Un cansancio histórico en Cuba
Julio María Sanguinetti
El gran poeta alemán Heinrich Heine, que luego de un gran éxito en su patria terminó exiliado en París los últimos 25 años de su vida, en 1834 escribió, en su libro sobre historia de la filosofía y la religión en Alemania, una frase que solía repetir Isaiah Berlin: “Cuidado con la fuerza de las ideas, porque los conceptos filosóficos, alimentados en el silencio del estudio de un académico, pueden destruir toda una civilización”.
Luego de años en que el materialismo marxista y el economicismo capitalista de algún modo oscurecieron esa fuerza, más que nunca hoy debemos convocar a nuestra mirada histórica para entender cómo las ideas han sido fuente de bienes como de las peores maldiciones. ¿No fue la perversa idea racista algo sostenido aun con ropajes científicos para alimentar tragedias como la del nazismo? No hay nada más insensato que esa frase que suele repetirse diciendo que “todas las ideas son respetables”, cuando hay muchas, como esa, que no lo son. A la inversa, las luminosas ideas de libertad de conciencia de los pensadores de la Ilustración siguen animando las batallas que todavía tenemos que seguir librando contra las tiranías. Triste es comprobarlo, pero imperioso es que recordemos que siempre, en principio, está una idea. Para que la inercia del bienestar contemporáneo no nos conduzca a su olvido.
Valga esta reflexión como introducción a la penosa situación de Cuba, que luego de 65 años de una revolución que se soñó liberadora adolece del oprobio de un régimen colectivista, empobrecedor y tiránico. Oficialmente ha reconocido que ya no puede cumplir ni siquiera con la modesta cuota de leche para los niños que les adjudicaba la tarjeta de racionamiento con la que todavía intenta administrar la escasez de alimentos en la isla. Luego de que el gobierno tuviera que pasar por esa humillación, se viven estos días revueltas populares que claman por energía eléctrica y alimentos. Bajo un durísimo régimen policíaco, que encarcela sin piedad a sus opositores, solo la desesperación puede encender la chispa de esas protestas. Como dice el escritor Leonardo Padura, que vive en Cuba, “el hambre y la necesidad se han juntado”… son manifestaciones de un proceso que yo lo vengo diciendo en mis novelas hace muchos años y que lo he denominado cansancio histórico”.
La expresión de esa fatiga profunda es la emigración, endémica desde 1959, pero explosiva luego de la pandemia. Según la Oficina de Censo, en 2018 había l.300.000 cubanos, oficialmente, en los EE.UU., estimándose de hecho unos 2 millones. En estos dos últimos años, 2022 y 2023, han sido 425.000 más, cuando la pandemia puso en estado crítico la claudicante economía. O sea que hoy se sufre algo mucho peor que la crisis de Mariel en 1980 o la de los Balseros en 1994. Es una emigración dolorosa, de gente que vende todo lo que tiene y pasa innúmeros padecimientos para llegar a EE.UU., que sigue siendo su real utopía, desvanecida para siempre la que encendió la revolución cules, bana en aquel augural 1º de año de 1959, en que huyó el dictador Fulgencio Batista.
El sonsonete del bloqueo es ya ridículo. Porque leche le pueden vender muchos, pero si es que se puede pagarla. Todo el mundo comercial está abierto. Aun el ominoso “bloqueador” que este año pasado exportó 391 millones de alimentos a Cuba, más que Brasil y la Argentina…
En esto ha terminado aquel sueño de liberación que recorrió toda nuestra América, con la efigie del Che Guevara como ícono mayor de esa religión que alumbraba un “hombre nuevo”. Nuestra generación vivió intensamente el debate que generó. Puso a prueba nuestra convicción democrática ante el llamado de una justicia social que llegaba como un milagro redentor. Los que fueron catequizados no solo pasaron a integrar partidos comunistas o socialistas revolucionarios, sino que alimentaron las guerrillas que en esos años tiñeron de sangre la guerra que solo era fría entre las dos grandes potencias que la alimentaban. El precio pagado fue enorme. En libertades, en actos terroristas, en golpes de Estado, en vidas frustradas.
Lo peor fue la traición. Cuando en junio de 1959 Fidel asume formalmente el gobierno podía sospecharse que se transformara en un caudillo latinoamericano típico y se entronizara en el poder. Lo intuimos vagamente cuando en aquel momento fuimos a La Habana a cubrir como periodistas aquel momento que se soñaba histórico. Y lo era. Fueron millones los que llenaron la Plaza de la Revolución en aquel 26 de julio celebratorio, con millones de cañeros que golpeaban rítmicamente sus machetes, reverberando bajo el sol del verano. No imaginábamos que ese sueño terminaría en la pesadilla de 1962, cuando Fidel se proclamó marxista leninista “hasta los últimos días de mi vida”, explicando que sus ideas “se habían tenido que ocultar porque de otra manera hubiéramos enajenado el apoyo de la burguesía y de otras fuerzas que sabíamos que después tendríamos que ir contra ellas”. Así se hicieron ciertas las acusaciones que EE.UU. le hacía al régimen. Ese fin de año, para culminar su contradicción, Fidel importó masivamente turrón de Jijona para que cada cubano pudiera celebrar la Navidad conforme a la tradición católica…
Fue este un momento crucial, porque Cuba, ya oficialmente, pasó a la condición de satélite de la Unión Soviética. Por eso en octubre de ese año se produce la crisis de los misiel momento de mayor riesgo de una guerra atómica hasta estos días extraños que estamos viviendo.
Volvamos al principio: todo esto nació de una idea. La alumbró un economista alemán que vivía en Londres y escribió un monumental libro y lanzó el “Manifiesto de una nueva sociedad”. Fue una aguda crítica del mundo capitalista a la que añadió la utopía de la sociedad sin clases, a la que llegaríamos luego de la dictadura del proletariado. Pero Marx se murió en 1887, cuando Lenin recién entraba a la Facultad de Derecho y ni soñaba con la utopía marxista, que luego abrazó y transformó en una explosiva religión.
La idea se hizo dogma. Y luego vino esa tragedia de la que queda, como un testimonio de su trágico error, esta triste Cuba de hoy. Poblada de un magnífico pueblo fatigado y sin esperanzas. La idea fracasó, pero no está muerta. Sigue siendo todavía, para muchos partidos latinoamericanos, una brumosa esperanza o por lo menos algo misteriosamente inspirador. El esperpento de la dictadura venezolana, en nombre del socialismo del siglo XXI, es un ejemplo. Como también lo es esa confusión de gobiernos que se proclaman de izquierda pese a que administran una sociedad capitalista y mantienen el sueño aún vago de algo distinto. No asumen cabalmente la demostración incuestionable de la realidad.
De esas confusiones nacen los desencantos latinoamericanos. Consecuencia de estos encantamientos sembrados por la demagogia populista, refugio último del fracaso de la idea marxista.
No imaginábamos que ese sueño terminaría en la pesadilla de 1962, cuando Fidel se proclamó marxistaleninista “hasta los últimos días de mi vida”
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