domingo, 7 de junio de 2020
MANUSCRITOS,
El relato épico de un obrero del fútbol
“Todo tiempo pasado fue peor, pero más divertido.” La frase era uno de los slogans de la Operación Fideos con Manteca, un club retrospectivo que, en la segunda mitad de los 90, organizaba fiestas en homenaje a héroes vintage de la infancia como Carlitos Balá, Margarito Tereré y Pipo Pescador. Esta semana recordé esa frase cuando leí el libro que acaba de publicar otro de mis héroes de la infancia, Hugo Humberto Lamadrid. El Flaco. Integrante del plantel de Racing en la segunda mitad de los años 80. Es decir, en una etapa fundacional de mi educación sentimental.
“En 1989, el lugar donde yo me cambiaba era un banco de madera de 1,60 de largo aproximadamente que compartía con cuatro compañeros más. Y para nuestras pertenencias, un gancho de metal para cada uno agarrado por dos pequeños tornillos a la pared. Sentíamos el roce de la piel con el compañero que teníamos a nuestro lado”, relata el Flaco.
“Cuando tengo la oportunidad de entrar en estos tiempos a ese vestuario, miro con nostalgia que los jugadores tienen su lugar personalizado para cambiarse: ese lugar exclusivo y tan propio está ploteado con su imagen y el número que lleva en su espalda; un asiento de TC 2000 con un cómodo almohadón de color azul donde antes de cada partido ya lo están esperando una remera para la entrada en calor, el pantalón y las medias.”
De algún modo, ese fragmento de Lamadrí, el renacido, flamante lanzamiento de Ediciones Al arco, deja en evidencia no sólo las contrastables realidades de la institución en aquellos años con la actual, sino la precariedad en la que se manejaba el fútbol argentino en los años 80.
El nombre del libro no es azaroso. El Flaco -siempre querido por los hinchas de Racing- renació en las redes como un personaje público, reconvertido en una especie de Eber Ludueña real. Se construyó como un volante central mucho más rústico de lo que lo recordábamos. Incursionó en el stand up y, ahora, impulsado por el admirado y querido Alejandro Wall, sorprende con un relato atrapante, en un registro profundo, que muestra el derrotero de un obrero del fútbol.
La lectura no fue azarosa. En la semana charlamos por Instagram Live desde @revistabrando. Así que preparar esa entrevista fue la excusa perfecta para bucear en mi colección de revistas añejas: El Gráfico, Súperfútbol (una publicación mensual, premium, que le daba una vuelta de tuerca interesante a lo que se imprimía sobre fútbol en esa época) y de la mítica Racing, con su impresión a dos colores (celeste y negro, además del fondo blanco) que dirigía Pacho Vera.
Muchas de esas páginas, tres décadas después están amarillentas. Pero sus fotos igualmente dan cuenta de esa precariedad que mencionaba. Estadios emblemáticos como La Bombonera o el propio Cilindro, se veían desgastados, con la pintura de las plateas y las paredes descascaradas, con un descuido desolador que se replicaba en la mayoría de las canchas. Los campos de juego, que en imaginario de los relatores era siempre “el verde césped”, en los inviernos de verde no tenían nada. Eran canchas peladas, con el pasto quemado en algunas partes y llenas de tierra en otras.
“A pesar de las falencias, a pesar de las carencias que había, me quedo con esa época. Con mis compañeros de entonces, siempre nos lamentamos por el aspecto económico. Pero aparte de eso, eran tiempos más románticos. Todo era distinto: era otro mundo. Desde la infraestructura, desde el momento del fútbol argentino, desde la realidad de los clubes y desde los periodistas, que estaban adentro del vestuario hasta media hora antes de que empiece el partido.”
Ese romanticismo que menciona el Flaco me remite a los viajes a la cancha en el 95 con mi viejo
Eran canchas peladas, con el pasto quemado en algunas partes y llenas de tierra en otras
(a veces, en el Torino de mi tío Andy, con mis primos Agustín y Fabián), al encuentro con Nacho y Mariano Rodrigo Magro, para llegar varias horas antes de que empiece el partido de reserva (donde vimos a los que después llegaron, como Perico Pérez y el Betito Carranza, y otros que quedaron en el camino, como Néstor Migone, un pibe que jugaba de diez y la descocía), comer un sánguche de vacío en el lo de Susy -sobre el pasaje Cuyo (rebautizado ahora en homenaje a Orestes Omar Corbatta, que en esos años pululaba por el barrio)- y tomar un café en “el Hongo”, la confitería del club.
El flequillo stone que lucía Lamadrid no era casualidad. Era el único rockero de un plantel que se inclinaba por Valeria Lynch, Phil Collins, los Pimpinela, Raphael, Madonna y el cuarteto Imperial. Él, en cambio, escuchaba a los Rolling. Pero en el vestuario, sin equipo de sonido, la banda sonora eran los tangos con fritura de AM, que salían desde la radio de la utilería. Joven en un plantel de figuras, con campeones del mundo como Fillol y el Vasco Olarticoechea, Lamadrid evoca con cariño las picadas en la casa de Tita. “Me confirma que los grandes recuerdos del futbolista muchas veces se cimentan con este tipo de vivencias”.
H. I.
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