El sigiloso y raro regreso de los 90
Aunque en circunstancias disímiles, Milei volvió a poner en juego a varios protagonistas de la administración de Carlos Menem, así como muchas de sus ideas
Diego Cabot
Carlos Menem y Rodolfo Barra, hoy Procurador del Tesoro, en una imagen de junio de 1998
Cuando Carlos Menem dejó el poder, allá por 1999, nadie discutía dos o tres ideas que fueron vectores de su gestión. A tal punto que su sucesor, Fernando De la Rúa, ganó las elecciones con la promesa de continuidad de aquellas ideas fundacionales de los ahora llamados “noventa”.
El caudillo riojano, que no pudo conseguir la “re-reelección” tras un mandato de seis años y otro de cuatro después de reformar la Constitución, siempre quiso volver. Lo intentó en 2003, y fue el candidato más votado en la primera vuelta. Solo el consejo, casi el ruego, de su entorno lo convenció de que lo esperaba una dura derrota en el balotaje con Néstor Kirchner, y Menem se bajó.
Con ese paso al costado quedaron enterradas gran parte de las ideas de aquel menemismo arrasador. Las privatizaciones, la desregulación de la economía, el Estado pequeño o la mirada al exterior siempre con punto central en Occidente, pero sobre todo en Estados Unidos, se tornaron poco menos que un credo prohibido al que se contraponían los nuevos lineamientos del kirchnerismo. Gran parte de sus funcionarios emularon a Judas y por unas pocas monedas, o no tan pocas, se sumaron a la nueva ola imperante, donde sus políticas pasaron a ser el espejo de lo incorrecto. Si hasta un gobernador del Sur, Kirchner, o un entonces ignoto funcionario del mundo del seguro, Alberto Fernández, demonizaron al riojano para conquistar a una izquierda que aborrecía aquellos años 90.
El extremo de ese renunciamiento fue el propio Menem, que depuso sus banderas y nunca más las desenfundó en público, a cambio de un mullido sillón de senador, cargo que tuvo hasta que murió, el 14 de febrero de 2021. Esa mano firme con la que manejó el país se ablandó en 2005, cuando accedió al Senado en una versión dócil que acompañó cada iniciativa del kirchnerismo.
"Es la revancha íntima de una generación que mira con asombro cómo 30 años después los vientos políticos les soplan aire fresco en la cara"
Parecía el ocaso de aquellos postulados. Lo que quizá jamás imaginó el expresidente es que cuatro años después de su muerte las banderas con las que gobernó gran parte de sus dos mandatos volverían con fuerza. La Argentina del péndulo lo hizo de vuelta, y el consenso volvió a arropar gran parte de los manuales de gobierno de aquella época. De la mano del presidente Javier Milei, pero por sobre todo de una sociedad que volvió a comulgar con aquel credo, el país asiste a un silencioso regreso de los 90, la revancha íntima de una generación que mira con asombro como 30 años después los vientos políticos les soplan aire fresco en la cara.
Ahora bien, ni el país ni el mundo son iguales a entonces. Todo cambió, desde los actores que protagonizan el regreso hasta una sociedad con otras necesidades. Pero hay un puñado de funcionarios de esos tiempos que hoy ocupan cargos en la primera línea, como Rodolfo Barra, ministro de Justicia primero y después juez de la Corte Suprema de entonces y ahora Procurador del Tesoro; Guillermo Francos, fundador del partido Acción por la República junto a Domingo Cavallo; Armando Guibert, actual secretario de Transformación del Estado y Función Pública, que ocupó un cargo similar en aquellos años, o la aparición de Martín Menem, hijo de Eduardo, hermano del expresidente y lugarteniente en el Congreso del riojano. Pero, más que los hombres, las que regresaron con fuerza son las ideas. De hecho, no son pocos los que refieren a un Cavallo muy activo, una suerte de asesor que mantiene un fuerte lazo con quienes diseñan la política económica.
Domingo Cavallo con Guillermo Francos, hoy ministro del Interior de Javier Milei, en 1999
“Durante la campaña, muchos empresarios especulaban con un menemismo del siglo XXI que podía asociarse a [Sergio] Massa más que a [Javier] Milei”, dice Eduardo Fidanza, director de Poliarquía.
Efectivamente, a este cronista le consta. El empresariado argentino apostaba, de forma más o menos explícita, a un mandato de Massa. Muchos de ellos se sienten más arropados por el peronismo, y el exministro de Economía encarnaba la posibilidad de la regulación a medida del negocio.
“La clave de Menem no es que fuera liberal, sino que fuera peronista –sigue Fidanza–. La transformación que emprendió contó con el apoyo o la complacencia del mayor partido político de la Argentina contemporánea y sucedió en condiciones políticas, económicas, sociales e internacionales considerablemente diferentes a las actuales. Una cosa son las corrientes de opinión cíclicas (al principio del gobierno de Macri se sostenían cosas similares) y otra la factibilidad de que esas ideas prosperen. En el caso de Milei podría ocurrir, pero le otorgo baja probabilidad: no es necesario repetir sus debilidades, a las que sumaría su profundo desprecio por la política, materia en la que Menem era un consumado maestro. En definitiva: soy muy escéptico sobre las chances de un ‘menemismo mileista’. No alcanza con Barra y otros como él, no alcanzan los dólares y no hay joyas de la abuela. Y sobran los pobres, en una sociedad que tiene poco resto para más ajuste”.
Armando Guibert en 1997, cuando era secretario de Obras Públicas; hoy es secretario de Transformación del Estado y Función Pública
Oportunidades
La apertura económica y la desregulación, que hoy encarnan en el proyecto de ley ómnibus que se discute en el Congreso y en el decreto de necesidad y urgencia que transcurre entre el debate judicial y el parlamentario, son la cara visible del regreso de aquellas ideas.
Carlos Rodríguez fue secretario de Política Económica durante el mandato como ministro de Roque Fernández, es decir, el número dos de la cartera. “El menemismo fue una vuelta a la normalidad”, sostiene. Recuerda que se armó un gabinete con funcionarios que habían estudiado en el exterior, que habían vivido en el mundo. Lo que se intentó, dice, es que la Argentina se pareciera a los países centrales. “Fue una entrada a la normalidad que después fracasó y entonces atrasamos. Pero nos la debíamos; nos merecíamos otra oportunidad”, dice.
"No es que Milei trajo de vuelta las ideas de los 90, sino que la sociedad las buscaba, dice Carlos Rodríguez"
Claro que quienes encarnan hoy ese camino a la “normalidad” son absolutamente distintos. “Menem era un vivo y Milei es un libertario austríaco. Pero le repito, la Argentina se merece la vuelta de la normalidad. No es nada extraordinario, simplemente ser normales como Brasil, Uruguay o Chile. Se mantienen más allá de la ideología política del líder. La Argentina no es normal”, completa Rodríguez.
Según su visión, no es que Milei trajo de vuelta esas ideas, sino que la sociedad las buscaba. “La gente se cansó de ese Estado tipo gran Hermano; se hartó de que le inculquen el odio a Estados Unidos, a Europa. La Argentina se cansó de esa fantasía que le venden para mantener la sociedad encerrada políticamente. Algunos se despertaron un poco, no demasiado, pero algo. Y entonces estaba Milei, y lo eligieron para terminar con aquello”, dice.
Uno de los funcionarios que fueron padres de la desregulación menemista habló pero prefirió mantener su perfil bajo. Aun así, contó algunas intimidades de entonces. Este tipo de rupturas como los que intenta el Presidente requieren consumarse en poco tiempo, señaló. “En aquella época, en unos pocos meses se sacó la ley que daba marco jurídico, se reconvirtieron las empresas, se establecieron los activos que se iban a privatizar, se hicieron los pliegos y se abrió la licitación. Todo en poco tiempo. Siento que ahora todo va muy lento. Hay lugares donde ni siquiera se ha colocado a la gente que debería encarar los cambios”, comenta, en referencia a la posibilidad de volver a privatizar.
Pero claro, conocedor como pocos de aquellos procesos, sostiene que la receta de los 90 no se puede aplicar ahora. “El mundo cambió y la Argentina, también –destaca–. No hay muchos empresarios que quieran una empresa de las llamadas privatizables para quedarse solo con un capital y una gran nómina de empleados frente a un Estado que desorienta. Cambia el gobierno y puede moverse toda la estructura. Como le dije, hay una suerte de indefensión frente a un Estado tan díscolo. El camino que más recomendable ahora es la empresa mixta, con el Estado como socio y el privado a cargo del management”.
Carlos Rodríguez recuerda que en los años 90 de su secretaría dependían las empresas públicas que aún no habían sido privatizadas en la primera parte del gobierno de Menem. En ese momento, dice, el peronismo y el sindicalismo acompañaron las privatizaciones porque dejaban dinero. “Los lobbies peronistas estaban interesados porque daba plata, por eso acompañaban. A diferencia de ahora, no había una identificación de la empresa pública con la soberanía nacional. No se olvide que las empresas estaban arruinadas; estaban tan destruidas que nadie las identificada con la soberanía”, rememora.
Después del discurso kirchnerista sobre la recuperación de algunas de las llamadas “joyas de la abuela”, las percepciones cambiaron. “Hay una diferencia enorme, pues ahora muchas funcionan. A un 50% de la población no le interesa que Aerolíneas Argentinas pierda plata, porque el avión vuela. Entonces es más difícil el consenso. Para alguien que no tiene nada, decirle que la línea aérea es un poco suya le llena el corazón; siente que es Patria. Antes eran tan malas que no había identificación, y además perdían plata”, cierra el asunto Rodríguez.
El país y el mundo
Otro de los temas que regresó con fuerza es la política exterior. Los lineamientos que se dieron en los 90, con Guido Di Tella como canciller, fueron replicados en parte por el gobierno de Macri. Claro que pasados esos cuatro años, el proceso de reversión fue absoluto y terminó con la criticada gestión de Santiago Cafiero al frente de la Cancillería.
Fernando Petrella fue secretario de Relaciones Exteriores de la Nación y embajador ante las Naciones Unidas durante el paso de Carlos Menem por la Casa Rosada. “Ambos períodos tienen puntos de contacto. En la época de Menem era más claro el occidentalismo, ya que ocurrió la caída de la Unión Soviética y la licuación de los llamados ‘no alineados’. Los países exsocialistas hacían cola en el Banco Mundial, en el Fondo Monetario Internacional para pedir dinero. Así y todo, hubo mucho fuego amigo dentro de la propia cancillería, además de la oposición radical. Ahora parece haber consenso interno, tal vez porque desastre económico distrae a la gente. Pero la época es mucho más difícil, por la incertidumbre del mundo. De cualquier manera, la actitud de Milei en Davos [donde dijo, entre otras cosas, que Occidente está en peligro]y la eventual visita a Israel, cuando gran parte del mundo le pide algún freno en Gaza, indican audacia y determinación del Presidente. Actúa sin mirar a los costados”, dice el diplomático, que siempre repite un axioma: “Se busca convergencia, no alineamiento”.
"Menem dispuso de tiempo debido una sociedad más paciente; y, sobre todo, contó con el respaldo del peronismo"
Andrés Cisneros, vicecanciller de Menem, dice que estamos ante una gran oportunidad. “Igual que con Menem, estamos instalando adentro una nueva (aunque ya probada en los 90) política exterior, al mismo tiempo que el mundo está instalando un nuevo orden internacional. Es una oportunidad excepcional, como luego de 1945 o después de la caída del Muro de Berlín. Ojalá esta vez sepamos jugar nuestras cartas”, dice, y señala: “La actual opción por Occidente es cosa buena, a condición que se mantenga sin diluirla en neutralidades que tanto daño nos hicieron.”
Esa oportunidad tiene un condimento más. Sucede que el Brasil del presidente Lula Da Silva, siempre de acuerdo a la visión del diplomático, se mantiene en una posición determinada por la ideología. “Quiere coquetear con todos y eso es imposible ahora. No se puede estar a la misma distancia de todos en este momento”, dice Cisneros.
Con enormes diferencias, aquellos postulados de los 90, malditos para unos y benditos para otros, están de vuelta. Hay distintos directores de orquesta y, sobre todo, músicos que aún nunca se les escuchó ejecutar una partitura.
Algo similar le pasó a Menem, sin embargo. Al punto que pocos recuerdan sus dos erráticos primeros años de gestión, con hiperinflación incluida. De cualquier modo, dispuso de tiempo debido una sociedad más paciente. Y, sobre todo, contó con el respaldo del peronismo. Ni una cosa ni la otra tiene Milei. Además, la escenografía del mundo es otra. Y como si todo esto fuera poco, la mitad del país es pobre.
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Milei y la construcción de un liderazgo
no hay duda de que las urgencias del país pasan por la economía, pero el problema de fondo es político
Guido Ratti Periodista y politólogo
El gobierno de La Libertad Avanza representa una experiencia inédita en la Argentina. Nunca antes un economista había llegado a la presidencia de la Nación, donde se habían alternado abogados, militares o médicos, muchos de ellos con estruendosos fracasos en la materia en la que se especializa Javier Milei. Sin embargo, esa aparente ventaja de origen no es necesariamente una garantía para el éxito de su gestión. Los problemas económicos más complejos y urgentes del país fueron originados por factores de naturaleza eminentemente política.
Tras el retroceso de partidos políticos y coaliciones que habían controlado los gobiernos de las últimas cuatro décadas, lo novedoso y rupturista de Milei es que no proviene de un partido tradicional ni es producto del armado de una coalición como las dos últimas frustradas experiencias. Estamos ante la construcción de un incipiente liderazgo unipersonal, y la capacidad política del presidente es aún indescifrable. Mas allá de lo que pueda implementar como economista, la duda fundamental está centrada en su estrategia política.
Esta falta de certezas se manifiesta en medio de una profunda crisis, con una compleja herencia recibida. La Argentina se encuentra en una dimensión desconocida y con pronóstico reservado, lo que acaso augura una transformación radical en el sistema de representación tradicional.
El politólogo francés Bernard Manin describió las características de la crisis en la representación política en Occidente, algunas de las cuales permiten comprender el triunfo de Milei. Su enfoque destaca que la representación atraviesa un proceso de “metamorfosis”. Ya no hay una fuerte relación de confianza entre votantes y partidos políticos. Hoy la ciudadanía modifica su voto de unas elecciones a otras y es cada vez más tenue la identificación con los partidos existentes. Los políticos suelen alcanzar el poder gracias a sus capacidades mediáticas, y se amplia la brecha entre gobierno y sociedad.
Manin habla de una “democracia de audiencia”, donde los ciudadanos se comportan como electores “flotantes” que tienden a votar a “personajes mediáticos” en lugar de partidos o programas. Los candidatos, conscientes de que tendrán que enfrentarse a lo imprevisto, evitan atarse las manos para conservar cierta libertad de acción una vez en el cargo. Las “promesas” electorales suponen imágenes relativamente nebulosas ya que, en circunstancias excepcionales, los líderes precisan de poderes discrecionales.
Evidentemente, Milei accedió al Ejecutivo favorecido por el fenómeno de metamorfosis descripto y por la suma de incapacidades de sus antecesores. Pero no solo la economía definirá el éxito de su gestión, sino centralmente su capacidad política. De allí la necesidad de construir su liderazgo. Una ciudadanía cambiante, heterogénea, sin claras identificaciones y proclive a los apoyos efímeros, podría limitar en el futuro su capacidad de poder.
En el inicio de su gobierno y con un apoyo parlamentario exiguo, Milei intenta avanzar en sus reformas sobreestimando la contundencia del apoyo que lo depositó en la presidencia. Tanto en las PASO como en las elecciones generales obtuvo un 30% de los sufragios y una limitada representación en ambas cámaras (7 senadores y 38 diputados nacionales). Dos tercios del electorado votó por otras opciones. Probablemente, un caudal significativo del apoyo en el balotaje para derrotar a Sergio Massa haya representado un castigo al gobierno saliente, más que una identificación irrestricta con las ideas libertarias. La ciudadanía no parece haber firmado un cheque en blanco a las aspiraciones transformadoras de la nueva gestión.
En ese contexto, podría significar un error no forzado apostar por una estrategia de “todo o nada” a través de un decreto de necesidad y urgencia y de un proyecto de ley ómnibus que nuclean más de 1000 artículos, con la pretensión de transformar radicalmente el statu quo. No resulta virtuoso, más allá de la validez del recurso, modificar por decreto una parte sustancial de la vida de los argentinos. Tampoco suponer que el trámite parlamentario, con minorías legislativas para la aprobación de una ambiciosa normativa, pueda resultar favorable sin debates ni lógicas restricciones. Las concesiones que el Gobierno hizo esta semana a los bloques dialoguistas de la oposición parecen indicar que el oficialismo, necesitado de construir una mayoría, empieza a comprender esto.
De cualquier modo, la magnitud de sus ambiciones pone en juego su capacidad política. Buscar imponerse sin apelar al diálogo, la articulación y la negociación que toda democracia supone podría derivar en posiciones autoritarias o mesiánicas que agravarían la crisis.
El giro pragmático por sobre sus posturas dogmáticas más extremas, al inicio de su gestión fue auspicioso. La incorporación de funcionarios del peronismo cordobés y de un sector del PRO a su gobierno potenciaron su capacidad de maniobra en un contexto de equilibrios delicados.
Más que a “las fuerzas del cielo”, el Presidente deberá encomendarse a la construcción de su liderazgo. Transformar la presente decadencia no se logrará sin consensos, ni con visiones únicas y autoritarias. Hará falta mucha audacia para impulsar reformas que afectan a sectores que defienden sus privilegios y traban el desarrollo. Pero implementar una estrategia política exitosa será imprescindible para salir del círculo vicioso en el que cada crisis deriva en otra más grave.
El gobierno de La Libertad Avanza representa una experiencia inédita en la Argentina. Nunca antes un economista había llegado a la presidencia de la Nación, donde se habían alternado abogados, militares o médicos, muchos de ellos con estruendosos fracasos en la materia en la que se especializa Javier Milei. Sin embargo, esa aparente ventaja de origen no es necesariamente una garantía para el éxito de su gestión. Los problemas económicos más complejos y urgentes del país fueron originados por factores de naturaleza eminentemente política.
Tras el retroceso de partidos políticos y coaliciones que habían controlado los gobiernos de las últimas cuatro décadas, lo novedoso y rupturista de Milei es que no proviene de un partido tradicional ni es producto del armado de una coalición como las dos últimas frustradas experiencias. Estamos ante la construcción de un incipiente liderazgo unipersonal, y la capacidad política del presidente es aún indescifrable. Mas allá de lo que pueda implementar como economista, la duda fundamental está centrada en su estrategia política.
Esta falta de certezas se manifiesta en medio de una profunda crisis, con una compleja herencia recibida. La Argentina se encuentra en una dimensión desconocida y con pronóstico reservado, lo que acaso augura una transformación radical en el sistema de representación tradicional.
El politólogo francés Bernard Manin describió las características de la crisis en la representación política en Occidente, algunas de las cuales permiten comprender el triunfo de Milei. Su enfoque destaca que la representación atraviesa un proceso de “metamorfosis”. Ya no hay una fuerte relación de confianza entre votantes y partidos políticos. Hoy la ciudadanía modifica su voto de unas elecciones a otras y es cada vez más tenue la identificación con los partidos existentes. Los políticos suelen alcanzar el poder gracias a sus capacidades mediáticas, y se amplia la brecha entre gobierno y sociedad.
Manin habla de una “democracia de audiencia”, donde los ciudadanos se comportan como electores “flotantes” que tienden a votar a “personajes mediáticos” en lugar de partidos o programas. Los candidatos, conscientes de que tendrán que enfrentarse a lo imprevisto, evitan atarse las manos para conservar cierta libertad de acción una vez en el cargo. Las “promesas” electorales suponen imágenes relativamente nebulosas ya que, en circunstancias excepcionales, los líderes precisan de poderes discrecionales.
Evidentemente, Milei accedió al Ejecutivo favorecido por el fenómeno de metamorfosis descripto y por la suma de incapacidades de sus antecesores. Pero no solo la economía definirá el éxito de su gestión, sino centralmente su capacidad política. De allí la necesidad de construir su liderazgo. Una ciudadanía cambiante, heterogénea, sin claras identificaciones y proclive a los apoyos efímeros, podría limitar en el futuro su capacidad de poder.
En el inicio de su gobierno y con un apoyo parlamentario exiguo, Milei intenta avanzar en sus reformas sobreestimando la contundencia del apoyo que lo depositó en la presidencia. Tanto en las PASO como en las elecciones generales obtuvo un 30% de los sufragios y una limitada representación en ambas cámaras (7 senadores y 38 diputados nacionales). Dos tercios del electorado votó por otras opciones. Probablemente, un caudal significativo del apoyo en el balotaje para derrotar a Sergio Massa haya representado un castigo al gobierno saliente, más que una identificación irrestricta con las ideas libertarias. La ciudadanía no parece haber firmado un cheque en blanco a las aspiraciones transformadoras de la nueva gestión.
En ese contexto, podría significar un error no forzado apostar por una estrategia de “todo o nada” a través de un decreto de necesidad y urgencia y de un proyecto de ley ómnibus que nuclean más de 1000 artículos, con la pretensión de transformar radicalmente el statu quo. No resulta virtuoso, más allá de la validez del recurso, modificar por decreto una parte sustancial de la vida de los argentinos. Tampoco suponer que el trámite parlamentario, con minorías legislativas para la aprobación de una ambiciosa normativa, pueda resultar favorable sin debates ni lógicas restricciones. Las concesiones que el Gobierno hizo esta semana a los bloques dialoguistas de la oposición parecen indicar que el oficialismo, necesitado de construir una mayoría, empieza a comprender esto.
De cualquier modo, la magnitud de sus ambiciones pone en juego su capacidad política. Buscar imponerse sin apelar al diálogo, la articulación y la negociación que toda democracia supone podría derivar en posiciones autoritarias o mesiánicas que agravarían la crisis.
El giro pragmático por sobre sus posturas dogmáticas más extremas, al inicio de su gestión fue auspicioso. La incorporación de funcionarios del peronismo cordobés y de un sector del PRO a su gobierno potenciaron su capacidad de maniobra en un contexto de equilibrios delicados.
Más que a “las fuerzas del cielo”, el Presidente deberá encomendarse a la construcción de su liderazgo. Transformar la presente decadencia no se logrará sin consensos, ni con visiones únicas y autoritarias. Hará falta mucha audacia para impulsar reformas que afectan a sectores que defienden sus privilegios y traban el desarrollo. Pero implementar una estrategia política exitosa será imprescindible para salir del círculo vicioso en el que cada crisis deriva en otra más grave.
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