viernes, 19 de junio de 2020
CARLOS M. REYMUNDO ROBERTS, DE NO CREER,
Vicentin, la serie más entretenida
Carlos M. Reymundo Roberts
El gran debate de esta semana fue si la intervención y expropiación de Vicentin era una medida mala o muy mala. Yo acabo de fijar posición. Me pareció entretenida. De los realities y docuseries que hemos estado viendo en casa durante la cuarentena, uno de los que más nos atraparon. Siempre, claro, que se lo vea sin otra pretensión que seguir un thriller de pulso trepidante, asomarse a la cocina del poder y disfrutar del histrionismo de Alberto en su papel de presidente.
El último episodio –no estoy espoileando nada porque la historia sigue– lo encontré un poco disparatado, pero en este mix de realidad y ficción que nos propone Vicentin, la Venganza (VV, la presenta Netflix), al igual que su precuela, La 125, todo es posible. Rodeado de ministros y asesores, Alberto recibe durante dos horas a los dueños de la empresa. Aunque no le faltan suspenso y dramatismo, la escena es ridícula. Que alguien me explique qué tiene que hacer el Presidente con esos señores que tiraron por la ventana una grandiosa trayectoria de 90 años, que dejaron colgados de un pincel a miles de productores y una deuda de 1500 millones de dólares. Si son tan malos que les tuviste que arrancar la empresa, ¿qué corno hacen en Olivos? Creo que no hay nada para negociar si ya decidiste intervenirlos y expropiarlos, pero si hubiese algo que conversar, que los atienda un ministro o, en todo caso, el jefe de Gabinete. No, mejor el jefe de Gabinete no. El pobre Cafierito anda flojo de información. En la entrevista con José Del Rio dijo dos veces que la empresa no está operando. Sí, está operando. Sus tres principales complejos están activos. Vuelvo al Presidente: tiene que preservarse. Sobre todo, por esa tendencia a decir lo primero que se le ocurre. Es muy ocurrente. Por ejemplo, en esa reunión –por momentos inverosímil y estrafalaria, me dicen– se puso firme y ratificó que la única salida era la expropiación; se puso dadivoso y les propuso ser socios del Estado, y se puso creativo y sugirió cómo podría llamarse la nueva empresa. Insisto: alguien tiene que preservar al Presidente. Además de Cristina, digo.
En el primer episodio, el lunes, vimos a Alberto anunciar la intervención y el proyecto de ley de expropiación sin mucho entusiasmo, siendo fiel a un guion que había aprendido, pero que evidentemente no lo convencía demasiado. Dijo eso de la soberanía alimentaria, lo cual, tratándose de Vicentin, tiene mucho sentido: en la mesa de los argentinos estarán ahora garantizados el aceite de soja, el biodiésel y el bioetanol. A su lado estaba Anabel Fernández Sagasti, la senadora por Mendoza, a la que le reconoció la autoría del proyecto. Mis amigos mendocinos están sorprendidos: una jovencita sin otro antecedente que la militancia en La Cámpora de pronto convertida en experta en temas de los que nunca antes se había ocupado. El anuncio, la decisión económica más importante tomada hasta ahora por el Gobierno, tuvo pompa y circunstancia, pero podría haber tenido más si el día anterior no lo hubiese adelantado un preso: Amado Boudou. Qué bárbaro: como que todos compiten para opacar al Presidente. Hasta los condenados por corrupción. Igual, no nos quedemos con esos deslices. Lo esencial es el rescate de la empresa, hecha por afamados rescatistas. El peronismo vendió YPF a Repsol en 1999, con el barril de crudo a 17 dólares, y el peronismo se la recompró en 2012, con el barril a 106 dólares. ¿La consecuencia? Ahora los gallegos cuentan chistes de argentinos.
La trama de VV, aun ligera, es cautivante. Se suceden hechos y declaraciones inesperados, de alto impacto. La iniciativa es rechazada por Lavagna, al que Alberto venía llamando cada media hora para ofrecerle la conducción del Consejo Económico y Social. Ahora entendemos por qué siempre le dijo que no. También se opone a la medida Guillermo Moreno, que es más o menos como que el Papa se oponga a las misas. Al ministro de Agricultura, Luis Basterra, se olvidaron de avisarle. En YPF, a la que le tiran el muerto, se enteran cinco minutos antes. Los accionistas, por televisión. Los interventores llegan a Vicentin, no los dejan entrar y se sacan una selfie en la puerta. No es ficción, lo prometo. Es el segmento documental de la serie. Hay una pueblada en la Avellaneda santafesina, donde está la sede central de la empresa, y un cacerolazo en los cien barrios porteños. Alberto se asusta y, por tercera vez en una semana, jura sobre los Santos Evangelios que es capitalista. El empresariado –no todo: el valiente– pone el grito en el cielo. En Juntos por el Cambio dicen: “Y, bueno, hagamos oposición”. Los juristas se postran ante la Constitución, para desagraviarla: el Gobierno no solo intervino Vicentin, sino al juez que lleva el expediente del concurso de acreedores. Rápido de reflejos, el presidente de Uruguay decreta las “vacaciones fiscales”: una invitación a que los argentinos se radiquen allí sin pagar impuestos. Entre los miles de runners porteños, uno, en Palermo, lleva una camiseta que dice: ¡Rajemos! Por las redes circula un spot de Nik en el que Alberto ha sido expropiado. Por Cristina.
Prometí no espoilear Vicentin, la Venganza. Les mentí. Voy a contar el final. Esto termina mal.
El Gobierno no solo intervino la empresa, sino al juez
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