jueves, 17 de marzo de 2016
BOB DYLAN Y SUS CRÓNICAS
Los grandes artistas provocan un temor reverencial. Solemos pensarlos como gigantes tocados por la mano de Dios. Bajo el impacto de sus obras, y empujados por una tendencia a la mitificación que acaso obedezca a la necesidad de dar consistencia y jerarquía a la realidad, los colocamos en un altar y les rendimos pleitesía. Así, nos alejamos de ellos. De tan distantes, dejan de ser ejemplo a seguir para convertirse en objetos de adoración. Tal vez resulte cómodo olvidar que la mayoría de ellos enfrentó dudas, incertidumbres y zozobras en su proceso de formación e incluso ante cada una de sus grandes creaciones.
Un buen libro para recordar esto es el primer volumen de las Crónicas, de Bob Dylan. Lo había recibido años atrás, pero no sentí entonces la necesidad de tirarme de cabeza en sus páginas, como me habría ocurrido a los 20. Este verano lo tomé de la biblioteca. Aun apagados los fanatismos, Dylan es una de esas cosas a las que siempre se vuelve. Por otra parte, no tenía intenciones de que novelas como La montaña mágica o Guerra y paz (que siguen en el debe) amenazaran el estado de disponibilidad con el que pretendía zarpar hacia la costa.
Así descubrí que Dylan el insondable, el hermético, es también un hombre que no siempre está seguro de sí mismo ni de su talento, que se pierde y se equivoca, pero que supo desde el principio que el arte, como la vida, es búsqueda. "El camino podía ser traicionero, no sabía adónde conduciría, pero lo tomé de todos modos", dice al final del libro, un modo de volver al principio, cuando era un muchacho que llegaba a Nueva York con su guitarra y una sola convicción: lo suyo era la música. Tenía también un lenguaje, el folk, en cuya tradición creía, y una fe insobornable en el poder de la canción.
En esto se parecía a muchos de los cantantes que a principios de los años 60 pululaban por los cafés de Greenwich Village. Pero Dylan tenía algo más: una mente abierta a casi todo, y antenas muy sensibles para dar con aquellos artistas que podían contribuir al desarrollo de su propia voz, todavía en ciernes. Pronto supo que iba a componer, pero sabía también que aún no sabía cómo. Intentaba descubrir entonces qué hacía funcionar a las buenas canciones. Las desmontaba para analizar sus partes. "Todavía no había hecho nada, no era cantautor, pero me asombraban las posibilidades físicas e ideológicas que encerraban la letra y la melodía -escribe-. Era consciente de que el tipo de canciones que me sentía cada vez más inclinado a cantar no existía."
Se sabe: primero está su devoción por Woody Guthrie. Después, el deslumbramiento por el blues de Robert Johnson. Un día asistió a una obra teatral con canciones de Brecht y Kurt Weill, y un largo tema plagado de personajes y extrañas visiones, "Pirate Jenny", le abrió un mundo. Por entonces, su novia, Suze Rotolo, lo introdujo en la poesía de Rimbaud. A la azarosa conjunción de todas estas cosas atribuye Dylan la composición de "A Hard Rain's A-Gonna Fall", "Mr. Tambourine Man", "Desolation Row" y tantos otros temas que, promediando la década del 60, marcarían un antes y un después. Pero ¿podemos atribuir al azar lo que hemos estado buscando sin pausa? En cualquier caso, lo que no existía antes había empezado a existir.
Pero en el arte, como en la vida, todo es intemperie. Otro capítulo cuenta la tortuosa grabación del disco Oh Mercy, más de 20 años después, durante una etapa en la que Dylan había perdido su rumbo artístico. Junto al productor Daniel Lanois y los instrumentistas, grababa los temas decenas de veces, probaba cambios en las melodías, en las letras, en el ritmo, en los arreglos, en el acompañamiento, buscando algo que, fuera lo que fuese, parecía siempre muy lejos. "Formábamos parte de una expedición pesquera a ninguna parte", escribe.
Hasta que, hundidos en el caos y el desasosiego, empezaron a detectar pequeños grandes momentos en pasajes de las tomas desechadas, y de allí se agarraron para salir a flote. Ése es el secreto. Saber a qué asirte cuando estás perdido. Y seguir. Como cuando un Dylan desorientado salió a caminar sin rumbo hasta meterse en un bar en el que actuaba una ignota banda de jazz. Dylan se concentró en el cantante. "Me asaltó la sensación de que el tipo tenía una ventana abierta a mi alma, de que me decía: «Deberías hacerlo así»".
Ahora me gusta pensar a Dylan como un eterno aprendiz. Es un modo de volverlo más humano: los mismos titubeos y dudas que lo asaltaron en la grabación de aquel disco después tan celebrado me aquejan ahora cuando -salvando todas las distancias- termino este manuscrito
H. M. G.
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