jueves, 24 de marzo de 2016

CINEMATOGRAFÍA...DÉCADA DEL 70


Un rostro joven, quieto, con los ojos vendados. La imagen que en la Argentina, durante años, sólo podía (¿puede?) remitir a una cosa: dictadura militar, represión, oscuridad. Imposibilidad de ver y de ser visto. La rotunda indefensión de las víctimas.
A principio de la década del 80, la filmografía que giró en torno a la violencia política y los efectos del golpe de Estado de 1976 cristalizó esa imagen, el ícono del mayor trauma de nuestra historia reciente. Desde esos días hasta hoy, diversos filmes buscaron interpelar unos hechos especialmente huidizos y conflictivos: "Un denso pasado para el que las palabras y las imágenes parecen siempre insuficientes", describe Gonzalo Aguilar en Más allá del pueblo. Imágenes, indicios y políticas del cine (FCE).


En este sentido, algunos críticos consideran que las películas de la posdictadura constituyen casi un género en sí mismas. Había asumido Alfonsín, se anunciaba el juicio a las Juntas militares y en las carteleras de los cines aparecía un afiche con la imagen de una familia feliz y una frase: "Siempre hay dos versiones de la historia, la oficial y la real". Se estrenaba La historia oficial, de Luis Puenzo (que en 1986 ganaría el Oscar a la mejor película extranjera), donde Norma Aleandro interpretaba a una madre adoptiva que un día descubría que su hija era, en realidad, una niña apropiada. La sociedad de los años 80 se identificaba con el personaje de Aleandro: ciudadanos comunes que de pronto descubrían el horror.
"Las películas que fueron exitosas en el momento de su estreno (La historia oficial, Darse cuenta, de Alejandro Doria) apenas restablecida la democracia, en verdad son profundamente deudoras en su modo de representar la historia política de algunas películas que se produjeron durante el terrorismo de Estado (El poder de las tinieblas, de Mario Sabato; Crecer de golpe, de Sergio Renán) -explica el crítico y ensayista Emilio Bernini-. Lo ocurrido se representa como algo que sobreviene, que se impone a un individuo que no sabe, que es inocente, que desconoce todo o casi todo de la esfera estatal."
En estos filmes -otro título emblemático fue La noche de los lápices- el foco estaba, ante todo, en denunciar el terrorismo de Estado. Pero hubo un documental, Juan como si nada hubiera sucedido, de Carlos Echeverría, que marcó una diferencia. Allí se indagaba tanto en el enigma de la desaparición de un estudiante como en el entramado social en que esto había ocurrido. "Fue casi la contracara de La historia oficial -asegura Gustavo Aprea, autor de Documental, testimonios y memorias (Manantial)-. En el documental de Echeverría, la sociedad sí sabía. Es, además, un film que tuvo influencia en la generación que comenzaría a filmar en 2000."
La llegada del militante
Tuvieron que llegar los años 90 para que en el universo fílmico ingresara un personaje crucial: el militante. Con visiones en algún punto contrapuestas, dos documentales: Montoneros, una historia, de Andrés Di Tella, y Cazadores de utopías, de David Blaustein, establecían un nuevo horizonte. En el primero, la militancia era observada por un director que no había participado en la vida política de la década del 70 y que elegía un tono más bien intimista para su recorrido; en el segundo, tanto el realizador como las personas que daban testimonio habían sido militantes activos, y el tono era de cierta melancólica reivindicación. Lo decisivo era que, para ambos trabajos, las víctimas habían dejado de estar en esa zona casi indiferenciada en que las había colocado el cine de los años 80: tenían nombre y apellido, recorridos, decisiones, voluntad política.
Las películas de ficción, por su parte, incluían improntas personales. Un muro de silencio, de Lita Stantic (la historia de una mujer que, años después de la desaparición de su primer marido, se ve compelida a recordar el momento de la tragedia) está atravesada por las vivencias de su realizadora; Garage Olimpo, que propone un inédito descenso a los infiernos (el retrato de la vida cotidiana en un centro clandestino de detención), fue filmada por Marco Bechis, un ex detenido desaparecido.
Con el cambio de siglo el protagonismo pasó a los hijos de la generación que había vivido el fragor setentista. Y se produjo el gran quiebre; se filmaron Los rubios, de Albertina Carri, y M, de Nicolás Prividera. "Películas que no se parecen nada entre sí y no se parecen a ninguna película contemporánea, porque inventan su propia forma", describe Bernini. Tanto en una como en otra aparece en escena un nuevo tipo de subjetividad, una apuesta a romper con los moldes establecidos, el abandono de la respetuosa solemnidad con la que se venían mirando los años 70 y la puesta en discusión de los presupuestos en torno a esa década y su "maravilla". Carri y Prividera dieron lugar a la ausencia de sus padres, al dolor por lo irreparable, a la rabia y a las preguntas que no cabían en los libretos prefijados. Como indica el cineasta y ex director del Bafici, Sergio Wolf: "Se cuestiona un supuesto estatuto de la verdad. En Los rubios, por ejemplo, se pone en debate qué significa hablar -el yo de la directora está trabajado a través de una actriz que la representa-, pero también quién puede hablar sobre la violencia política de los años 70, lo que se ve muy bien cuando Carri recibe el dictamen del comité que evalúa su proyecto en el Instituto de Cine y le recomienda cómo filmar su propia historia". Por su parte, el profesor y curador Gerardo Yoel destaca el último trabajo de Carri, una instalación llamada Operación Fracaso y el Sonido Recobrado,"un hipertexto que completa la propuesta de Los rubios".
Entre los últimos filmes realizados sobre este tema, está Infancia clandestina, de Benjamín Ávila (también hijo de desaparecidos). A diferencia de Carri y Prividera, Ávila optó por el formato de relato tradicional. Hay en su película algo que recuerda a Kamchatka, de Marcelo Piñeyro: en esta última dos padres militantes se recluían lejos de la ciudad para huir de la represión e intentaban convertir esa situación en un juego para sus hijos. En Infancia clandestina, que cuenta la historia de una familia cuyos padres participan en la contraofensiva montonera de 1979, las situaciones de violencia aparecen "narradas" (¿disfrazadas como un juego?) por las historietas que dibuja el hijo.
Wolf, que no cree que lo central del cine pase "por ajustar cuentas o por bajar información", rescata un film como Crónica de una fuga, donde Adrián Caetano se anima a ficcionalizar en términos fuertes la temática de los desaparecidos e introduce "elementos de los relatos de terror, como la casa de la que no se puede salir". Con todo, hoy se percibe cierta detención expresiva en los filmes sobre la década del 70. "Habría que preguntarse -dice al respecto Wolf- hasta qué punto la insistencia sobre memoria, verdad, justicia, esa presencia omnipresente del Estado, no produjo un efecto inverso, un problema de representación".
D. F. I.

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