Los sueños rotos de los colectiveros argentinos
Aquel país de la década del 60, en el que los trabajadores formales podían esperar que sus hijos progresaran, dio paso a uno muy diferente, en el que todo se ha degradado
Luciano Román
¿ Qué tienen en común Cristina Kirchner, Javier Milei y Julio Palmaz, el argentino que revolucionó la medicina y salvó millones de vidas con la creación del stent? Los tres son hijos de colectiveros. Tal vez sea solo una coincidencia, pero la curiosidad biográfica puede leerse también como un retrato de la Argentina. Hubo un país, no hace tanto tempo, en el que los trabajadores formales tenían la certeza de que sus hijos podrían lograr, a través de la educación y del esfuerzo, una vida mejor que la de ellos, con un horizonte más amplio y mayores posibilidades. Podían soñar, incluso, con que sus hijos llegaran a ser presidentes de la Nación o científicos eminentes. Hubo una Argentina en la que esos sueños podían cumplirse. ¿Qué expectativas tienen los colectiveros de hoy? ¿Qué certezas manejan sobre el futuro de sus hijos?
Vale la pena poner una lupa sobre la entrevista que publicó la nacion este último domingo al doctor Julio Palmaz. Allí cuenta él su propia historia: “Hice primaria, secundaria y universidad, todo en La Plata, en la educación pública. Mi papá era colectivero y mi mamá, ama de casa. Mi padre tenía ideas bastante claras acerca de mi futuro; quería que recibiera un título universitario. Le gustaba la cultura americana, escuchaba música y veía películas de la época. Y me mandó a un instituto privado a aprender inglés desde los 9 años. Nunca pensó que me iba a ir a los Estados Unidos, pero sabía que el inglés iba a ser un arma necesaria para mí. Se llamaba Andrés Oscar”.
Palmaz habla de su padre, por supuesto, pero también habla del país. Describe a una clase media trabajadora que en los años sesenta tenía acceso a una educación de calidad, podía ahorrar y planificar, tenía herramientas para valorar otras culturas y veía en el horizonte posibilidades de superación y de progreso.
¿Qué pasó en las últimas décadas con esa clase media no profesional que se desempeña en el mundo del trabajo formal? Primero se achicó: cayó unos 20 puntos porcentuales, según el Observatorio de la Deuda Social de la UCA. Pero además se empobreció y pasó a depender cada vez más del Estado. El último estudio de la UCA revela que el 51,7% de la población argentina vive en hogares que recibe algún tipo de asistencia económica estatal, y si la medición se acota al conurbano bonaerense ese indicador crece hasta rozar el 60%.
Pero si en lugar de las estadísticas se mira el paisaje, se observa que todo se ha degradado alrededor de esa familia de clase media trabajadora. El espacio público se ha vuelto hostil e inseguro, usurpado por organizaciones con componentes mafiosos: conviven “las saladitas” con las que manejan las tomas de terrenos o las barras bravas que administran en muchos lugares el negocio de “los trapitos”. El narcomenudeo ha colonizado zonas enteras y los asentamientos han tenido un crecimiento exponencial. Todo eso ha provocado una profunda reconfiguración del tejido social, con una cultura de la marginalidad y una mayor fragmentación. La escuela pública se ha derrumbado en su calidad educativa y se ha convertido en un centro asistencial cooptado por una corporación sindical. Las prestaciones hospitalarias se han hecho cada vez más precarias. Las referencias sociales y culturales han perdido jerarquía: en los barrios ya no se reconoce a la maestra, al médico, al enfermero. Mucho menos al policía. Se han consolidado, en cambio, las figuras del puntero, “el transa” y el jefe piquetero.
La inseguridad tiñe el paisaje urbano y condiciona en todos los órdenes la vida social y familiar. El de colectivero, sin ir más lejos, se ha convertido en un oficio de alto riesgo, con casos trágicos y conmovedores como el registrado en Rosario el mes pasado. El crimen de Daniel Barrientos, ocurrido hace apenas nueve meses en La Matanza, provocó una reacción que grafica la mezcla de hartazgo, indignación e impotencia que se ha instalado en sectores de la clase trabajadora y que registra microestallidos espontáneos y esporádicos.
Son núcleos sociales que en los últimos años han sentido que nadie los representaba y que el derrumbe de su calidad de vida se hacía cada vez más irreversible. La confianza en el futuro que tenían los colectiveros de la década del sesenta se transformó en miedo al presente: hoy se convive con el temor a la inseguridad, pero también a que los hijos caigan en la telaraña de la droga, abandonen la escuela secundaria (donde la tasa de deserción llega al 70% en el conurbano), tambaleen en la precariedad laboral o entren en los oscuros circuitos de la usura, el juego o el comercio clandestinos, que reclutan clientes y “operadores” en las zonas más vulnerables.
En los últimos veinte años, un alto porcentaje de los trabajadores formales han tenido que irse de la educación pública para asegurarse que sus hijos tengan clases todos los días. La matrícula de las escuelas privadas creció en forma sostenida durante 15 años, hasta que en 2019 se frenó la tendencia por la crisis económica. Ese proceso ha acentuado la fragmentación social: la escuela ha dejado de ser ese espacio policlasista e igualador de oportunidades que era en la época en la que se formó Palmaz. La educación pública hoy no garantiza un piso básico de calidad que permita la continuidad en el nivel universitario.
Pero aquella Argentina de la movilidad social ascendente, en la que los sueños de los colectiveros tenían otra ambición y otras posibilidades de realización, exhibía, además, una escala de valores que ha quedado desdibujada: la meritocracia no era mala palabra, la cultura del esfuerzo regía con naturalidad y la exigencia no estaba mal vista. No era, por supuesto, un país ideal: la democracia era más débil, faltaba mucho para alcanzar la igualdad entre el hombre y la mujer, y cierta atmósfera autoritaria impregnaba desde las relaciones familiares hasta el mundo laboral. Pero el orden no era un valor estigmatizado y la decencia era la regla en el servicio público.
No todo pasado fue mejor, pero los indicadores objetivos marcan que la Argentina tiene un presente más sombrío que su pasado. Un solo dato: la pobreza era del 6% en 1974, contra el 40% que tenemos cincuenta años después. El trabajo ya no garantiza condiciones de vida dignas y un título universitario tampoco asegura un desarrollo profesional. La idea de prosperidad ha mutado hacia una idea de supervivencia, y la cultura del esfuerzo ha sido desalentada desde la cima del poder.
Los sueños de los colectiveros se han estrellado contra una ideología populista que ha bajado la vara en todos los órdenes, ha exaltado la filosofía del pobrismo y ha invertido en la estructura social la ecuación de premios y castigos. Paradójicamente, ha sido el kirchnerismo el que más ha combatido los valores de la movilidad social, a pesar de que muchos de sus líderes fueron un típico producto de aquella clase media que veía progresar a sus hijos a través de una educación pública de calidad. Tal vez la historia les haga un reproche ético de fondo: negaron a las nuevas generaciones las oportunidades que habían tenido ellos. ¿Puede concebirse algo más regresivo?
El populismo entronizó un nuevo sujeto político: se alejó del trabajador formal para expandir una red de clientelismo; los sindicatos se refugiaron en un sistema de privilegios y enriquecimiento dirigencial mientras crecían las “organizaciones sociales”, con un nuevo modelo de intermediación y negocio a través de planes y subsidios para sectores empobrecidos. Se abolió la exigencia. En la escuela, hasta dejaron de calificar con números y prohibieron la repitencia. En el Estado no se entraba por merecimiento sino por militancia. Se alentó una cultura en la que ir a trabajar parecía opcional. Fue así como el colectivero, el albañil, el pequeño comerciante, el enfermero y el verdadero servidor público sintieron que su esfuerzo no valía la pena, mientras veían que todo a su alrededor lucía deteriorado. Sus hijos descubrían que el colegio no los habilitaba para un oficio ni para acceder a un trabajo de calidad: tuvieron que subirse a una bicicleta para convertirse en repartidores.
Esta mezcla de desamparo, falta de representación, miedo y pesimismo sobre el futuro está en la base del nuevo proceso político al que asiste la Argentina. Esa clase media trabajadora es uno de los componentes, aunque no el único, de una apuesta disruptiva que ha sacudido a la estructura de partidos. No hay una búsqueda de volver al pasado, pero sí de recuperar normas y valores que permitieron que los hijos de los colectiveros pudieran cumplir sus sueños. ¿Sabrá el nuevo poder interpretar esa demanda? ¿Tendrá la audacia, pero también la sensatez, la flexibilidad y la pericia para torcer el rumbo? Los colectiveros de hoy quieren volver a soñar.
En la segunda mitad del siglo XX, los trabajadores formales todavía estaban seguros de que, a través de la educación y del esfuerzo, sus hijos podrían tener una vida mejor a la suya
¿ Qué tienen en común Cristina Kirchner, Javier Milei y Julio Palmaz, el argentino que revolucionó la medicina y salvó millones de vidas con la creación del stent? Los tres son hijos de colectiveros. Tal vez sea solo una coincidencia, pero la curiosidad biográfica puede leerse también como un retrato de la Argentina. Hubo un país, no hace tanto tempo, en el que los trabajadores formales tenían la certeza de que sus hijos podrían lograr, a través de la educación y del esfuerzo, una vida mejor que la de ellos, con un horizonte más amplio y mayores posibilidades. Podían soñar, incluso, con que sus hijos llegaran a ser presidentes de la Nación o científicos eminentes. Hubo una Argentina en la que esos sueños podían cumplirse. ¿Qué expectativas tienen los colectiveros de hoy? ¿Qué certezas manejan sobre el futuro de sus hijos?
Vale la pena poner una lupa sobre la entrevista que publicó la nacion este último domingo al doctor Julio Palmaz. Allí cuenta él su propia historia: “Hice primaria, secundaria y universidad, todo en La Plata, en la educación pública. Mi papá era colectivero y mi mamá, ama de casa. Mi padre tenía ideas bastante claras acerca de mi futuro; quería que recibiera un título universitario. Le gustaba la cultura americana, escuchaba música y veía películas de la época. Y me mandó a un instituto privado a aprender inglés desde los 9 años. Nunca pensó que me iba a ir a los Estados Unidos, pero sabía que el inglés iba a ser un arma necesaria para mí. Se llamaba Andrés Oscar”.
Palmaz habla de su padre, por supuesto, pero también habla del país. Describe a una clase media trabajadora que en los años sesenta tenía acceso a una educación de calidad, podía ahorrar y planificar, tenía herramientas para valorar otras culturas y veía en el horizonte posibilidades de superación y de progreso.
¿Qué pasó en las últimas décadas con esa clase media no profesional que se desempeña en el mundo del trabajo formal? Primero se achicó: cayó unos 20 puntos porcentuales, según el Observatorio de la Deuda Social de la UCA. Pero además se empobreció y pasó a depender cada vez más del Estado. El último estudio de la UCA revela que el 51,7% de la población argentina vive en hogares que recibe algún tipo de asistencia económica estatal, y si la medición se acota al conurbano bonaerense ese indicador crece hasta rozar el 60%.
Pero si en lugar de las estadísticas se mira el paisaje, se observa que todo se ha degradado alrededor de esa familia de clase media trabajadora. El espacio público se ha vuelto hostil e inseguro, usurpado por organizaciones con componentes mafiosos: conviven “las saladitas” con las que manejan las tomas de terrenos o las barras bravas que administran en muchos lugares el negocio de “los trapitos”. El narcomenudeo ha colonizado zonas enteras y los asentamientos han tenido un crecimiento exponencial. Todo eso ha provocado una profunda reconfiguración del tejido social, con una cultura de la marginalidad y una mayor fragmentación. La escuela pública se ha derrumbado en su calidad educativa y se ha convertido en un centro asistencial cooptado por una corporación sindical. Las prestaciones hospitalarias se han hecho cada vez más precarias. Las referencias sociales y culturales han perdido jerarquía: en los barrios ya no se reconoce a la maestra, al médico, al enfermero. Mucho menos al policía. Se han consolidado, en cambio, las figuras del puntero, “el transa” y el jefe piquetero.
La inseguridad tiñe el paisaje urbano y condiciona en todos los órdenes la vida social y familiar. El de colectivero, sin ir más lejos, se ha convertido en un oficio de alto riesgo, con casos trágicos y conmovedores como el registrado en Rosario el mes pasado. El crimen de Daniel Barrientos, ocurrido hace apenas nueve meses en La Matanza, provocó una reacción que grafica la mezcla de hartazgo, indignación e impotencia que se ha instalado en sectores de la clase trabajadora y que registra microestallidos espontáneos y esporádicos.
Son núcleos sociales que en los últimos años han sentido que nadie los representaba y que el derrumbe de su calidad de vida se hacía cada vez más irreversible. La confianza en el futuro que tenían los colectiveros de la década del sesenta se transformó en miedo al presente: hoy se convive con el temor a la inseguridad, pero también a que los hijos caigan en la telaraña de la droga, abandonen la escuela secundaria (donde la tasa de deserción llega al 70% en el conurbano), tambaleen en la precariedad laboral o entren en los oscuros circuitos de la usura, el juego o el comercio clandestinos, que reclutan clientes y “operadores” en las zonas más vulnerables.
En los últimos veinte años, un alto porcentaje de los trabajadores formales han tenido que irse de la educación pública para asegurarse que sus hijos tengan clases todos los días. La matrícula de las escuelas privadas creció en forma sostenida durante 15 años, hasta que en 2019 se frenó la tendencia por la crisis económica. Ese proceso ha acentuado la fragmentación social: la escuela ha dejado de ser ese espacio policlasista e igualador de oportunidades que era en la época en la que se formó Palmaz. La educación pública hoy no garantiza un piso básico de calidad que permita la continuidad en el nivel universitario.
Pero aquella Argentina de la movilidad social ascendente, en la que los sueños de los colectiveros tenían otra ambición y otras posibilidades de realización, exhibía, además, una escala de valores que ha quedado desdibujada: la meritocracia no era mala palabra, la cultura del esfuerzo regía con naturalidad y la exigencia no estaba mal vista. No era, por supuesto, un país ideal: la democracia era más débil, faltaba mucho para alcanzar la igualdad entre el hombre y la mujer, y cierta atmósfera autoritaria impregnaba desde las relaciones familiares hasta el mundo laboral. Pero el orden no era un valor estigmatizado y la decencia era la regla en el servicio público.
No todo pasado fue mejor, pero los indicadores objetivos marcan que la Argentina tiene un presente más sombrío que su pasado. Un solo dato: la pobreza era del 6% en 1974, contra el 40% que tenemos cincuenta años después. El trabajo ya no garantiza condiciones de vida dignas y un título universitario tampoco asegura un desarrollo profesional. La idea de prosperidad ha mutado hacia una idea de supervivencia, y la cultura del esfuerzo ha sido desalentada desde la cima del poder.
Los sueños de los colectiveros se han estrellado contra una ideología populista que ha bajado la vara en todos los órdenes, ha exaltado la filosofía del pobrismo y ha invertido en la estructura social la ecuación de premios y castigos. Paradójicamente, ha sido el kirchnerismo el que más ha combatido los valores de la movilidad social, a pesar de que muchos de sus líderes fueron un típico producto de aquella clase media que veía progresar a sus hijos a través de una educación pública de calidad. Tal vez la historia les haga un reproche ético de fondo: negaron a las nuevas generaciones las oportunidades que habían tenido ellos. ¿Puede concebirse algo más regresivo?
El populismo entronizó un nuevo sujeto político: se alejó del trabajador formal para expandir una red de clientelismo; los sindicatos se refugiaron en un sistema de privilegios y enriquecimiento dirigencial mientras crecían las “organizaciones sociales”, con un nuevo modelo de intermediación y negocio a través de planes y subsidios para sectores empobrecidos. Se abolió la exigencia. En la escuela, hasta dejaron de calificar con números y prohibieron la repitencia. En el Estado no se entraba por merecimiento sino por militancia. Se alentó una cultura en la que ir a trabajar parecía opcional. Fue así como el colectivero, el albañil, el pequeño comerciante, el enfermero y el verdadero servidor público sintieron que su esfuerzo no valía la pena, mientras veían que todo a su alrededor lucía deteriorado. Sus hijos descubrían que el colegio no los habilitaba para un oficio ni para acceder a un trabajo de calidad: tuvieron que subirse a una bicicleta para convertirse en repartidores.
Esta mezcla de desamparo, falta de representación, miedo y pesimismo sobre el futuro está en la base del nuevo proceso político al que asiste la Argentina. Esa clase media trabajadora es uno de los componentes, aunque no el único, de una apuesta disruptiva que ha sacudido a la estructura de partidos. No hay una búsqueda de volver al pasado, pero sí de recuperar normas y valores que permitieron que los hijos de los colectiveros pudieran cumplir sus sueños. ¿Sabrá el nuevo poder interpretar esa demanda? ¿Tendrá la audacia, pero también la sensatez, la flexibilidad y la pericia para torcer el rumbo? Los colectiveros de hoy quieren volver a soñar.
En la segunda mitad del siglo XX, los trabajadores formales todavía estaban seguros de que, a través de la educación y del esfuerzo, sus hijos podrían tener una vida mejor a la suya
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