Lecciones de una reina para la política argentina
La serie The Crown permite redescubrir cómo el ejercicio del poder puede basarse en el diálogo, la escucha a las críticas y la humildad, lejos de la arrogancia y la prepotencia
Luciano Román
La política argentina haría bien en concentrarse, con papel y lápiz, en mirar con atención las seis temporadas de The Crown. Comparar nuestro desquicio cotidiano con el Palacio de Buckingham podría parecer una ocurrencia extravagante. Y probablemente lo sea. Sin embargo, la exitosa serie de Netflix, que ha fascinado tanto en Europa y en Estados Unidos como acá mismo, puede verse como una especie de manual sobre el ejercicio del poder. Sonará raro, pero ese relato, tal vez algo maquillado, podría tener algo para enseñarnos en un país donde la vida pública parece haber incorporado, ya desde hace años, dosis de intolerancia, brutalidad y guaranguería que resultarían disonantes en casi todas las democracias del mundo.
Que la casa real británica haya sobrevivido a las transformaciones sociales, a los vendavales políticos, a la ola de la modernidad y a sus propios descalabros no es un logro que pueda tomarse a la ligera. ¿Y cómo lo hizo? Después de mirar la serie, en la que muchos capítulos apelan sin duda a la brocha gorda y tal vez acomoden las cosas a un relato conveniente, una respuesta parece sobresalir: Isabel II, que se mantuvo en el trono durante 70 años y navegó entre dos siglos, supo estar atenta a la crítica, escuchó opiniones diferentes de la suya, puso por delante el sentido del deber y concibió su función como una obligación, más que como una prerrogativa. Y todo eso, a pesar de ser nada menos que la reina de Inglaterra. ¿Qué tiene que ver una república como la nuestra con una monarquía constitucional? Las diferencias son enormes, no hace falta remarcarlo; tan enormes como las que separan a una potencia económica como la de Gran Bretaña con un país empobrecido como la Argentina. Pero hay algo de las normas y los valores de la convivencia, de la calidad del debate público, de la ética y de la responsabilidad del poder, que en diferentes escalas y en contextos y marcos jurídicos distintos vale la pena tener en cuenta.
Hagamos un pequeño inventario de lo que nos presenta la serie:
En distintos momentos históricos, a la reina se la muestra atenta y sensible a la crítica. No ve ataques ni conspiraciones en los señalamientos de la prensa, sino observaciones a las que, muchas veces, vale la pena prestar atención. Hay un hecho muy revelador que se retrata en la segunda temporada. Un noble que ejercía el periodismo, lord Altrincham, publicó en 1957, cuando la reina tenía 30 años y solo llevaba cinco en el trono, una aguda y punzante columna en la que cuestionaba actitudes de la monarquía: remarcaba su alejamiento del ciudadano común, sus formas acartonadas, su falta de empatía con los problemas de las clases medias y trabajadoras. Hablaba de cierto aislamiento en la vida palaciega y de un magro esfuerzo de la familia real para mostrarse activa. Criticaba, además, los discursos que le escribían a la reina, su agenda de apariciones públicas y hasta su estilo almidonado en la vestimenta y la oratoria, carente de toda espontaneidad. El artículo tuvo un enorme impacto. No era la crítica de un republicano antimonárquico, sino la de un noble que defendía a la corona, pero que, por eso mismo, creía necesario señalar errores y desviaciones.
Hubo reacciones indignadas. La Liga de Leales del Imperio, cuyos miembros podrían considerarse antepasados de los fanáticos de uno u otro lado que militan ahora en las redes sociales, querían quemar a lord Altrincham en la hoguera. Uno de ellos lo esperó un día en una esquina y le dio una trompada artera. Hoy le hubieran “sacado los tanques” a las redes para masacrarlo en la aldea digital. La reina, sin embargo, decidió escucharlo y tomar nota. Supo valorar la crítica constructiva y distinguir un cuestionamiento de un ataque. Puede parecer obvio, pero esa diferenciación define un rasgo fundamental de la cultura del poder.
Las críticas de lord Altrincham promovieron grandes cambios en la corona británica. La reina escuchó las sugerencias y, por ejemplo, grabó por primera vez un discurso de Navidad por televisión que marcó toda una transformación en su estilo y sus formas de comunicación con la sociedad británica.
Cuarenta años después, ya en la sexta temporada de The Crown, la muerte de Lady Di pone a la monarca en otra encrucijada. La sociedad británica la percibe distante, fría, desconectada del dolor y la conmoción popular. En el retrato de la serie, se la ve vacilante y dubitativa en la intimidad. Discute con su familia y con ella misma cuál debe ser su reacción pública e institucional. Pero otra vez vuelve a escuchar. En ese momento, el primer ministro era el laborista Tony Blair, que representaba ideas que, de algún modo, desafiaban a la monarquía. La reina no solo decide escucharlo, sino que más adelante, incluso, le pide sugerencias para modernizar la casa real y dotarla de mayor austeridad y transparencia. Muestra que, aun en la cima más empinada del poder, el diálogo y el debate civilizado, la discrepancia respetuosa y la sensibilidad para escuchar ideas y opiniones diferentes constituyen un código elemental. La Argentina de este siglo parece haber extraviado esas nociones del diálogo y la escucha. En una sociedad muy polarizada y con un debate público cada vez más violento y desaforado, cualquier disidencia es vista como una amenaza. El kirchnerismo reinauguró la práctica de humillar y someter al que discrepa; un manual que, aún desde su debilidad parlamentaria, continúa ahora el gobierno de Milei. Tal vez valga la pena al menos echarles un vistazo a los diálogos que recrea The Crown entre Isabel II y líderes como Blair o Margaret Thatcher, solo para espiar un modelo de discrepancias y conversaciones constructivas.
En otros capítulos se ve a la reina esforzándose por mirar más allá de su propio entorno. Presta atención, pero no se deja llevar por las voces del palacio. Lee con humildad encuestas incómodas e independientes sobre el humor social. Aprende que a veces hay que ceder, y otras, navegar contra la corriente. ¿Cuántos liderazgos se han malogrado por leer el diario de Yrigoyen y por encerrarse en una cápsula de obsecuencia donde todos le dicen al jefe lo que el jefe quiere escuchar?
En circunstancias de dimensión histórica, pero también de la vida cotidiana, la reina parece entender una diferencia crucial entre firmeza y rigidez, entre coherencia y dogmatismo. Tiene ideas y convicciones muy arraigadas, pero no se cree la dueña de la verdad. Está dispuesta a revisar sus prejuicios. Busca siempre el punto medio, trata de encontrar el equilibrio. No actúa con prepotencia ni arrogancia; tampoco con impulsos: “Dejame reflexionar y asesorarme”, le dice a Carlos cuando le pide su autorización para casarse con Camilla. ¿Cuánto puede contribuir a la convivencia el ejercicio de un liderazgo reflexivo, prudente, equilibrado? ¿Cuántos despropósitos se evitarían y cuántos fracasos nos ahorraríamos si la dirigencia argentina estuviese dispuesta a “reflexionar y asesorarse” antes de tomar decisiones? Por lo pronto, hoy no deberíamos 16.000 millones de dólares por el arrebato de Kicillof en la estatización de YPF. Y el gobernador de Chubut nos habría evitado la amenaza de cortar el gas y el petróleo al país.
La serie sobre la reina muestra también otra cuestión de fondo: la institución monárquica supo adaptarse a una profunda transformación que convirtió a Gran Bretaña en una sociedad multirracial y multicultural. Pero en ese proceso mostró que el reformismo no es enemigo de las tradiciones y que las instituciones se pueden renovar sin tirar todo por la ventana. En definitiva, que las sociedades maduras evolucionan sin renegar de sus raíces, de sus legados y de sus propios cimientos. Tal vez sea otra módica lección para un país como el nuestro, donde los nuevos liderazgos suelen mostrar ambiciones refundacionales y vocación por demoler más que por reconstruir y reformar.
Varias escenas confirman, además, una actitud fundamental: la reina reconoce los límites. Lleva la corona, pero, precisamente por eso, sabe que no puede decir ni hacer lo que se le ocurre. Se ajusta a las reglas no como un acto de sumisión, sino con un sentido del deber. Es la contracara de las ideas populistas, que conciben el poder como una prerrogativa y un derecho. Si Netflix filmara alguna vez una serie sobre “La reina”, pero de El Calafate, debería recrear una frase reveladora de Cristina Kirchner: “Armen un partido, ganen las elecciones y después hagan lo que quieran”, les dijo a los opositores, con los que nunca aceptó el diálogo. Le hicieron caso. Pero lo que expresa con claridad aquella sentencia es esta idea del poder como una habilitación o un pasaporte para “hacer lo que uno quiera”. Tal vez con una versión interesada y discutible, que hasta parece incluir algunos toques propagandísticos, The Crown pone el acento en las obligaciones (más que en los derechos) que implica tener poder. Otro punto para anotar en esta Argentina donde el presidente se siente libre de decir “lo que quiero”, sin aceptar, precisamente, que el poder es un corset que impone límites. La palabra y el Twitter presidencial no se pueden desplegar con agresividad y virulencia, sino con la responsabilidad y la prudencia que exige la investidura. Es elemental, pero acá resulta extraño. Tan extraño como una monarquía que también puede ser vista, y con razón, como una institución vetusta, privilegiada y extraña a los valores de la modernidad republicana. Pero quizá de aquel mundo de Netflix tengamos algo que aprender. La humildad, después de todo, suele ser buena consejera.
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