Es la productividad, compañeros
Fernando Iglesias
Es simpático, cool, y está bien visto, decir que la causa de la pobreza en la Argentina es la desigualdad; pero no es cierto. Más allá de las parrafadas del buenismo progre, peronista o católico, un simple análisis de los datos demuestra que la principal causa de la pobreza nacional es la bajísima productividad de la economía argentina, lograda mediante décadas de hegemonía del pobrismo nacional, popular y bergogliano.
Pongámoslo así: ¿qué disminuiría más rápida y efectivamente la pobreza en el país, mejorar la distribución de la riqueza o la productividad de la economía? Para ejemplificarlo, comparemos a la Argentina con Australia y Canadá, dos países que para 1945 compartían con nosotros el top ten de los más ricos del mundo y que desde entonces adoptaron políticas económicas opuestas a las nuestras: aprovechamiento pleno de los recursos naturales, rol productivo a cargo del sector privado, garantías institucionales, apertura al mundo y bajas transferencias intersectoriales decididas desde el Estado.
Y bien, para alcanzar los niveles de igualdad de Australia y Canadá, el valor GINI de la Argentina (42,3) debería bajar al 34,3 y el 33,3, respectivamente; una mejora de muchísimo menor impacto en la reducción de la pobreza que alcanzar sus índices de productividad. El mejor indicador al respecto, el PBI per cápita, es concluyente. Según el Banco Mundial, en dólares actuales, el PBI per cápita argentino es de US$10.729 anuales; el de Australia, US$59.934, y el de Canadá, US$52.051. Por lo tanto, igualar sus niveles de productividad significaría multiplicar por 5,6 veces y 4,8 veces, respectivamente, la riqueza de cada argentino. Aun manteniendo los actuales niveles de desigualdad, cada uno de nosotros dispondría de ingresos cinco veces mayores y la pobreza sería, como en esos países, cercana a cero. En cifras exactas, que debo a la colaboración de Sebastián Einstoss y Federico Sturzenegger, la pobreza en una Argentina con el PBI per cápita australiano sería del 1,7%; y con el canadiense, del 2,1%. Nada parecido se lograría mejorando los niveles de igualdad. Por ejemplo, quitándole ingresos al tercio más rico de la población y otorgándoselos al tercio más pobre hasta alcanzar el GINI australiano y canadiense, el índice de pobreza argentino sería del 25,4% y del 24,1%; cifras similares al 25,7% obtenido por el gobierno de Cambiemos a fines de 2017.
¿Que son culturas muy diferentes a la nuestra? Muy bien, comparemos con España e Italia, países latinos de los que proviene la mayor parte de nuestros antepasados. Alcanzar el PBI per cápita de España o de Italia, que deben importar casi toda su energía y sus alimentos, implicaría multiplicar por 2,8 y por 3,3 los ingresos argentinos, respectivamente. En este caso, sin modificar la distribución de la riqueza, la pobreza en una Argentina con el PBI per cápita de Italia sería del 4%; y con el de España, del 5,6%. También aquí la disminución sería espectacular y mucho mayor a la de cualquier política que priorizara la igualdad y transfiriera recursos del tercio más rico al tercio más pobre de la población hasta alcanzar el GINI de Italia (34,3) y España (35,2). Con esos niveles de desigualdad, el índice de pobreza argentino sería del 28,3% y del 26,2%; valores peores a los de la Argentina 2017.
La conclusión es contundente: sin ninguna modificación de la distribución actual de sus ingresos, recuperar los niveles de producción del primer mundo que la Argentina supo tener hasta 1945, cuando nuestro PBI per cápita era el octavo en el planeta, implicaría disminuir unos 30 puntos porcentuales el actual índice de pobreza, llevándolo a niveles de Primer Mundo inferiores al 5%, que también supimos tener. En cambio, alcanzar niveles de igualdad del Primer Mundo solo reduciría el actual número de pobres unos diez puntos porcentuales, llevándolo a niveles similares a los de 2017 o 1993, nuestros mejores registros de las últimas décadas.
La principal causa de la pobreza argentina no es entonces la injusticia social, sino la bajísima productividad de una economía basada en el proteccionismo, el industrialismo, el estatismo, el populismo, la inflación y el déficit, inaugurados en el país en 1945. Y si se trata de reducción de la pobreza, lo mejor es recurrir al ejemplo más extraordinario de la historia: China, que abandonó la economía maoísta en la que todos eran igualitariamente pobres para organizar sus empresas de manera capitalista y su economía a través de la apertura al mundo. El resultado excedió todo lo esperado, generando una mejora mayor a la acontecida durante la Revolución Industrial. Según el Banco Mundial, para 1990, la China guiada por principios maoístas tenía al 72% de su población viviendo por debajo de la línea de pobreza mundial (1,90 dólares de ingreso diario). Su excelente valor de igualdad de entonces (GINI: 32,2) le servía de poco. Después, en veinte años de desarrollo capitalista orientado a las exportaciones, la pobreza china se redujo al 13,9%, y de cada cinco chinos pobres en 1990 solo quedaba uno. ¿La igualdad? Bien, gracias. No solo no había mejorado sino que había empeorado, llegando a un valor GINI de 43,7, peor al de la Argentina de hoy.
¿Exotismo asiático? Tampoco, como demuestra la experiencia del campeón latinoamericano de disminución de la pobreza: Chile. Para 1987, la pobreza chilena alcanzaba al 15,4% de la población, con un GINI muy malo, de 56,2. Solo una década más tarde, gracias al gobierno de la Concertación, que unió a fuerzas de centro –Democracia Cristiana– y de izquierda –Partido Socialista– la pobreza se había reducido a un tercio y era del 4,6%. De tres chilenos pobres en 1987, una década después solo quedaba uno. ¿El GINI? ¿La igualdad? Sin variación: 55,5; menos de un punto de diferencia respecto de 1987.
Es la productividad, compañeros. Mundial, regional, latina o anglosajona, la conclusión es la misma: aumentar la riqueza es la principal forma de disminuir la pobreza. Aún más en economías con bajos niveles de desarrollo como la argentina, que tienen grandes posibilidades de mejoras productivas. Crear las condiciones macroeconómicas para un desarrollo de largo plazo no es pues una obsesión de tecnócratas sino la condición necesaria para acabar con la fábrica de pobres en que se ha convertido este país haciendo exactamente lo contrario.
Es la productividad. Y el responsable de haberla destruido en la Argentina es el peronismo. No el kirchnerismo sino el peronismo original y su continuación actual, kirchnerista. Lo hicieron, principalmente, transfiriendo recursos desde los sectores productivos y competitivos, tendencialmente exportadores, a los sectores de baja productividad y nula capacidad de competencia: el Estado y los sectores orientados al mercado interno, siempre dependientes de proteccionismos aduaneros, de mercados altamente regulados por burócratas a la búsqueda de beneficios extraordinarios y de subsidios al capitalismo de amigos pagados con el IVA de la polenta.
Hoy, cuando un productor agropecuario exporta tres camiones de soja, el Estado se queda con uno en la Aduana, vía retenciones. Después, de los dos que exportó le devuelve solamente uno, gracias al cepo y la brecha cambiaria. Con el camión que le queda, el productor-exportador tiene que pagar a los trabajadores, los insumos, los gastos y renovar el equipo. Y si le queda algo, el Estado le aplica el 35% del impuesto a las ganancias. Todo, en beneficio de sectores que no compiten, gente que no trabaja y provincias colgadas de la coparticipación federal. Todo, a favor del peronismo, dirigencia política de esa patria subsidiada que tiene en el norte y en el conurbano sus grandes fábricas de pobres, víctimas de la ilusión que les vendieron de que este es un país naturalmente rico en el que basta redistribuir mejor para ingresar a la tierra prometida por el milenarismo nac&pop del General y el Papa
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