Impactante biografía. Las golpizas en la infancia y la tortura mental que modelaron a Elon Musk y que aún lo atormentan
Un adelanto exclusivo de la gran biografía del dueño de Tesla y de la red social X, que llegará el 1° de octubre a las librerías argentinas
Walter Isaacson
Elon Musk padeció durante su infancia la dureza de la vida en Sudáfrica, según el autor de su nueva y más completa biografía
Como el niño criado en Sudáfrica que era, Elon Musk conoció el dolor y aprendió a sobrevivir a él.
A los doce años, lo llevaron en autobús a un campamento de supervivencia en la naturaleza, conocido como veldskool. “Era El señor de las moscas en versión paramilitar”, recuerda. A cada niño se le daba una pequeña ración de comida y de agua, y se le permitía –de hecho, se le alentaba– a pelear por ella. “El matonismo se consideraba una virtud”, cuenta su hermano menor, Kimbal. Los niños mayores aprendían con rapidez a dar puñetazos en la cara a los pequeños y a quitar les sus cosas. Elon, que era bajito y torpe emocionalmente, recibió dos palizas. Acabó perdiendo casi cinco kilos.
Hacia el final de la primera semana, dividieron a los chicos en dos grupos y les dieron instrucciones de atacarse mutuamente. “Aquello era demencial y alucinante”, recuerda Musk. Cada pocos años moría uno de los niños. Los monitores solían contar esas historias a modo de advertencia: “No seas tan estúpido como ese tonto de los cojones que murió el año pasado –decían–. No seas el débil gilipollas”.
La segunda vez que Elon fue al veldskool estaba a punto de cumplir los dieciséis. Se había hecho mucho más corpulento, superaba el metro ochenta, tenía la complexión de un oso y había aprendido yudo. Así pues, el veldskool no estuvo tan mal. “Descubrí por entonces que, si alguien me acosaba, podía pegarle un puñetazo fuerte en la cara y ya no volvería a intimidarme. Podían molerme a hostias pero, si les había soltado un buen puñetazo en la cara, no volverían a por mí”.
En los años ochenta del pasado siglo, Sudáfrica era un lugar violento en el que proliferaban los ataques con armas y los apuñalamientos. Una vez, cuando Elon y Kimbal bajaron de un tren de camino a un concierto de música contra el apartheid, tuvieron que vadear un charco de sangre junto a un muerto con un cuchillo clavado en la cabeza. Durante el resto de la noche, la sangre en las suelas de sus zapatillas deportivas hacía un ruido pegajoso contra el pavimento.
Elon junto a su padre, Errol, con quien siempre mantuvo una relación conflictiva
La familia Musk tenía pastores alemanes adiestrados para atacar a cualquiera que corriera por la casa. A los seis años, Elon andaba correteando por el camino de entrada cuando lo atacó su perro favorito, dándole un mordisco enorme en la espalda. En la sala de urgencias, cuando se estaban preparando para suturarlo, él se resistía a que lo curaran hasta que le prometieran que no castigarían al perro. “¿No lo van a matar, verdad?”, preguntó Elon. Le juraron que no lo harían.
Al contar la historia, Musk hace una larga pausa con la mirada perdida. “Por supuesto, después mataron al perro a tiros”.
Las experiencias más dolorosas las sufrió en el colegio. Durante mucho tiempo fue el más pequeño y el más bajito de la clase. Le costaba captar los códigos sociales. No sentía empatía espontáneamente, y tampoco tenía ni el deseo ni el instinto de congraciarse con los demás. En consecuencia, solían perseguirlo los matones, que aparecían y le propinaban puñetazos en la cara. “Si nunca has recibido un puñetazo, no tienes ni idea de cómo te afecta eso para el resto de tu vida”, dice.
En una asamblea escolar, un alumno que andaba haciendo payasadas con una pandilla de amigos tropezó con él. Elon lo empujó. Se produjo un intercambio verbal. El muchacho y sus amigos buscaron a Elon en el recreo y lo encontraron comiéndose un sándwich. Se acercaron a él por detrás, le patearon la cabeza y lo empujaron por unas escaleras de hormigón. “Se sentaron encima de él y siguieron moliéndolo a palos y dándole patadas en la cabeza –cuenta Kimbal, que había estado sentado con él–. Cuando terminaron la faena, yo era incapaz de reconocer su cara. Era una bola de carne tan hinchada que apenas se le veían los ojos”. Lo llevaron al hospital y faltó al colegio una semana. Décadas después, seguía sometiéndose a cirugía correctiva para intentar reparar los tejidos del interior de su nariz.
Según Walter Isaacson, las secuelas de esa dura infancia moldearon la personalidad de Elon Musk y aún impactan en él
Con todo, esas cicatrices eran leves comparadas con las emocionales infligidas por su padre, Errol Musk, un ingeniero, un granuja y un carismático fantaseador que todavía sigue atormentando a Elon. Tras la pelea, Errol se puso del lado del chico que le había golpeado en la cara. “Al muchacho acababa de suicidársele su padre y Elon lo había llamado estúpido –asegura Errol–. Elon tenía esa tendencia a llamar estúpida a la gente. ¿Cómo podía culpar yo a ese chaval?”.
Cuando Elon regresó por fin a casa, su padre lo reprendió. “Tuve que aguantar una hora mientras me gritaba y me llamaba idiota, y me decía que era un inútil”, recuerda Elon. Kimbal, que presenció la discusión, afirma que aquel es el peor recuerdo de su vida. “Mi padre perdió los papeles, se puso como loco, como le ocurría a menudo. No tenía ninguna compasión”.
Tanto Elon como Kimbal, que ya no se hablan con su padre, dicen que su afirmación de que Elon había provocado el ataque es un despropósito y que el perpetrador terminó siendo enviado a un centro de menores por ello. Añaden que su padre es un voluble fabulador, que suele contar historias aderezadas con fantasías, unas veces calculadas y otras delirantes. Según ellos, tiene una naturaleza de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Un minuto era amable y al siguiente se entregaba durante una hora o más al maltrato implacable. Acostumbraba a concluir sus peleas diciéndole a Elon lo patético que era. Este tenía que permanecer en pie ante él, sin poder marcharse. “Era una tortura mental –dice Elon, haciendo una pausa muy prolongada con un leve nudo en la garganta–. Era evidente que sabía infundir terror en cualquier situación”.
La biografía de Elon Musk llegará a las librerías argentinas el 1° de octubre
Cuando telefoneo a Errol, hablamos durante casi tres horas y después seguimos llamándonos y escribiéndonos a lo largo de los dos años siguientes. Está deseoso de describir y enviarme fotos de las cosas bonitas que proporcionaba a sus hijos, al menos durante los periodos en que su empresa de ingeniería funcionaba bien. En una época conducía un Rolls-Royce, construyó un refugio forestal con sus chicos y, hasta que ese negocio terminó, se hizo con esmeraldas en bruto que le proporcionaba el propietario de una mina en Zambia.
No obstante, admite que fomentaba la dureza física y emocional.
“Comparado con las experiencias que los chicos vivían conmigo, el veldskool parecería insulso”, comenta, añadiendo que la violencia sencillamente formaba parte de la experiencia educativa en Sudáfrica.
“Te sujetaban entre dos mientras un tercero te golpeaba la cara con un leño y cosas por el estilo. En su primer día en una nueva escuela, se obligaba a los recién llegados a pelear con el matón del colegio”.
Admite con orgullo que ejercía “una autocracia callejera extremadamente severa” con sus hijos. Luego pone empeño en añadir que “Elon aplicaría más adelante esa misma autocracia severa consigo mismo y con los demás”.
“Me modeló la adversidad”
“Alguien dijo una vez que todo hombre intenta cumplir las expectativas de su padre o compensar los errores de este –escribió Barack Obama en sus memorias–, y supongo que eso puede explicar mi dolencia particular”. En el caso de Elon Musk, el impacto del padre en su psique persistiría, pese a las numerosas tentativas de desterrarlo, tanto física como psicológicamente. Los estados de ánimo de Elon funcionaban por ciclos de claro y oscuro, intenso y bobalicón, desapegado y emocional, con ocasionales zambullidas en lo que quienes lo rodeaban temían como su “modo demoniaco”. A diferencia de su padre, era afectuoso con sus hijos, pero en sentidos distintos al habitual.
Su comportamiento sugería un peligro que necesitaba ser combatido constantemente: la amenaza de que, como decía su madre, “pudiera convertirse en su padre”. Se trata de uno de los temas más recurrentes en la mitología. ¿Hasta qué punto la búsqueda épica del héroe de La guerra de las galaxias requiere exorcizar demonios legados por Darth Vader y luchar con el lado oscuro de la Fuerza?
Pese a las sonrisas, la vida en la familia Musk no era tan feliz
“Con una infancia como la suya en Sudáfrica, creo que tienes que apagarte emocionalmente en ciertos sentidos –dice su primera mujer, Justine, la madre de cinco de los diez hijos de Elon–. Si tu padre siempre te está llamando retrasado e idiota, tal vez la única opción sea desconectar en tu interior todo aquello que habría abierto una dimensión emocional que él no tenía herramientas para abordar”. Esa válvula de cierre emocional pudo volverlo insensible, pero lo convirtió asimismo en un innovador amante del riesgo. “Aprendió a desconectar el miedo –señala Justine–. Si apagas el miedo, tal vez tengas que apagar también otras cosas, como la alegría o la empatía”.
El estrés postraumático que sufrió tras su infancia le inculcó del mismo modo una aversión a la satisfacción. “Yo creo que no sabe relajarse, saborear el éxito y oler las flores –señala Claire Boucher, la artista conocida como Grimes, que es la madre de otros tres de sus hijos–. Creo que fue condicionado en su niñez para asumir que la vida es dolor”. Musk está de acuerdo. “Me modeló la adversidad –afirma–. Mi umbral de dolor llegó a ser muy alto”.
Durante un periodo de su vida particularmente infernal en 2008, después de las explosiones en los tres primeros lanzamientos de los cohetes de SpaceX y de que Tesla estuviera a punto de declararse en bancarrota, solía despertarse muy agitado y le contaba a Talulah Riley, que se había convertido en su segunda mujer, las cosas horrendas que una vez le había dicho su padre. “Yo le oía utilizar esas frases a él mismo –dice Talulah–. Aquello causó un profundo efecto en su forma de comportarse”. Cuando le invadían esos recuerdos, desconectaba y parecía esfumarse tras sus ojos color de acero. “Creo que no era consciente de cómo seguían afectándole esas cosas, porque pensaba en ellas como algo de su niñez –apunta Riley–. Pero ha conservado una faceta infantil, casi atrofiada. Dentro del hombre, sigue todavía ahí como un niño, un niño en pie ante su padre”.
A raíz de todo ello Musk desarrolló un aura que, en ocasiones, le daba un aire alienígena, como si con su misión a Marte quisiera regresar a casa y su deseo de fabricar robots humanoides revelase una búsqueda de parentesco. No nos sorprendería del todo que se arrancase la camisa y descubriésemos que no tiene ombligo y que no ha nacido en este planeta. No obstante, su infancia también lo hizo demasiado humano, un chico duro aunque vulnerable que decidía embarcarse en aventuras épicas.
El niño Elon sufrió golpizas de otros chicos y la constante subestimación de su padre Errol
Desarrolló un fervor que ocultaba su torpeza, y una torpeza que ocultaba su fervor. Ligeramente incómodo en su propio cuerpo, como un hombre corpulento que nunca fue un atleta, caminaba con la zancada de un oso guiado por una misión y bailaba dando brincos que parecían aprendidos de un robot. Con la convicción de un profeta, hablaba de la necesidad de alimentar la llama de la conciencia humana, desentrañar el universo y salvar nuestro planeta. En un principio, yo interpretaba todo ello básicamente como juegos de rol, arengas para levantar la moral del equipo y fantasías de podcast de un hombre-niño que había leído en su momento y con demasiada frecuencia Guía del autoestopista galáctico. Sin embargo, cuanto más me topaba con ello, más llegué a creer que su idea de misión formaba parte de aquello que lo impulsaba. Mientras que otros emprendedores se afanaban por desarrollar una visión del mundo, él desarrollaba una visión cósmica.
Su ascendencia y su crianza, junto con su cableado cerebral, lo hacían a veces cruel e impulsivo. Lo conducían asimismo a una tolerancia al riesgo alta en extremo. Podía calcularlo fríamente y también abrazarlo con febrilidad. “Elon desea el riesgo como un fin en sí mismo –sostiene Peter Thiel, que se convirtió en su socio en los primeros tiempos de PayPal–. Parece disfrutar con él; de hecho, a veces se diría que es adicto a él”.
Llegó a ser una de esas personas que se sienten más vivas cuando se aproxima un huracán. “He nacido para la tormenta y la calma no va conmigo”, dijo en cierta ocasión el presidente de Estados Unidos Andrew Jackson. Lo mismo le sucede a Musk. Desarrolló una mentalidad de asedio que incluía una atracción, a veces un anhelo, por la tormenta y el drama, ambos intervinientes en las relaciones románticas que luchaba en vano por mantener. Se crecía en las crisis, los plazos y los aluviones salvajes de trabajo. Cuando se enfrentaba a desafíos tortuosos, la presión lo mantenía con frecuencia en vela durante la noche y le hacía vomitar. Pero también le daba energía. “Es un imán que atrae el drama –dice Kimbal–. Esa es su compulsión, el tema de su vida”.
Mientras escribía sobre Steve Jobs, su socio Steve Wozniak me sugirió que la gran pregunta que debía hacer era: ¿tenía que ser tan malvado? ¿Tan rudo y cruel? ¿Tan adicto al drama? Cuando le formulé la pregunta al propio Woz al final de mi relato, este me contestó que, si él hubiera dirigido Apple, habría sido más amable. Habría tratado a todos como si fueran su familia y no habría despedido sumariamente a la gente. Luego hizo una pausa y añadió: “Pero si yo hubiera dirigido Apple, puede que nunca hubiésemos fabricado el Macintosh”. Así pues, la pregunta sobre Elon Musk es: ¿podría haber sido más tranquilo sin dejar por ello de lanzarnos hacia Marte y hacia un futuro de vehículos eléctricos?
A comienzos de 2022 –después de un año marcado por treinta y un lanzamientos exitosos de cohetes por parte de SpaceX, por la venta de cerca de un millón de coches por parte de Tesla y por haberse convertido en el hombre más rico del planeta–, Musk hablaba con arrepentimiento de su compulsión por provocar dramas. “Necesito alejar mi actitud del modo crisis–me dijo– en el que llevo unos catorce años, o podría decirse que la mayor parte de mi vida”.
Se trataba de un comentario melancólico, no de un propósito de Año Nuevo. Incluso mientras hacía la promesa estaba comprando acciones de Twitter, el patio de recreo definitivo del mundo. Aquel abril hizo una escapada a la casa en Hawai de su mentor Larry Ellison, el fundador de Oracle, acompañado por la actriz Natasha Bassett, una novia ocasional. Le habían ofrecido un puesto en el consejo de Twitter, pero durante el fin de semana llegó a la conclusión de que aquello no era suficiente. Estaba en su naturaleza desear el control total. Así pues, decidió hacer una oferta hostil para comprar la empresa en su totalidad. Después voló a Vancouver para reunirse con Grimes. Permaneció allí con ella hasta las cinco de la madrugada jugando a un nuevo videojuego de rol, Elden Ring. En cuanto terminó, puso en marcha su plan y escribió en Twitter: “He hecho una oferta”.
A lo largo de los años, cada vez que estaba en un lugar oscuro o se sentía amenazado, regresaba a los horrores del acoso sufrido en el patio del colegio. Ahora tenía la oportunidad de ser su dueño.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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