El anómalo afán de modificar la Corte Suprema
La Argentina vive un pronunciado proceso de deterioro general; nada justifica que ante la debacle económica se desvíen las energías hacia una cuestión que no es prioritariaAlberto F. Garay Abogado constitucionalista
Desde hace décadas la Argentina vive un pronunciado proceso de deterioro general. Como todos nos hemos educado dentro de esa decadencia, todos consciente o inconscientemente empleamos recursos defensivos que nos ayudan a vivir (o sobrevivir, para muchos) en ella. La anormalidad se naturaliza y nos encierra en su burbuja de regularidades e irregularidades, complicidades y claudicaciones.
Una de esas anomalías es el afán de la mayoría de los gobiernos, desde 1947, fueran elegidos democráticamente o de facto, de ver de qué manera lograban nuevas designaciones en la Corte Suprema. A lo largo de esos 77 años hubo algunos pocos gobiernos democráticos que no lo hicieron, por convicción o porque no contaban con mayoría en el Senado para lograr su consentimiento. Pero todos los restantes lo lograron apelando tanto al juicio político (Perón y Kirchner) como a la ampliación del número de sus integrantes (Frondizi y Menem). Los gobiernos de facto habidos a partir de 1955 los reemplazaron literalmente manu militari.
Lamentablemente, en los días que corren, el tema ha vuelto al ruedo. Tanto públicamente, como manifestó hace unas semanas el procurador del Tesoro, como privadamente, según dan cuenta las notas periodísticas de este y otros diarios que transitan los corrillos de la política, vuelve a hablarse con cierta insistencia del aumento del número de jueces de la Corte Suprema. El doctor Barra manifestó su preferencia por nueve jueces, como los que había cuando Menem amplió la Corte que él integró.
El antecedente inmediato es un proyecto de Alberto Fernández, que obtuvo media sanción del Senado. En ese momento, la mayoría peronista (o de quienes utilizan esa franquicia) acordó elevar el número a 15. Inicialmente proponían la friolera de 25, realmente una revolución jurídica, pero el proyecto no prosperó en la Cámara de Diputados. Ante ese fracaso, intentaron formar juicio político a todos sus integrantes, lo que dio lugar a un espectáculo bochornoso en la Comisión de Juicio Político de la Cámara de Diputados. La ignorancia y la superficialidad que revelaban las preguntas de los diputados interpeladores respecto del funcionamiento de la Corte pusieron de manifiesto que, en realidad, el único y verdadero fin perseguido era desembarazarse en bloque de los integrantes del tribunal porque algunas de sus sentencias no se ajustaban a sus predilecciones.
Este propósito compulsivo de la mayoría de los gobiernos de tener en la Corte a “sus” miembros es directamente tributario de ese pasado decadente mencionado. No se puede normalizar algo que es una patología de un sistema enfermo. Muchas razones impugnan ese objetivo. Me limitaré a ofrecer algunas de ellas.
La Corte debiera estar compuesta de 5 miembros. Así lo dispone la ley vigente, sancionada en época de Néstor Kirchner, que redujo el número de 9 a 5. Hoy son 4. El tribunal carece de un integrante desde hace años a raíz de la renuncia de la doctora Highton de Nolasco. Nadie discute que esa vacante debe ser cubierta y que urge hacerlo, pues así lo dispone la ley y porque su ausencia complica la formación de mayorías. Consecuentemente, las energías oficiales debieran estar encaminadas prioritariamente a esta difícil faena. Algo semejante ocurre con el procurador general. El actual es interino también desde hace años, situación que debe regularizarse a la brevedad.
La idea de ampliar la cantidad de integrantes, que pareciera haber reverdecido en la actualidad, está inevitablemente contaminada de sospechas. El pasado inmediato no ayuda. Los antecedentes previos, tampoco. Hace 77 años que los gobernantes han querido designar a sus propios candidatos en la Corte. No obstante, el fenómeno es más antiguo. La sospecha respecto de cómo conformar la Corte Suprema estuvo presente en la Argentina desde los inicios de la Organización Nacional. El presidente Mitre sabía que entre sus adversarios políticos existían desconfianzas acerca de las personas con quienes él integraría la Corte Suprema en 1863. Por eso eligió para cubrir esas vacantes a juristas que no pertenecían a su partido, sino que, más bien, simpatizaban con la oposición. Apenas transcurrieron unos meses de su instalación, la Corte falló, unánimemente, en contra de dos decretos de Mitre. El presidente acató en silencio. Luego, con el correr de los años y de las diferentes administraciones, los reemplazos ocurrirían por renuncia o por fallecimiento de alguno de sus miembros. Nunca en ese pasado –que se extendió hasta 1930– la Corte Suprema fue objeto de ataques sistemáticos de connivencia con el poder político como ocurrió en épocas posteriores.
Esta sana tradición de respeto a sus decisiones y a sus integrantes la abandonó el peronismo en 1947. Una vez que prosperó el farsesco juicio político a los integrantes de la Corte Suprema de entonces, el presidente Perón cubrió las vacantes con personajes que “acompañaron” su gestión incondicionalmente. Verdaderos compañeros. En 8 años no hubo sentencias que objetaran los actos del Poder Ejecutivo ni la legislación que emanaba del Congreso, a pesar de las impugnaciones habidas, y tampoco hubo esfuerzos por mostrarse independiente del poder político. Más bien, equivocadamente, siempre que pudo mostró afinidad con el partido gobernante, como cuando en 1949 cuatro de sus cinco integrantes fueron convencionales constituyentes por el peronismo al tiempo que se desempeñaban como jueces del Alto Tribunal.
A partir de 1955, los gobiernos de facto ocurridos removerían a toda la Corte de un golpe y la reemplazarían con sus propias designaciones y lo mismo harían, a su regreso, los gobiernos democráticos. En 1983 Alfonsín procuró una vuelta más parecida a la de los inicios de la Organización Nacional, eligiendo juristas de ideologías diversas. Pero el intento quedó trunco pocos años después cuando Menem, injustificadamente, amplió la Corte de 5 a 9 y, como existían 6 vacantes, logró conformar una férrea mayoría que lo acompañó sin disensos relevantes en sus dos mandatos. Kirchner, asistido por parte considerable de la oposición, enjuició políticamente a los jueces designados por Menem y obtuvo su remoción o sus condescendientes renuncias (en la Argentina no se le niega una jubilación a nadie, aunque esté sospechado de mal desempeño). Finalmente, designó a sus reemplazantes cuidándose de mantener la mayoría afín a su partido. El presidente Macri cubrió dos vacantes preexistentes, con acuerdo del Senado, convocando a juristas que no pertenecían a su partido y que, entre ellos, tampoco tenían afinidad con las mismas fuerzas políticas.
A la luz de lo expuesto queda claro que hace decenas de años que el Alto Tribunal es una suerte de botín de guerra que, con pocas excepciones, han reclamado muchos gobernantes. De aquí que volver en estos momentos sobre la ampliación inevitablemente expondrá al Gobierno a las mismas sospechas que han existido en el pasado. Pretender abordar este asunto exige condiciones que hoy no están presentes. Nada justifica en la actualidad que ante la debacle económica heredada se desvíen las energías y la atención hacia una cuestión que no es prioritaria. Esto mismo pretendió el gobierno anterior en medio de la pandemia. Justamente, esta ausencia de necesidad imperiosa alimentaría los fantasmas del pasado y despertaría razonables dudas acerca de la sinceridad de los propósitos, como ocurrió en el gobierno anterior. Porque, a no dudarlo, si la Corte tiene problemas que merecen inmediata atención, la cantidad de sus miembros no es uno de ellos. Solo porque nos hemos educado en un pasado decadente es que algunos no podemos ver con claridad la irregularidad en que nos hemos formado. También estarán aquellos que buscarán repetirla porque, por conveniencia personal, no tienen interés en desembarazarse de esa formación viciosa.
La Constitución reclama un Poder Judicial independiente. La Corte Suprema lo es. Siempre habrá procedimientos o prácticas que se pueden y deben mejorar, y es de esperar que tanto ella como el legislador estén alertas a la imperiosa necesidad de instrumentar los mecanismos necesarios para hacerla más veloz, eficaz y a la altura de su tiempo. A veces uno debe contentarse con que los cambios que considera necesarios se irán produciendo con mayor lentitud que la deseada, si se producen. Las renuncias, las jubilaciones y la ley de la vida irán haciendo lugar paulatinamente a la incorporación de nuevos miembros. Se puede disentir con sus sentencias, como muchos hemos hecho, o se puede acordar con ellas. Quizá el equivocado sea uno. O quizá no sea una cuestión de error, sino de distinta valoración que, en tanto ella esté dentro de los márgenes que la Constitución tolera, solo será eso. Pero estas son las reglas de juego. Con lo bueno y lo malo que esto puede tener, en sistemas como el que la Constitución establece, quien tiene la última palabra en materia judicial es ella y lo que ella resuelva dentro de su competencia constitucional no puede justificar su impugnación política ni su ampliación.
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