Buenos Aires, una provincia “cerrada hasta nuevo aviso”
La administración pública bonaerense se halla en estado vegetativo, apenas mantiene sus funciones vitales para recaudar
Luciano Román
Si hubiera una gran puerta de entrada a la administración pública bonaerense, en ella encontraríamos este cartel: “Cerrado hasta nuevo aviso”. Valga esta foto imaginaria para advertir sobre lo que está ocurriendo en la provincia de Buenos Aires: el Estado ha dejado de atender. Casi todas las oficinas públicas llevan más de un año cerradas: operan con cuentagotas, con guardias mínimas, dotaciones muy reducidas, turnos esporádicos y un sistema de atención virtual que, en muchos casos, es prácticamente una ficción. El cuerpo administrativo de la provincia se encuentra en estado vegetativo, con sus arterias obstruidas y sus reflejos adormecidos. Apenas mantiene sus funciones vitales para recaudar.
Nos duele el drama de las escuelas cerradas porque toca, por supuesto, la fibra más sensible, por la que pasan la educación, la salud y la contención de los chicos. Pero, al igual que los colegios, están cerrados los ministerios, los organismos y los entes indispensables para la prestación de servicios públicos. El Estado bonaerense empezó a hibernar en marzo del año pasado y nunca recuperó un estándar mínimo de normalidad. Es una situación que sufren contribuyentes, beneficiarios de las más variadas prestaciones, jubilados, profesionales, comerciantes, empresarios. Y que ha habilitado algo que quizá parezca moralmente menos chocante que el vacunatorio vip (porque no está necesariamente en juego la vida), pero que responde a la misma lógica: una administración por acomodo, un Estado paralelo o blue, en el que solo logran agilizar un trámite o mover un expediente aquellos que tienen “una palanca” o el contacto adecuado en la telaraña estatal.
A pesar de la exuberancia y la pasión con que el gobierno bonaerense recita el eslogan del “Estado presente”, no ha considerado que los 675.000 empleados públicos de la provincia sean “personal esencial”. Muy por el contrario, los ha declarado prescindibles. Salvo médicos, enfermeros y policías, el resto cumple a rajatabla la consiga “quedate en casa”, al menos en lo que respecta al compromiso laboral. En organismos como ARBA, el IPS, el Registro de las Personas, la Dirección de Catastro o el Departamento de Geodesia (por mencionar solo algunos ejemplos) no hay nada que funcione a pleno. En casi todos esos organismos derivan a “oficinas virtuales”, que bien podrían definirse como “oficinas fantasma”: son páginas web que resultan casi inaccesibles para millones de ciudadanos y en las que nadie responde ni avanza casi ningún trámite. ¿Cuáles serán las consecuencias de semejante parálisis? Es algo que no parece preocupar a nadie en el gobierno bonaerense. Es probable que un día descubramos que se ha generado una suerte de colapso administrativo o que, por el contrario, verifiquemos que el Estado puede funcionar a control remoto y que la administración pública no era tan necesaria como se creía. Un mozo mira con angustia las mesas vacías porque sabe que su trabajo depende de los clientes del bar. ¿Sienten lo mismo los gremios de empleados públicos cuando ven desierta la mesa de entradas? En cualquier caso, es evidente que el cierre completo del Estado bonaerense parece encubrir una anomalía de imprevisibles consecuencias.
Por lo pronto, hay una inmensa cantidad de bonaerenses que no pueden acceder a beneficios que les corresponden, que no logran habilitaciones o permisos que necesitan, que no consiguen partidas o documentos, que no pueden presentar un reclamo o regularizar una situación administrativa. No vemos protestas callejeras, porque son penurias que se sufren con silenciosa resignación. No hay sindicatos de contribuyentes ni de beneficiarios. Pero detrás de ese silencio hay impotencia ciudadana por algo que, a esta altura, ya implica denegación de servicio público.
Está claro que el Estado, al igual que la actividad privada, está afectado por los riesgos y las consecuencias de una pandemia que golpea al mundo entero. Pero después de más de un año también sabemos que no se pueden bajar las persianas de la administración sin medir las consecuencias. Es razonable, a esta altura, que muchos ciudadanos empiecen a reparar en la desigualdad que supone el cierre de algunas oficinas públicas y no de otras. ¿Un policía debe arriesgar más su salud que un empleado del Instituto de Previsión Social? ¿Por qué una agente administrativa de 59 años que trabaja en un hospital público no puede quedarse en su casa como un joven de 25 que atiende en el Registro de las Personas? Esas desigualdades están incubando, incluso, un malestar que también podría generar consecuencias a largo plazo y que, más tarde o más temprano, lo pagará el ciudadano.
Cuando el Presidente dijo que el sistema de salud se había relajado por atender patologías ajenas al Covid, reveló un concepto que quizá explique lo que está pasando en la provincia: parecería que ocuparse de cualquier cosa que no esté directamente vinculada a la pandemia supone un reprochable “relajamiento”; como si el mundo pudiera detenerse hasta que el virus desaparezca. La administración bonaerense “no se relaja”. Lleva al extremo el dogma del encierro y mantiene, en buena parte del Estado, la misma cuarentena absoluta que se dispuso en marzo de 2020.
El criterio bonaerense parece imponerse más allá de la propia administración: la Legislatura y el Poder Judicial han dejado las oficinas para mudarse a las pantallas. En algunos casos, han logrado un funcionamiento eficiente y aceitado; en otros, la virtualidad implica una pérdida tan evidente como la que se ve en las escuelas. Lo cierto es que en todo este proceso se han debilitado también el compromiso y la disciplina laboral en el ámbito público. La falta de horarios, de presencia física, de regularidad en el trabajo, de interacción, de evaluación de resultados y rendición de cuentas hace que, en muchos casos, se vea resentida la cultura misma de la responsabilidad y el compromiso laboral.
Detrás del cierre de las oficinas públicas se escondería algo peor que lo que dijo alguna vez la vicepresidenta de la Nación: un gobierno que no gobierna. Hay una gestión que solo mira cifras de contagios y ocupación de camas y que, a pesar de ese enfoque unidireccional, no puede exhibir más que un fracaso en materia sanitaria. A un año de la cuarentena y frente a una segunda ola inexorable, tenemos pocas vacunas y muchos casos, hay hasta escasez de oxígeno, y la Argentina se ubica (según un ranking de Bloomberg) en una penosa posición internacional por su manejo de la pandemia. Pero detrás del trágico telón de la catástrofe sanitaria hay una administración sin rumbo, sin políticas educativas, sin planificación estratégica, sin innovación, sin planes de obras ni de hábitat, sin cobertura de juzgados vacantes (por lo menos 600 están acéfalos en la provincia), sin debates legislativos, sin iniciativa en materia penitenciaria ni en gestión cultural ni en cuestiones de energía o de medio ambiente. Hay un gobierno provincial obsesionado con la pelea política con la ciudad de Buenos Aires y encerrado en un fallido fundamentalismo sanitario. No mira más allá. El encierro del gobernador ha dejado, incluso, de ser metafórico: se puede observar en el corazón de La Plata, que sin actividad universitaria ni administrativa ni cultural se ha convertido en una capital inerte. Allí el gobernador ha levantado muros de rejas alrededor de su residencia oficial. En nombre del Estado presente, se ha adueñado de una calle para él y su familia. No es solo una metáfora. Es la imagen real de un cerco (otro más) que ha levantado el Estado provincial y contra el cual se chocan, todos los días, los ciudadanos bonaerenses. Para pasar el cerco se necesita ser amigo del poder.
Por lo pronto, hay una inmensa cantidad de bonaerenses que no pueden acceder a beneficios que les corresponden, que no logran habilitaciones o permisos que necesitan, que no consiguen partidas o documentos, que no pueden presentar un reclamo o regularizar una situación administrativa. No vemos protestas callejeras, porque son penurias que se sufren con silenciosa resignación. No hay sindicatos de contribuyentes ni de beneficiarios. Pero detrás de ese silencio hay impotencia ciudadana por algo que, a esta altura, ya implica denegación de servicio público.
Está claro que el Estado, al igual que la actividad privada, está afectado por los riesgos y las consecuencias de una pandemia que golpea al mundo entero. Pero después de más de un año también sabemos que no se pueden bajar las persianas de la administración sin medir las consecuencias. Es razonable, a esta altura, que muchos ciudadanos empiecen a reparar en la desigualdad que supone el cierre de algunas oficinas públicas y no de otras. ¿Un policía debe arriesgar más su salud que un empleado del Instituto de Previsión Social? ¿Por qué una agente administrativa de 59 años que trabaja en un hospital público no puede quedarse en su casa como un joven de 25 que atiende en el Registro de las Personas? Esas desigualdades están incubando, incluso, un malestar que también podría generar consecuencias a largo plazo y que, más tarde o más temprano, lo pagará el ciudadano.
Cuando el Presidente dijo que el sistema de salud se había relajado por atender patologías ajenas al Covid, reveló un concepto que quizá explique lo que está pasando en la provincia: parecería que ocuparse de cualquier cosa que no esté directamente vinculada a la pandemia supone un reprochable “relajamiento”; como si el mundo pudiera detenerse hasta que el virus desaparezca. La administración bonaerense “no se relaja”. Lleva al extremo el dogma del encierro y mantiene, en buena parte del Estado, la misma cuarentena absoluta que se dispuso en marzo de 2020.
El criterio bonaerense parece imponerse más allá de la propia administración: la Legislatura y el Poder Judicial han dejado las oficinas para mudarse a las pantallas. En algunos casos, han logrado un funcionamiento eficiente y aceitado; en otros, la virtualidad implica una pérdida tan evidente como la que se ve en las escuelas. Lo cierto es que en todo este proceso se han debilitado también el compromiso y la disciplina laboral en el ámbito público. La falta de horarios, de presencia física, de regularidad en el trabajo, de interacción, de evaluación de resultados y rendición de cuentas hace que, en muchos casos, se vea resentida la cultura misma de la responsabilidad y el compromiso laboral.
Detrás del cierre de las oficinas públicas se escondería algo peor que lo que dijo alguna vez la vicepresidenta de la Nación: un gobierno que no gobierna. Hay una gestión que solo mira cifras de contagios y ocupación de camas y que, a pesar de ese enfoque unidireccional, no puede exhibir más que un fracaso en materia sanitaria. A un año de la cuarentena y frente a una segunda ola inexorable, tenemos pocas vacunas y muchos casos, hay hasta escasez de oxígeno, y la Argentina se ubica (según un ranking de Bloomberg) en una penosa posición internacional por su manejo de la pandemia. Pero detrás del trágico telón de la catástrofe sanitaria hay una administración sin rumbo, sin políticas educativas, sin planificación estratégica, sin innovación, sin planes de obras ni de hábitat, sin cobertura de juzgados vacantes (por lo menos 600 están acéfalos en la provincia), sin debates legislativos, sin iniciativa en materia penitenciaria ni en gestión cultural ni en cuestiones de energía o de medio ambiente. Hay un gobierno provincial obsesionado con la pelea política con la ciudad de Buenos Aires y encerrado en un fallido fundamentalismo sanitario. No mira más allá. El encierro del gobernador ha dejado, incluso, de ser metafórico: se puede observar en el corazón de La Plata, que sin actividad universitaria ni administrativa ni cultural se ha convertido en una capital inerte. Allí el gobernador ha levantado muros de rejas alrededor de su residencia oficial. En nombre del Estado presente, se ha adueñado de una calle para él y su familia. No es solo una metáfora. Es la imagen real de un cerco (otro más) que ha levantado el Estado provincial y contra el cual se chocan, todos los días, los ciudadanos bonaerenses. Para pasar el cerco se necesita ser amigo del poder.
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