La estela de Rafael Alberti sobre la Tierra
Daniel Gigena
“Para mí la Argentina era verdaderamente mi patria”, dijo en una entrevista el poeta del mar y de los ángeles, el andaluz amante de la libertad que vivió en el país entre 1940 y 1963, antes de instalarse en la capital italiana, y que regresó a España luego de la muerte del dictador Francisco Franco. El viernes 16 se cumplieron ciento veinte años del nacimiento en el Puerto de Santa María, en Cádiz, del poeta, pintor y dramaturgo Rafael Alberti (1922-1999), figura clave de la irrepetible Generación del 27. “Creo poder afirmar que nuestra poesía, en sus momentos más altos, estuvo por encima de las modas, que pocas veces se entretuvo en pasatiempos estériles, constituyendo así la verdadera vanguardia de un movimiento lírico que aún a pesar de todos los más tristes pesares sigue en cierto modo –no me parece exagerado ni inmodesto decirlo– gobernando en España”, escribió en La arboleda perdida, su libro de memorias. Popular y culta, comprometida y enfocada en los misterios de la vida y la muerte, trascendental y surrealista, la obra poética de Alberti aúna sensibilidad, erotismo y profundidad intelectual.
“La potencia de Alberti pervive en nuestras tierras aún hoy, ciento veinte años después de su nacimiento –sostiene la escritora Ana Arzoumanian–. Aparece en esa lírica del exilio de un poeta que pasó treinta y ocho años de su vida fuera de su patria junto con su compañera y también escritora, María Teresa León. Aquí, de las metamorfosis, no fue el bicho burocrático aquello que habitó el colectivo de la sensibilidad. Fue una paloma, una confusión lo que devino popular. Un poema escrito por Alberti en la casa de Pablo Neruda en París y publicado en Buenos Aires en 1941, y luego musicalizado por Carlos Guastavino: ‘Se equivocó la paloma / se equivocaba / por ir al norte, fue al sur / creyó que el trigo era agua / se equivocaba / creyó que el mar era el cielo / que la noche, la mañana’. El expatriado, como el enamorado, vive un malentendido esencial; tanto en uno como en otro la habitación es el delirio. Solo que, mientras en el amor la exaltación exacerba los sentidos, en el confinado el desconcierto es otro nombre de la perplejidad, de la falla, de un error que trastorna. Un desbarajuste, un batifondo, un revoltijo. ¿No habla acaso, todavía, de esta mezcla que somos buscando definirnos?”.
La hija de Alberti y María Teresa León, Aitana, nació en la Argentina; ella fue la encargada de seleccionar los poemas de su padre para El amor y los ángeles, antología publicada por Último Reino en 2012. “Son textos que hablan del amor y el abandono, del descubrimiento y la ausencia, pero sobre todo revelan los sueños y desvelos de un artista multifacético, que junto con su mujer dejaron en la Argentina una huella imborrable –dice la escritora Graciela Aráoz–. Entre los escritores españoles expatriados en el país, Alberti marcó un hito muy significativo en la literatura del exilio. Recuerdo un verso de José Lezama Lima: ‘Un puente, un gran puente tan grande que no se le ve’, y pienso que una vez más el maestro revela lo que la poesía hace y puede hacer. La vida que empieza es, en el deseo del poeta, un puente hacia el regreso a la bahía gaditana”. Para Aráoz, el vitalismo y el destierro ideológico, el movimiento perpetuo, los cambios de estilo y la inestabilidad nómada son claves de la poesía albertiana, que en 1983 mereció el Premio Cervantes.
Con su primer libro, Marinero en tierra (1925), ganó el Premio Nacional de Literatura en España. En el genial Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos, combinó libertad métrica y humor absurdo. Con Sobre los ángeles, de 1929, creó un universo de seres hiperbóreos que deben atravesar “boquetes de sombras” para llegar a un reino tan sutil como carnal. Después de arrebatos contra el fascismo europeo y el imperialismo estadounidense en América Latina (como en 13 bandas y 48 estrellas), Alberti dejó atrás la propaganda política y, sin renegar del comunismo, se embarcó en experiencias donde convivían la poesía, el arte, la música, el teatro y la evocación de edades de oro a través de, como resumió en uno de sus versos, “un resplandor de fuegos no apagados”
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