sábado, 2 de febrero de 2019
LEA DEL HOLOCAUSTO
“Lea del Holocausto”, por Alfredo Leuco
Lea tiene el número 33.502 tatuado en el brazo. El alma se estruja cuando uno ve a esa abuelita de 92 años, a esa bobe con pinta de bobe, marcada como si fuera ganado. Lea se ríe de las arrugas que le surcan la cara y tiene una mirada tierna.
Pero jamás recuperó la alegría plena desde aquel día en que el médico nazi Josef Mengele levantó su brazo para que le grabaran a fuego esa cifra maldita: 33.502. Lea dijo que Mengele, tenía “una mano con dedos de araña ponzoñosa”.
Era el que experimentaba con los seres humanos como si fueran ratas de laboratorio. Fracturaba huesos del cráneo de los chicos, extirpaba ovarios de mujeres embarazadas, quemaba gente viva para reducirla a cenizas. Era la perversidad atroz disfrazada con guardapolvo blanco.
Ese número maldito inyectado en tinta era la manera en que los nazis identificaban a sus víctimas y en el mismo acto le sacaban su identidad. La convertían en parte de una lista, en un frío número que le quitaba su condición de ser humano. Eso fue lo que Lea sintió todo el tiempo.
Los adoradores de Adolf Hitler la degradaron hasta las peores humillaciones. Lea vio con sus propios ojos tristes y vivió en carne propia, los crímenes de lesa humanidad y el intento de exterminio. Ella estuvo adentro de la catástrofe de la Shoá.
Ayer se cumplieron 74 años desde que el Ejército Rojo liberó el campo de concentración de Auschwitz que es el símbolo más cruel del fascismo.Es el apellido del Tercer Reich. Por eso se instauró como el día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto.
En homenaje a las víctimas y a los sobrevivientes como Lea, el presidente Mauricio Macri participa en estos momentos del acto que se está haciendo en la cancillería.
Cuando las tropas rusas entraron a Auschwitz no podían creer la magnitud de la barbarie. Primo Levi dice que los soldados bajaban la mirada ante el horror de los hornos crematorios, las cámaras de gas y las montañas de cadáveres raquíticos. Fue una fábrica macabra de crímenes, la industrialización del asesinato masivo. Y Lea estuvo allí.
Lea es una sobreviviente de la Shoá. Ella pudo regresar de la muerte. Lea pudo escapar de la maquinaria perfecta pergeñada por la raza aria, presuntamente la raza superior, que tuvo la responsabilidad de haber concretado el mayor genocidio de la historia de la humanidad.
Borraron de la faz de la tierra a más de 6 millones de judíos y a 5 millones de otras minorías como los gitanos, comunistas, homosexuales y hasta discapacitados. Fue el resultado del odio racial y la xenofobia llevados a su máxima expresión. Por eso nunca hay que bajar la guardia y mucho menos ahora que esos disvalores brutales han vuelto a reclutar fanáticos en todo el mundo.
Un psiquiatra y filósofo alemán llamado Karl Theodor Jaspers sentenció que ” lo que ha sucedido es un aviso. Olvidarlo es un delito. Fue posible que todo eso sucediera y sigue siendo posible que, en cualquier momento, vuelva a suceder”.
El Papa Francisco, en el Museo del Holocausto en Israel, escribió de puño y letra en el libro de visitas:” Con la vergüenza de lo que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, fue capaz de hacer. Con la vergüenza de que el hombre se haya hecho dueño del mal. Con la vergüenza de que el hombre, creyéndose Dios, haya sacrificado, así, a sus hermanos. ‘¡Nunca más! ¡Nunca más!’”.
Lea es polaca y confiesa que cuando siente culpa por haber sido la única de su familia que no murió, se recuerda a si misma que su misión en la vida es hablar de aquella muerte masiva para que nadie olvide, para que nadie niegue, para que nunca más.
Todos le dicen Lea pero ella se llama Liza Zajac. Era una nenita cuando vio cómo su madre y su hermanito en brazos, fueron subidos a punta de pistola al tren que los llevaba a la cámara de gas. “Lea, corré” le gritó su madre y ella corrió a escabullirse entre la multitud de prisioneros con trajes a rayas y estrellas de David amarillas en el pecho. En un galpón la desnudaron y la raparon.
Era una nenita que no podía ni llorar. Solo miraba un punto fijo y no podía moverse ni hablar. Estaba petrificada, conmovida hasta lo más profundo de su inocencia. La llevaban todos los día a realizar trabajos forzados y levantar piedras, y se había hecho un poco amiga de su compañera, la que caminaba a su lado. Malka se llamaba.
Un día, a Malka se le salió el calzado y tropezó. El nazi que las trasladaba, le apuntó con su metralleta y la liquidó en un instante. Malka quedó tirada en el suelo con los ojos abiertos, como preguntando ¿por qué?
Lea tuvo suerte en el medio de esa tragedia inconmensurable. Conocía a una doctora rusa llamada Luboff que era prisionera de guerra y que la protegió como si fuera su hijita. La encontró en la enfermería. Gracias a ella y a Dios, agrega Lea, sobrevivió.
Todo eso ocurría en medio de epidemias de tifus, de tos convulsa, de disentería, de botas criminales con la cruz esvástica que pateaban al caído, de alambres electrificados, de chorros de agua helada en la madrugada, de personas reducidas a esqueletos de 30 kilos como máximo.
Una recluta austríaca no judía salvó definitivamente a Lea porque la tachó de la lista y en su lugar puso a una enfermera que había fallecido. Lea pasó por varios campos de concentración y pudo regresar a su pueblito de Polonia pero nadie de su familia había quedado vivo. Les habían robado todo. Se habían apropiado de su casa. Lea jamás quiso volver a Auschwitz y nunca se animó hasta que la acompañó un grupo de jóvenes estudiantes de la escuela ORT.
Ellos la acariciaban y la contenían a medida que caminaban por esa tierra regada por sangre de millones y convertida en cementerio de multitudes. Todavía hoy tiene pesadillas con Auschwitz. Todavía hoy se le aparece la mirada de su madre con su hermanito en brazos subiendo al tren rumbo al exterminio por asfixia.
Todavía hoy se pregunta si eso fue un castigo de Dios o una prueba horrorosa que tenían que pasar. A 74 años de haber sido liberada, todavía no encontró las respuestas. Pero Lea es un huracán de amor y de humor. Le pregunto qué problemas tiene de salud y me contesta que “tiene ramos generales”. Tiene los ojos cansados de tanto usarlos.
Hasta hace poco, esa disminución en la vista le impedía ejercer su única adicción: la lectura de libros de historia. No pudo estudiar, pero hubiera querido ser historiadora. Hoy sigue leyendo porque agranda las letras en su libro electrónico.
Parece mágico que se llame Liza y que todos le digan Lea, a una persona que disfruta como pocos de leer. Agradece a la vida por su hijo Héctor, por sus nietos y por una suerte de hija adoptiva que juega a ser con una talentosa mujer amiga de la casa llamada Diana Wang.
Jamás olvidará que la primera obra de teatro que vio apenas llegó a la Argentina fue “Los árboles mueren de pié” con Amalia Sánchez Ariño. Es parlanchina, elocuente para defender sus ideas. Tiene 92 años, merece el paraíso, pero hace 74 que salió del infierno.
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