El próximo 24 de marzo se cumplirán 40 años del genocidio humano, político y económico que sufrió Nuestra Patria.
Durante largos años con silencio cómplice los medios, la política, y la misma justicia, ignoraron y/o silenciaron aquellos años de salvaje Terrorismo de Estado.
Fueron muchos los años de lucha de Madres, Abuelas y Familiares que perdieron a sus seres queridos en aquellos años.
Solo esa voluntad inquebrantable mantuvo vivo el reclamo de Verdad y Justicia.
Año tras año, hombres y mujeres nos fuimos sumando a a esa lucha.
Hoy, cuatro décadas más tarde, muchos de los responsables de aquella siniestra historia han recibido la debida condena.
Tal vez, otros se hayan beneficiado con "olvidos" mediáticos, judiciales y/o sociales.
Pero la enorme mayoría del Pueblo Argentino ha ido conociendo, y consecuentemente repudiando, aquellos siniestros acontecimientos y manifestando públicamente su sentimiento de solidaridad con las víctimas y de repudio a los genocidas.
En este 40° aniversario quiero acercar mi solidaridad, mi afecto, y mi agradecimiento por su lucha inquebrantable, a todos quienes sufrieron la pérdida de seres queridos a manos de aquel proceso criminal.
El texto que acompaño, escrito hace algunos años, no es una creación literaria.
Es el simple relato de una historia verídica de la que fuí co-protagonista.
Los personajes son tan reales como quien pueda estar leyendo estas líneas.
Para TODOS mi homenaje y mi convocatoria a no "bajar nunca la guardia", para evitar que se repitan historias como aquella.
Cordialmente.
-.-.-
viernes, 24 de marzo de 2011
PINTANDO AQUELLA ALDEA
“Pinta tu aldea y pintarás el mundo” escribió León Tolstoi hace más de 200 años. Y algo sabía el hombre.
Este 24 de marzo de 2011, a 35 años del golpe cívico-militar más sanguinario de nuestra historia voy a seguir su consejo.
Cientos de páginas analizan y desmenuzan hoy el significado político, económico y social del período más siniestro de nuestra vida como país.
Siguiendo la máxima de Tolstoi, yo voy a referirme solo a un caso, apenas uno, de una familia víctima del horror de aquellos días. Pero este caso real puede dar una idea aproximada de innumerables situaciones similares vividas por miles de familias que, además, tuvieron un final muy diferente a este.
Conocí a Ana María allá por fines del “72”. Yo concurría con un querido amigo, al campo de deportes de MOP (Ministerio de Obras Públicas), en Vicente López, donde consumíamos energías y tiempo libre jugando al fútbol y tomando sol a orillas del río.
Ana María era una muchachita típica de clase media. Su padre había fallecido hacía algún tiempo y ella vivía con su madre y su hermano Javier, en un cómodo departamento de la Avenida Coronel Díaz, próximo a la Av. Santa Fe.
“Sos una gordita burguesa”, le decíamos con mi amigo. Porque Ana María no tenía mucha información sobre el tema político.
Después de 6 años de gobiernos militares y 18 de proscripción del peronismo, ella nos hablaba de su interés por la “Nueva Fuerza”, el partido de Álvaro Alzogaray, que llevaba a Chamizo como candidato a presidente. Nos reíamos y, creo, logramos hacerle comprender algunas cosas.
Llegó el 11 de marzo del 73, ganó Cámpora, la vida nos llevó a cada uno por su lado y no volvimos a verla en mucho tiempo.
Cuatro o cinco años más tarde la crucé por casualidad. Parecía la misma “gordita burguesa”. Pero algo había cambiado. Algo había ocurrido en su vida, que la había marcado para siempre.
“¿Supiste lo de Javier?”- me peguntó.
Y, como no lo había sabido, me tomé todo el tiempo necesario para que me contara.
Javier, su único hermano, trabajaba en el Sindicato el Seguro. Además era estudiante de Derecho en la UBA. Y, como tantos jóvenes, militaba en la JUP, la Juventud Universitaria Peronista.
Una noche, a poco del golpe de marzo del 76, varios hombres llegaron al departamento familiar. El “grupo de tareas” hizo lo suyo: revolvió todo el departamento, vació cajones y muebles, arrojó libros por el piso, formuló las preguntas más contradictorias a cada miembro del grupo familiar.
Por último envolvieron la cabeza de Javier con uno de sus abrigos y se lo llevaron, ante la desesperación de madre y hermana.
Al día siguiente, la familia comenzó su peregrinaje: consultas con funcionarios policiales, del ejército, de la marina.
Todas las puertas fueron golpeadas; todos los timbres fueron apretados.
Se recurrió a todas las relaciones familiares, que no eran pocas.
La madre de Ana María, que concurría a misa todos los domingos, llevó su angustia a hombres de la iglesia.
Las preguntas siempre tuvieron respuestas negativas, evasivas.
Nadie sabía nada.
Por fin una tarde se presentó en la vivienda familiar alguien que traía información: un coronel del ejército, que decía ser un “nexo” entre la SIDE y el Ministerio de Interior.
Las dos mujeres lo recibieron acompañadas por un hermano de la madre.
Querían que hubiera un hombre presente.
Después de un largo monólogo sobre “los peligros de la subversión”, los “riesgos que corrían los jóvenes”, y otros temas por el estilo, el hombre fue al grano:
“Bueno, vamos a lo que les interesa a ustedes: Javier está vivo”.
Suspiro general de alivio. Pero:
“Pero no puede salir libre. Porque, si bien no hay ninguna acusación concreta en su contra, tampoco hay certeza de que sea inocente”. “Creo que tendríamos que negociar”.
Los familiares se miraron. En el sindicato, cuando denunciaron el secuestro, les habían advertido:
“Hay casos en que les piden plata a las familias de los secuestrados. Si pagan, los pibes aparecen vivos; los “blanquean”.
“Si ocurre eso, digan que sí. Nosotros vamos a juntar la plata como sea”
Con esa información, el tío inquirió:
“Señor, no somos una familia adinerada, pero tenemos amigos que pueden ayudarnos”. “Díganos cuanto dinero hay que juntar”
Cuando me contaba la respuesta del “intermediario”, la cara de Ana María se tornaba violeta por la ira:
“Señor, ¡no me ofenda! ¡Cómo vamos a hablar de plata, estando en juego una vida humana!”
El tío volvió a preguntar:
“Entonces… ¿Qué negociación nos propone usted?”
Nunca esperaron la respuesta:
“Un canje”. “Javier vivo por tres montoneros”.
Nunca podría reproducir todo lo que me contó Ana María a esta altura del relato, la descripción que hizo de las sensaciones: sorpresa, dolor, indignación, impotencia.
“Gerardo: me enseñaron a odiar” “Yo nunca me creí capaz de eso” “Pero lo aprendí en ese momento”.
Y me relató que, luego de la dura respuesta del tío, el hombre se retiró con toda naturalidad.
Algunas semanas después, un cura al que la madre había llevado su angustia en varias oportunidades, le informó:
“No me preguntes como lo sé. Pero Javier está para salir; está en recuperación. En unos días lo tenés en tu casa”.
Y así fue.
Lo dejaron por Mataderos, con una advertencia:
“Portate bien. Esta vez zafaste. Pero si caes de nuevo no salís vivo”
Ana María me siguió contando un largo rato. Me habló del regreso de Javier a su casa, de la emoción y la alegría del rencuentro.
También relató las noches en que Javier se despertaba gritando, como si estuviera en medio de una sesión de tortura. Y su angustia, su llanto, su recuerdo de las amenazas que recibía:
“¡Cómo te la bancás, monto! Pero acá vas a hablar. Si hace falta vamos a traer a tu hermanita. Y si todavía no hablás vamos a traer a tu vieja”. “¡Cuando las escuches gritar, vas a contar todo!”
Antes de despedirnos, con Ana María reflexionamos sobre ¿cuántos pibes habrán sido denunciados en una “negociación” así?
¿En cuántos casos la desesperación pudo haber llevado a que alguien fuera denunciado solo por el hecho de ser un joven universitario que milita en una agrupación estudiantil?
¿O por ser un delegado de una fábrica?
¿Cuántas familias pueden haber cedido a esa invitación a la delación, a esa infame extorsión, en la desesperación por recuperar con vida a un familiar?
Javier salvó su vida, regresó a su casa, a su trabajo en el Gremio, a sus estudios.
Poco a poco, rehizo su vida.
Otros la perdieron en una mesa de tortura, en un fusilamiento disfrazado de “enfrentamiento” o arrojados al mar desde un avión militar.
Hoy, a 35 años de aquel fatídico 24 de marzo, marchamos todos, con las Madres, los Hijos, los Familiares, los Nietos, para que NUNCA MÁS tengamos que pintar una aldea como aquella, con historias como ésta.
¡¡¡NUNCA MÁS!!!
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