En la Justicia bonaerense, ¿garantismo o connivencia?
El caso de Chocolate Rigau y las tarjetas de débito pone en evidencia un oscuro mecanismo de connivencias y arbitrariedades entre el poder político y algunos jueces
Luciano Román
En términos de calidad democrática, ¿puede concebirse algo peor que una Legislatura corroída por la corrupción y un sistema político que calla ante semejante desviación? Sí: una Justicia que sea cómplice y garantice impunidad. Los hechos revelan que esto es lo que podría estar ocurriendo en la principal provincia del país. Dos camaristas se han amparado en un supuesto “garantismo” para evitar que se investigue un escabroso entramado de corrupción política e institucional. El fallo ha provocado perplejidad y estupor, pero también interrogantes e inevitables sospechas.
Los últimos días merecerán un lugar en la historia más oscura de la provincia de Buenos Aires. La detención in fraganti de un puntero oficialista que operaba con 48 tarjetas de débito para extraer los salarios de “empleados legislativos fantasma” mostró apenas la punta de un iceberg. El hecho reveló un mecanismo que todo el mundo conoce en la política bonaerense. Y abrió en la Justicia la posibilidad de una investigación rigurosa e implacable que contribuyera a desmantelar un sistema de corrupción estructural que, con el correr de los años, ha alcanzado una dimensión descomunal. Sin embargo, dos jueces salieron, presurosos, en auxilio de la política. Liberaron al detenido y anularon las pruebas en su contra. Le devolvieron las tarjetas de débito y casi le pidieron perdón. Los argumentos fueron tan audaces como provocadores: dijeron que la policía había violado la intimidad de este señor al intervenir, sin una orden de requisa, mientras exprimía un cajero con una pila de tarjetas ajenas. Y que además no le leyeron sus derechos en el mismo lugar de la detención, sino a dos cuadras, en la sede de la comisaría. Con esa osadía –disfrazada de formalismo garantista–, declararon nulo todo el procedimiento y tranquilizaron a una dirigencia política a la que el episodio le provocaba algo más que incomodidad. Como si fuera poco, el fallo abonó el desaliento a la policía, a la que atan de pies y manos frente al auge de la corrupción y del delito común.
La ideología zaffaroniana y el “defensorismo” a ultranza han provocado un enorme daño en estamentos judiciales. Han convertido las garantías procesales –indispensables y esenciales en cualquier procedimiento judicial– en una coartada que favorece la actividad delictiva en todos los planos. Sin embargo, el fallo que anuló la causa por corrupción en la Legislatura bonaerense no parece explicarse por deformaciones doctrinarias ni exceso de formalismos, sino por un juego de intereses. Más que como un fallo ideológico, se ha leído como un canje de favores. Y podría exponer otro “mecanismo”: el que conecta, a través de circuitos subterráneos, a algunos jueces con el poder político en una trama de connivencias y arbitrariedades que socava al propio Poder Judicial.
Todo esto ocurre en la capital de la provincia de Buenos Aires, convertida en un símbolo y una metáfora de la degradación argentina. La Plata fue “la ciudad de las luces”. Nacida de la ambición y el empuje de la generación del 80, fue un modelo de innovación urbanística, de integración social y de excelencia educativa. Su universidad fue un faro académico que brilló en América Latina y bajo su influencia surgieron escuelas de médicos, ingenieros y juristas. Nombres como los de Favaloro, José Mainetti y Julio Palmaz, en las ciencias médicas, o como los de Julio Oyhanarte, Amílcar Mercader y Augusto Mario Morello, en el campo del derecho, remiten a esa tradición. En ese contexto, la Legislatura y el Poder Judicial de la provincia, así como toda su estructura administrativa, supieron tener prestigio, jerarquía y algo que hoy puede sonar vetusto: honorabilidad. Pero la degradación se ha hecho tan profunda como visible. De aquellos nombres ilustres, la Justicia platense ha terminado asociada con otros “símbolos”: César Melazo y Martín Ordoqui (hoy detenidos por utilizar su investidura de jueces para delinquir) también hicieron “escuela”. Frente a un fallo como el que liberó a Chocolate Rigau (como se conoce al puntero de las tarjetas de débito), algunos se animan a hablar, más que de zaffaronismo, de “melazismo” sin Melazo.
Por supuesto que sería injusto identificar a todo el Poder Judicial de la provincia con este fallo provocador y escandaloso. Hay jueces y fiscales probos que, con dificultades y demoras, han logrado desactivar algunos sistemas de corrupción. Pero se ha consolidado un hábitat institucional en el que dos camaristas, Juan Alberto Benavides y Alejandro Villordo, se animan a ponerle la firma a una provocación semejante, tal vez con la convicción de que “el sistema” los va a proteger frente a las denuncias y pedidos de jury. Al fin y al cabo, en una provincia y una Argentina degradadas, un escándalo tapa al otro y el olvido siempre asegura impunidad. La jurisprudencia, además, no refleja una mayor vocación por investigar la corrupción en el país: solo el 12 por ciento de las causas por delitos de este tipo llegan a juicio, según datos de la propia Corte nacional.
Basta tomarle el pulso a la conversación de la política bonaerense en estos días para advertir que el desprestigio está naturalizado y que ya nada escandaliza demasiado. “Hemos evolucionado: dejamos de ser ‘un kiosco’ para ser ‘una chocolatería’”, dice un legislador provincial, con más cinismo que ironía. “El fallo que anuló la causa le da ‘estabilidad’ al sistema”, opina, sin inmutarse, un “operador” político en el Poder Judicial. Los nexos casi promiscuos de los camaristas con dirigentes del oficialismo se detallan en cualquier mesa como si fueran normales. El silencio de las autoridades legislativas y de la propia gobernación no le llama la atención a ningún actor político. Por supuesto que no todo es lo mismo. En la propia Justicia, como en la sociedad, muchos ven el fallo “manchado de chocolate” como una auténtica aberración. Uno de los jueces de la propia Cámara, Fernando Mateos, no solo votó en disidencia, sino que también advirtió sobre “el estrépito social o el desconcierto y descrédito para el común de la gente que se derivaría de una decisión” como la que finalmente se adoptó. Algo llevó a la mayoría del tribunal a poner en riesgo su propia reputación con un fallo que, efectivamente, ha provocado “descrédito y desconcierto”.
¿Hubo reuniones y comunicaciones frenéticas entre los jueces y el poder político? ¿Se coordinaron estrategias para que el habeas corpus “cayera” en la sala indicada y en el momento preciso? ¿Existieron aprietes y promesas en la trastienda del fallo? ¿Qué pactos y componendas pueden ser tan fuertes como para sepultar una causa de semejante sensibilidad y envergadura? ¿Quién paga la costosa defensa de Chocolate Rigau? Si se dieran por válidas las versiones que circulan en los pasillos del poder, las respuestas serían desoladoras.
En medio del escándalo, surgen –sin embargo–señales que alientan el optimismo. En esa capital degradada en la que se ha convertido La Plata, no hay “marchas contra la corrupción” ni tampoco pronunciamientos públicos y categóricos, pero se percibe, sí, una sensación de hartazgo y estupor, como si estuviera claro que, tanto en la Legislatura como en la Justicia, se ha llegado demasiado lejos. Pueden estar arrinconadas, pero hay reservas de ciudadanía que miran azoradas esta suerte de “institucidio” que debilita y corroe al sistema democrático. En la propia Justicia asoman algunas reacciones. ¿El sistema será capaz de depurarse a sí mismo? En el “caso Chocolate” encontraremos una primera respuesta. Todavía hay tiempo de revivir la causa y de encarar la investigación independiente y rigurosa que reclama el sistema institucional. Todavía hay instancias superiores, desde Casación hasta la Suprema Corte bonaerense, que podrían examinar con severidad un fallo que deja a la sociedad con la boca abierta, y a la política con los bolsillos llenos. En pocas semanas quedará claro si la historia oscura de estos días empieza a quedar atrás o nos hunde, sin remedio, en la ciénaga de la corrupción.
La Justicia es la última garantía, la instancia definitiva, la palabra final. Ya lo advirtió el dramaturgo español Francisco de Quevedo: “Donde hay poca justicia, es un peligro tener razón”.
“Donde hay poca justicia, es un peligro tener razón”, dijo el dramaturgo español Francisco de Quevedo; una sentencia que cobra singular vigencia en la provincia de Buenos Aires, donde un fallo a favor de la impunidad ha generado un escándalo
En términos de calidad democrática, ¿puede concebirse algo peor que una Legislatura corroída por la corrupción y un sistema político que calla ante semejante desviación? Sí: una Justicia que sea cómplice y garantice impunidad. Los hechos revelan que esto es lo que podría estar ocurriendo en la principal provincia del país. Dos camaristas se han amparado en un supuesto “garantismo” para evitar que se investigue un escabroso entramado de corrupción política e institucional. El fallo ha provocado perplejidad y estupor, pero también interrogantes e inevitables sospechas.
Los últimos días merecerán un lugar en la historia más oscura de la provincia de Buenos Aires. La detención in fraganti de un puntero oficialista que operaba con 48 tarjetas de débito para extraer los salarios de “empleados legislativos fantasma” mostró apenas la punta de un iceberg. El hecho reveló un mecanismo que todo el mundo conoce en la política bonaerense. Y abrió en la Justicia la posibilidad de una investigación rigurosa e implacable que contribuyera a desmantelar un sistema de corrupción estructural que, con el correr de los años, ha alcanzado una dimensión descomunal. Sin embargo, dos jueces salieron, presurosos, en auxilio de la política. Liberaron al detenido y anularon las pruebas en su contra. Le devolvieron las tarjetas de débito y casi le pidieron perdón. Los argumentos fueron tan audaces como provocadores: dijeron que la policía había violado la intimidad de este señor al intervenir, sin una orden de requisa, mientras exprimía un cajero con una pila de tarjetas ajenas. Y que además no le leyeron sus derechos en el mismo lugar de la detención, sino a dos cuadras, en la sede de la comisaría. Con esa osadía –disfrazada de formalismo garantista–, declararon nulo todo el procedimiento y tranquilizaron a una dirigencia política a la que el episodio le provocaba algo más que incomodidad. Como si fuera poco, el fallo abonó el desaliento a la policía, a la que atan de pies y manos frente al auge de la corrupción y del delito común.
La ideología zaffaroniana y el “defensorismo” a ultranza han provocado un enorme daño en estamentos judiciales. Han convertido las garantías procesales –indispensables y esenciales en cualquier procedimiento judicial– en una coartada que favorece la actividad delictiva en todos los planos. Sin embargo, el fallo que anuló la causa por corrupción en la Legislatura bonaerense no parece explicarse por deformaciones doctrinarias ni exceso de formalismos, sino por un juego de intereses. Más que como un fallo ideológico, se ha leído como un canje de favores. Y podría exponer otro “mecanismo”: el que conecta, a través de circuitos subterráneos, a algunos jueces con el poder político en una trama de connivencias y arbitrariedades que socava al propio Poder Judicial.
Todo esto ocurre en la capital de la provincia de Buenos Aires, convertida en un símbolo y una metáfora de la degradación argentina. La Plata fue “la ciudad de las luces”. Nacida de la ambición y el empuje de la generación del 80, fue un modelo de innovación urbanística, de integración social y de excelencia educativa. Su universidad fue un faro académico que brilló en América Latina y bajo su influencia surgieron escuelas de médicos, ingenieros y juristas. Nombres como los de Favaloro, José Mainetti y Julio Palmaz, en las ciencias médicas, o como los de Julio Oyhanarte, Amílcar Mercader y Augusto Mario Morello, en el campo del derecho, remiten a esa tradición. En ese contexto, la Legislatura y el Poder Judicial de la provincia, así como toda su estructura administrativa, supieron tener prestigio, jerarquía y algo que hoy puede sonar vetusto: honorabilidad. Pero la degradación se ha hecho tan profunda como visible. De aquellos nombres ilustres, la Justicia platense ha terminado asociada con otros “símbolos”: César Melazo y Martín Ordoqui (hoy detenidos por utilizar su investidura de jueces para delinquir) también hicieron “escuela”. Frente a un fallo como el que liberó a Chocolate Rigau (como se conoce al puntero de las tarjetas de débito), algunos se animan a hablar, más que de zaffaronismo, de “melazismo” sin Melazo.
Por supuesto que sería injusto identificar a todo el Poder Judicial de la provincia con este fallo provocador y escandaloso. Hay jueces y fiscales probos que, con dificultades y demoras, han logrado desactivar algunos sistemas de corrupción. Pero se ha consolidado un hábitat institucional en el que dos camaristas, Juan Alberto Benavides y Alejandro Villordo, se animan a ponerle la firma a una provocación semejante, tal vez con la convicción de que “el sistema” los va a proteger frente a las denuncias y pedidos de jury. Al fin y al cabo, en una provincia y una Argentina degradadas, un escándalo tapa al otro y el olvido siempre asegura impunidad. La jurisprudencia, además, no refleja una mayor vocación por investigar la corrupción en el país: solo el 12 por ciento de las causas por delitos de este tipo llegan a juicio, según datos de la propia Corte nacional.
Basta tomarle el pulso a la conversación de la política bonaerense en estos días para advertir que el desprestigio está naturalizado y que ya nada escandaliza demasiado. “Hemos evolucionado: dejamos de ser ‘un kiosco’ para ser ‘una chocolatería’”, dice un legislador provincial, con más cinismo que ironía. “El fallo que anuló la causa le da ‘estabilidad’ al sistema”, opina, sin inmutarse, un “operador” político en el Poder Judicial. Los nexos casi promiscuos de los camaristas con dirigentes del oficialismo se detallan en cualquier mesa como si fueran normales. El silencio de las autoridades legislativas y de la propia gobernación no le llama la atención a ningún actor político. Por supuesto que no todo es lo mismo. En la propia Justicia, como en la sociedad, muchos ven el fallo “manchado de chocolate” como una auténtica aberración. Uno de los jueces de la propia Cámara, Fernando Mateos, no solo votó en disidencia, sino que también advirtió sobre “el estrépito social o el desconcierto y descrédito para el común de la gente que se derivaría de una decisión” como la que finalmente se adoptó. Algo llevó a la mayoría del tribunal a poner en riesgo su propia reputación con un fallo que, efectivamente, ha provocado “descrédito y desconcierto”.
¿Hubo reuniones y comunicaciones frenéticas entre los jueces y el poder político? ¿Se coordinaron estrategias para que el habeas corpus “cayera” en la sala indicada y en el momento preciso? ¿Existieron aprietes y promesas en la trastienda del fallo? ¿Qué pactos y componendas pueden ser tan fuertes como para sepultar una causa de semejante sensibilidad y envergadura? ¿Quién paga la costosa defensa de Chocolate Rigau? Si se dieran por válidas las versiones que circulan en los pasillos del poder, las respuestas serían desoladoras.
En medio del escándalo, surgen –sin embargo–señales que alientan el optimismo. En esa capital degradada en la que se ha convertido La Plata, no hay “marchas contra la corrupción” ni tampoco pronunciamientos públicos y categóricos, pero se percibe, sí, una sensación de hartazgo y estupor, como si estuviera claro que, tanto en la Legislatura como en la Justicia, se ha llegado demasiado lejos. Pueden estar arrinconadas, pero hay reservas de ciudadanía que miran azoradas esta suerte de “institucidio” que debilita y corroe al sistema democrático. En la propia Justicia asoman algunas reacciones. ¿El sistema será capaz de depurarse a sí mismo? En el “caso Chocolate” encontraremos una primera respuesta. Todavía hay tiempo de revivir la causa y de encarar la investigación independiente y rigurosa que reclama el sistema institucional. Todavía hay instancias superiores, desde Casación hasta la Suprema Corte bonaerense, que podrían examinar con severidad un fallo que deja a la sociedad con la boca abierta, y a la política con los bolsillos llenos. En pocas semanas quedará claro si la historia oscura de estos días empieza a quedar atrás o nos hunde, sin remedio, en la ciénaga de la corrupción.
La Justicia es la última garantía, la instancia definitiva, la palabra final. Ya lo advirtió el dramaturgo español Francisco de Quevedo: “Donde hay poca justicia, es un peligro tener razón”.
“Donde hay poca justicia, es un peligro tener razón”, dijo el dramaturgo español Francisco de Quevedo; una sentencia que cobra singular vigencia en la provincia de Buenos Aires, donde un fallo a favor de la impunidad ha generado un escándalo
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