o más) dentro de la gran historia del Di Tella.
Así, por el libro desfilan jóvenes artistas (a los que hoy llamaríamos emergentes) que pudieron desarrollar (o no, en algunos casos) una gran carrera a nivel internacional e internacional. Es el caso de Minujín, claro, pero también de otros nombres que tal vez no le resuenen tanto al lector común no especializado, como por ejemplo, David Lamelas.
Pionero del arte conceptual y protagonista de la escena cultural local en la época ditelliana, Lamelas le dio a García una de las definiciones más claras y contundentes del fenómeno Di Tella: “Era el epicentro de una Argentina industrializada que miraba al futuro dentro de un contexto neoliberal. Y eso se trasladaba al arte, pero para nada esnob ni extranjerizante. Ese problema lo tenían los reaccionarios, que querían seguir con el cuadrito y rechazaban nuestra modernidad. Y, claro, estaban furiosos porque estábamos trayendo una cosa nueva, más contemporánea. La academia estaba en contra nuestra y también la izquierda. Estar en contra nuestro era estar en contra de algo progresista. Fue una visión errada. Es cierto que estábamos trabajando en una institución que tenía conexiones con Estados Unidos, pero yo creo que las revoluciones se hacen desde adentro. Y nosotros estábamos adentro del Caballo de Troya. La gente que se puso en contra lo hizo por resentimiento, por no estar invitados a participar del Di Tella”.
El artista se refiere a las críticas y las persecuciones que padecieron los “modernos”, habitués del Di Tella y su zona de influencia, que García denomina en el libro “Floridanópolis” por la ubicación de la sede del instituto, en Florida 936. En ese edificio, punto de encuentro de pintores, músicos, actores, escritores pero también de jóvenes pelilargos que buscan un lugar de pertenencia, “como en ningún otro lugar del mundo, se cruzaron dos visiones opuestas de los años 60: la de la tecnocracia y la de la contracultura”, describe García con claridad.
En las páginas finales, en la sección “Libro de visitas”, el periodista cita opiniones de quienes habían convertido al instituto en un espacio propio:
“En un país donde no había nada, de golpe ese edificio, ese Di Tella, que nos daba todo, ese lugar, todo ese protagonismo, merecido de todos modos… Si vos pensás, los surrealistas, los dadaístas, ¿eran parte de una institución? No. Lo nuestro era rarísimo. Tener una institución detrás tuyo y con esa fragilidad tan argentina”, dice Delia Cancela.
“Estar en el Di Tella era como ir al bar de La guerra de las galaxias: todos éramos unos raros y parte del atractivo del resto de la gente era venir a vernos, como si fuera un zoológico. La infancia y la adolescencia se terminaron con el Di Tella. Se terminó la posibilidad de jugar, de experimentar, de equivocarse, de probar cosas; todo eso se terminó. Lo que vino después fue otra cosa”, opina Nacha Guevara.
Para Oscar Araiz, “ir al Di Tella era como entrar en una dimensión desconocida. Te predisponías a que pasara cualquier cosa. ¡Y pasaba cualquier cosa!”. Y, para Minujin, ”nunca más hubo algo igual al Di Tella. Yo estaba ahí todo el tiempo, haciendo cualquier cosa. Lo más más más que hubo. Un lugar canchero e inteligente. Para nosotros, que vivíamos en casas de barrio, era como un palacio. ¡Espectacular! Pero con muchos odios adentro”.
A todo fenómeno cultural le toca, irremediablemente, lidiar con el morbo y la exposición mediática. El Di Tella no se salvó de eso y, junto con el interés de la gente que se acercaba a ver qué pasaba, llegó la curiosidad de los medios de la época por intentar entender de qué se trataba.

Alfredo Arias: "Lo que se produjo con el Di Tella es que había una curiosidad de la gente por ese fenómeno sin que necesariamente estuvieran preparados".
En uno de los capítulos García le pregunta a Alfredo Arias qué impacto tuvo hacia el interior ditelliano la tapa de la revista Primera Plana de 1966 que registraba el fenómeno pop. “Correspondía a los cinco minutos de gloria que decía Andy Warhol. Era eso. Para mí, lo interesante era abarcar un espacio y ocuparlo. Más con una idea de arte que celebrando que salieran nuestras caras. Lo que se produjo con el Di Tella es que había una curiosidad de la gente por ese fenómeno sin que necesariamente estuvieran preparados para ese fenómeno. Porque los que iban a ver La Menesunda no sabían muy bien lo que iban a ver pero lo iban a ver igual, porque sabían que pasaba algo ahí. De la misma manera nosotros ocupamos ese espacio porque pasaba algo ahí. Yo nunca pensé en tener fama, y creo que ninguno de nosotros. Era un poco como una provocación, me parece. Como jugar el juego que la sociedad proponía. Quizás alguno se lo creyó, no sé. No fue mi caso”, responde Arias.
El Di Tella fue mucho más que un espacio de encuentro y de exhibición. Además del Centro de Artes Visuales, tuvo un centro de experimentación audiovisual y un programa de música académica, único en América latina, como destaca el autor. “Su carácter de posgrado le daba un poco la espalda al fenómeno cultural que el Di Tella terminó cobijando aunque en la audacia de sus compositores y el avanzado Laboratorio de Música Electrónica se cifraba también lo «ditelliano»”, explica. Muestras, happenings, conciertos, espectáculos teatrales y hasta premios para artistas: todo eso fue el Di Tella y ahí radica, probablemente, el secreto de su carácter de único e irrepetible.
Así lo resume García: “Los artistas más identificados con el Di Tella se mantienen vigentes porque entendieron que en el cruce de lo popular con lo vanguardista estaba cifrado el futuro. Esa generación que se había alimentado de la patada final del existencialismo se cruzó en una puerta vaivén con la ambición cultural de los herederos de un imperio que era sinónimo de la burguesía industrial argentina y su expansión internacional. Los Di Tella tenían una colección notable de arte pero no construyeron un museo al estilo Beaux Arts a modo de autohomenaje sino una factoría artística multidisciplinaria impar en la que tecnocracia y contracultura convivieron hasta que colisionaron en la antesala de los violentos 70. Una fortuna puesta al servicio de la experimentación artística sin esperar el like de la época y en un contexto político hostil que desalentaba cualquier aventura. Así es como se dio esa rara sociedad en el que la fortuna de la nave metalmecánica dispuso un playground para que la bohemia y la vanguardia que orbitaban en torno a Florida 936 concretaran sus visiones (por más disparatadas que fuesen)”.
Lo irrepetible, para García, radica en el talento de los artistas (“No se puede fabricar una Minujín, un Jorge Bonino o un Spinetta de nuevo”) y también “en la imposibilidad de imaginar una resurrección industrial de la Argentina y más aún, que una fortuna semejante eligiera asumir los riesgos de tal aventura con total libertad y desprejuicio”.

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