viernes, 18 de marzo de 2016
HISTORIAS DE VIDA
A mediados de los años 50, Lo Yuao tomó su valija y emprendió el descenso del buque que lo había traído desde Hong Kong hasta el puerto de Buenos Aires. Era técnico textil, tenía 19 años y un error de interpretación -algo así como la maldición de Babel- modificó para siempre su vida.
Poco tiempo antes de decidir cambiar de continente, había visto Lo que el viento se llevó. Algo en aquella película lo había deslumbrado; tanto, que cuando leyó el aviso donde solicitaban técnicos textiles para una fábrica instalada en el sur de América, no dudó. Juntó sus cosas y se lanzó a la aventura; iba, suponía él, hacia las tierras del Estados Unidos sureño.
Qué habrá sentido mientras bajaba los peldaños de la escalerilla y descubría -a demasiados kilómetros de cualquier arrepentimiento- un paisaje que poco tenía que ver con el de Scarlett O'Hara. Llegaba a un país donde nadie hablaba inglés; mucho menos su propio idioma. Donde, en especial por aquellos años, eran muy pocos los migrantes llegados de Asia.
Lo Yuao trabajó durante un tiempo en la fábrica textil de San Nicolás que había solicitado sus servicios. Luego se mudó a Buenos Aires. Puso una casa de fotografía; cambió el fragor de la industria por el trabajo visual. En algún momento, a fines de los años 70, comenzó a estudiar pintura. Siempre solo. Aceptando el extraño destino de no pertenecer a nadie ni a ningún lugar.
Ya entrado en años, seguía pintando de acuerdo con lo aprendido en los talleres locales: técnicas más bien expresionistas. Occidentales. Hasta que un día empezó a ocurrir. Los trazos que brotaban de su pincel no correspondían a la plástica de este lado del mundo, sino a la mirada de un universo en el que él había vivido sólo 19 años. La tradición de la acuarela oriental brotó de sus manos como un manantial imparable; la China de la infancia, encapsulada desde aquel lejano descenso en el puerto de Buenos Aires, brotaba en pinceladas ágiles, elegantes, más vitales que melancólicas. Como en aquel tiempo el papel de arroz era casi inaccesible en la Argentina, experimentó con diversos materiales. Descubrió que sí, las humildes servilletas de papel podían funcionar como un buen sustituto. Y así continuó, durante toda su vida de jubilado, recreando los paisajes de un país que ya no existía: el de la cultura, las personas y el entorno que lo habían visto nacer.
Las bellas pinturas de Lo Yuao ocupan un espacio importante del documental Arribeños, exhibido recientemente en el Malba y de próximo estreno en el cine Gaumont. Mientras la cámara las va descubriendo, una voz en off cuenta la historia de su autor. Una secuencia sobria, agridulce, a tono con el resto del film.
Dirigido por Marcos Rodríguez, Arribeños es, desde ya, una indagación sobre el Barrio Chino porteño. Esas cuadras, próximas a Barrancas de Belgrano, adonde todos hemos ido alguna vez a cenar, sacarnos fotos con los dragones del Año Nuevo, comprar lámparas de papel, pequeños colgantes, té de jazmín, salsas de nombres exóticos. Cuadras que encierran, además, una historia polifónica, abigarrada y diversa como todas las historias de migración; en este caso, la de la población taiwanesa que, especialmente a partir de los años 70 y 80, comenzó a instalarse en el país.
"Una vez al mes me dirijo hacia Belgrano, adonde está mi solitaria patria entre dos calles", dice el hermoso poema que, en chino, alguien recita en otro momento del documental y que, de algún modo, sintetiza las numerosas voces y situaciones retratadas.
La mirada que propone Arribeños logra ser lejana y cercana a la vez. La cámara, como si se hiciera cargo de una inevitable ajenidad, apenas recurre al primer plano. Registra, siempre a módica distancia, el desperezarse del minúsculo barrio, la lenta apertura de los negocios, el aluvión de visitantes los fines de semana, los festejos callejeros, alguna ceremonia religiosa, las celebraciones en los centros de la colectividad. La proximidad -y en esto hay un hallazgo- la ponen las voces, que siempre se escuchan en off. Vemos las imágenes más o menos conocidas de las breves cuadras de la calle Arribeños y escuchamos el conmovedor entretejido de los relatos. Palabras de extranjeros y de hijos de extranjeros; de quienes se adaptaron plenamente, y de quienes no tanto.
Y la confesión que es la marca de todo migrante; su mayor dolor, quizás también su paradójica riqueza. La voz con dejo oriental que, al referirse a quienes hoy viven en Taiwán, asegura: "Ellos son más extranjeros para mí que
los argentinos".
D. F. I.
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