El pibe que hablaba como pidiéndoles permiso a las palabras
Rogelio Alaniz
A veces lo escucho por la radio, a veces lo miro por televisión y observo que los años lo han cambiado. Veinticinco años no transcurren en vano. Algunas marcas dejan, algunos cambios producen. Y Ariel Tarico no tiene por qué ser una excepción. Del adolescente que conocí cuando tenía catorce o quince años, al personaje que está en los programas más conocidos de Buenos Aires y el país hay algunas diferencias. Está más alto, no sé si más delgado pero sí más longilíneo, más esbelto. A veces, muy de vez en cuando, un movimiento de los labios o una sonrisa breve o una manera de callar, de guardar silencio, me permite reconocerlo fugazmente
Hago memoria y no sé cómo nos conocimos, o, para ser más preciso, cómo él se relacionó conmigo, ya para entonces un periodista veterano, que seguramente debo de haber sido mayor que su padre, el mismo que perdió cuando apenas tenía seis años, aunque le sobró tiempo para despertarle a su único hijo la vocación por el dibujo, el humor y el juego de voces.
A fines de los 90, yo andaba arañando los cincuenta años, era editorialista del diario El Litoral, conducía un programa de televisión y los domingos de 10 a 13 monologaba –todavía lo hago– en un programa de radio de LT10, acerca de las vicisitudes de la política, de la cultura y de Dios y María Santísima, porque, bueno es saberlo, los periodistas podemos hablar de muchos temas sin exigencias académicas, pero con encantador desenfado y desparpajo, como tan bien lo captó Karl Kraus, quien llegó a decir de nosotros que el rasgo que nos distingue es no tener ninguna idea pero saber expresarla, una virtud que seguramente Oscar Wilde aprobaría.
Exageraciones, sarcasmos o ironías, lo cierto es que yo entonces era algo así como un periodista conocido en Santa Fe, titular de una modesta fama que no excluía enemigos que me detestaban, por las mismas razones por las que otros me admiraban. Pues bien, una mañana cualquiera, la secretaria de mesa de entrada del diario me avisa por teléfono que hay un chico, que dice llamarse Ariel Tarico, que quiere hablar conmigo. ¿Lo atendés o le digo que estás ocupado? Decidí atenderlo. No sé por qué, pero fue lo que hice.
La imagen que guardo de ese primer encuentro es algo borrosa, pero algunos rasgos mi memoria conserva: era bajito, tímido y me miraba con algo de asombro desde unos lentes enormes que parecían comerle la cara. No sé por qué me recordó al Woody Allen niño de Días de radio. Ariel Tarico. Un adolescente, un pibe que hablaba como pidiéndoles permiso a las palabras y pretendía publicar caricaturas en el diario. Me mostró algunas. Me parecieron correctas, pero nada más. Intercambiamos algunas palabras. Le dije que me las dejara y vería lo que podría hacer.
Cosas que pasan. Podría haberle dicho, por ejemplo, que no era mi tarea seleccionar dibujantes en el diario, pero vaya uno a saber por qué me ocupé para que publicara de vez en cuando. Desde aquella mañana, dos o tres veces por mes pasaba por el diario. Calladito, con la carpeta bajo el brazo y sus lentes. En aquellos tiempos se me ocurrió editar una revista, Hoy y mañana, que también lo contó como dibujante, aunque alguna vez mi diagramador le rebotó un dibujo, cosa que no le hizo mucha gracia, pero se las aguantó. ¿Podía hacer otra cosa con quince años?
Pasaron las semanas, los meses y una vez me enteré de que estaba trabajando en LT10, la radio de la Universidad Nacional del Litoral. Y su tarea consistía en imitar voces. Yo no sé si fui su primera “víctima”, pero si no fui el primero fui el segundo. Y me enteré de mi destino en Catamarca, adonde había ido a dar con mis huesos siguiendo el caso del asesinato de María Soledad Morales. Estaba en el hotel, no sé si leyendo o mirando el techo, pero con la radio encendida, cuando de pronto escucho que un locutor anuncia que están comunicados conmigo y acto seguido oigo mi voz. Era yo. No había vuelta que darle. El mismo tono, los mismos giros verbales, los mismos recursos expresivos, pero todo con levísimo toque de ironía. “Aquí estamos en Catamarca… tomando cerveza… perdón… tomando notas…”. La confusión era deliberada. Me he pasado más horas en los bares que en cualquier otra parte, tomando café o cerveza, ¿pero cómo fue que este imberbe llegó a registrar ese dato? La pregunta tiene una sola respuesta: talento. Talento para registrar detalles mínimos que constituyen el perfil exclusivo de una persona.
Mientras estuvo en Santa Fe fui uno de sus personajes preferidos. En más de una ocasión el personaje que inventó me superó a mí. Una vez discutimos por la radio quién era el verdadero Alaniz. Y más de un oyente se quedó con la duda. Lo más desopilante que hizo fue inventarme un romance con la ministra de Educación del entonces gobernador Jorge Obeid. Se trataba de una señora muy correcta, muy formal, muy docente, que le otorgaba una entrevista a un periodista llamado Alaniz, quien entre pregunta y pregunta le insinuaba, con mucha discreción, propuestas amorosas que ella rechazaba con disimulado pudor. Tarico me imitaba a mí y la imitaba a ella. Y para entonces no tenía más de dieciséis años. Un pibe, un mocoso, como le dijo la ministra.
Recuerdo que una mañana pasé por el estudio de la radio y lo vi en un rincón, serio, malhumorado. Le pregunté a uno de los colegas qué le pasaba. Y me dijeron que estaba enojado porque se había suspendido la hora libre del colegio donde estudiaba y por lo tanto debía volver a clase. Un personaje. Iba a la radio a imitar a los principales políticos de la provincia con su uniforme colegial y el portafolio.
Lo más lindo de todo es que cuando por primera vez fue a la radio, el director, hincha de Racing y Unión, lo rechazó sin miramientos. Insistió, pero nada. “Terminá el colegio y después vení”, le dijo. Entonces jugó su última carta; y yo fui el naipe del que se valió para ganar la mano. Lo llamó por teléfono al director de la radio (no sé cómo consiguió el número, pero ya para entonces él siempre conseguía lo que se proponía) y se presentó como Rogelio Alaniz, un amigo del hincha de Racing y Unión desde hacía más de veinte años. Platicamos durante más de diez minutos “Yo” le comenté mis planes para el programa a mi cargo, después nos enredamos en una discusión política y terminamos hablando de compartir un asado con amigos comunes el próximo sábado en una casaquinta de Rincón. Todo bien, pero al momento de cortar la comunicación el director se entera de que no estuvo hablando con Alaniz, sino con Tarico. “¿Vio que soy bueno, don Guillermo?”, le dijo con ese tonito burlón que los que ya lo empezábamos a conocer le reconocíamos como una marca registrada. Y así fue como el imberbe ingresó en la radio. Lo demás es historia sabida.
“¿Vio que soy bueno, don Guillermo?”, le dijo con ese tonito burlón que los que ya lo empezábamos a conocer le reconocíamos como una marca registrada. Y así fue como el imberbe ingresó en la radio. Lo demás es historia sabida
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