jueves, 21 de marzo de 2024

Victoria Ocampo y la pasión por Lawrence de Arabia: historias que se transformaron en leyendas




Victoria Ocampo y la pasión por Lawrence de Arabia: historias que se transformaron en leyendas
Victoria Ocampo 
Alfredo Sábat
En “Vidas paralelas”, con prólogo de Jorge Fernández Díaz, las historias de viajeros alimentan el relato de un marino que entrelaza de forma insospechada los destinos de figuras como Hipólito Bouchard y Galileo Galeilei; en este capítulo, la intelectual argentina se cruza con el héroe galés y el paralelismo conduce a la batalla menos pensada
Roberto A. Ulloa
De las numerosas pasiones de Victoria Ocampo, quizás la más curiosa fue la que sostuvo por Lawrence de Arabia, a quien nunca conoció. El líder de la revuelta árabe durante la Gran Guerra había muerto cuando Victoria leyó Los siete pilares de la sabiduría, pero su obra la conmovió de tal modo (“un hombre crucificado por su voluntad”, escribiría comparándolo con Cristo) que acometió la traducción al castellano y la publicó en su editorial Sur. Poco después hizo lo mismo con la correspondencia personal de Lawrence; acaso haya sentido que escribió esas cartas para ella. Esa intimidad, generada por la verdadera traducción, la llevó a escribir un ensayo biográfico sobre el galés (338171 T.E. Lawrence de Arabia), donde importan menos las fechas y los hechos que los rasgos personales. Pareciera que la escritora supo expresar la complejidad de los ímpetus y las emociones contenidas de su personaje de un modo tal que el hermano —A. W. Lawrence— accedió a prologar el texto, asombrado de que en otro confín alguien hubiera descifrado parte del enigma.
Su devoción por Lawrence no se extinguió con la publicación de estos textos; durante el invierno de 1945 recorrió Argentina dictando una serie de conferencias sobre la correspondencia personal del galés. La breve intervención de Victoria Ocampo en nuestra historia ocurrió el sábado 13 de julio en el amplio lobby del hotel de la Base Naval Puerto Belgrano, al sur de la provincia de Buenos Aires. Medio siglo más tarde me la refirió Matías Maloberti; una carta de su abuelo Leandro rescataba aquella tarde remota que debió perderse en el olvido. Trataré de respetar fielmente su texto; omito un nombre y algún insulto.
"Vidas paralelas", de Roberto Ulloa (Sudamericana, $13.999)

Victoria llegó por tren y el teniente Leandro Maloberti fue uno de los encargados de acompañarla. La jornada incluyó el recorrido del puerto militar y un almuerzo a bordo de un acorazado (una de las más tenaces supersticiones de los marinos). Dos personas la acompañaban; su secretaria y un joven escritor, cuyos nombres no conocemos. La conferencia comenzó unos minutos antes de la puesta del sol y pocos faltaron a la cita en el elegante salón del hotel; quizás sintieran más curiosidad por la directora de la revista Sur que por las oscuras cartas de Lawrence de Arabia. Maloberti registró con entusiasmo la voz ronca de la escritora y, con cierto asombro, que sus notas estuvieran escritas en francés.
La conversación que nos interesa ocurrió al finalizar la conferencia, bajo la gran lámpara que entonces coronaba el lobby del hotel. Victoria recordó (entiendo que con admiración, aunque simulando reproche) el ascetismo riguroso de Lawrence, quien renunció a toda gratificación corporal en su vida. Todos sabemos que algunos demonios solo se encadenan de ese modo. Alguien le preguntó con amable curiosidad si encontraba semejanza entre el extraño destino del militar galés y la vida de algún soldado argentino. No es improbable que esperara como respuesta el nombre de algún marino, pero eso no sucedió. Victoria encendió un cigarrillo (esto lo puedo imaginar) antes de responder; puede que las palabras que ahora entrego no sean textuales, aunque creo rescatar su esencia.
—Solo el coronel Manuel Isidoro Suárez tuvo una vida como la de Lawrence, pero no dejó nada escrito.
Poco más sabemos de aquella jornada; Victoria partió de Puerto Belgrano ese domingo con destino a sus amados jardines de la Villa Ocampo. Alguien observó (lo informa Leandro Maloberti) que no aceptó la invitación a un servicio religioso; pareciera injusto reprocharle eso a alguien que no cree en dioses. Sin embargo, nos dejó una analogía insospechada entre dos soldados. Ese es nuestro tema.
La vida de Lawrence es conocida; la historia y el arte la han intervenido una y otra vez como suelen hacer con lo que fascina o espanta. Pero quien más reinventó al personaje fue el propio Lawrence, compartiendo sus desdichas y obsesiones en un texto magnífico, mientras rechazaba honores de su rey y se escondía de los hombres bajo un nombre falso. Ese juego de insinuar una sombra sobrehumana oculta detrás de un velo capturó la imaginación de su generación que le atribuyó virtudes cercanas al mito. Al inicio de Los siete pilares… Lawrence nos advierte de que encontraremos la maldad en sus páginas y es cierto. Quiso ser justo, supo ser cruel; sin dudas fue un hombre atormentado. Creo que Homero hubiera rescatado su ira. En ocasiones es difícil discernir si Lawrence lideró una revolución sangrienta o produjo un texto fantástico.
—Hizo ambas cosas —afirmó Victoria en la biografía del galés, comparándolo con el tenebroso Macbeth, quien temía comportarse en la realidad como lo hacía en sus sueños.
—Los hombres que sueñan despiertos son peligrosos —pudo haberle contestado Lawrence desde el pasado.
Pero dejemos descansar al galés que ya no es hombre, sino texto. También Victoria lo es. Imaginemos la plenitud y el miedo que pudo sentir aquella tarde de 1917 en la ciudad de Aqaba mientras entraba al galope en la batalla junto al líder beduino Auda Abu Tayi. Ha desobedecido las órdenes de no intervenir en la revuelta árabe; nadie reprochará su insubordinación, a condición de que triunfe o muera; el sino del soldado. Aúlla mientras carga a muerte sobre los soldados otomanos, pero ya está escribiendo la batalla.
Roberto Ulloa
Nadie, en cambio, puede acusar a Manuel Isidoro Suárez de ser un poeta. Sí un guerrero. Dejó apenas un puñado de líneas escritas en su diario personal, pero su bisnieto, Jorge Francisco Isidoro Luis Borges, fue su rapsoda y celebró su coraje en cuatro poemas donde no están ausentes la melancolía y el reproche. Victoria publicó algunos de esos versos, gloriosos y tristes, en la revista Sur y el azar quiso que esa edición anunciara la publicación de las cartas de Lawrence.
Como el galés, también Suárez tuvo su hora alta a caballo (las palabras no son mías) peleando por la independencia del Perú en el campo de batalla de Junín. Eso ocurrió el 6 de agosto de 1824. Como símbolo, Suárez es aquella tarde; o para ser precisos el momento de esa tarde en que desobedeció sus órdenes y ordenó a los húsares cargar sobre las tropas de un rey que no conocía América. Tenía veinticinco años; los últimos diez guerreando.
Cuando llegué a la pampa de Junín casi dos siglos habían transcurrido desde aquella tarde, pero entiendo que la planicie andina, indiferente a los asuntos de los hombres, poco había cambiado. Como entonces, los montes bajos encerraban los pantanos y desde el gran lago soplaba el viento frío del altiplano. Recuerdo que la altura dificultaba respirar. Todo era soledad y silencio. Monotonía. El campo de batalla se había transformado en un santuario que protegía a los mismos animales que fueron testigos del combate. Solo faltaban las legiones; en su lugar se erigía un soberbio obelisco de granito coronado por un colosal sol de cobre con la palabra Junín. Una placa (y la simetría triangular de su diseño) anunciaba la intervención de una logia de masones en su arquitectura.
—El monumento de Chacamarca lo construyó mi pueblo.
Fermín (he perdido su apellido) apareció de la nada; quizás estaba detrás del monumento. Mascaba coca y llevaba un poncho corto; parecía no sentir el frío. Había nacido en Junín y se presentó como antiguo soldado del Perú y guía del santuario. Le conté de Argentina y referí que mis abuelos paternos estaban enterrados en un pueblo que llevaba el nombre del coronel Suárez. Asintió sin asombro, como si lo hubiera esperado.
—Un antepasado mío murió aquella tarde —dijo y señaló el pantano desde donde arremetieron Suárez y sus húsares. Sin darle importancia mencionó que su familia guardaba una vieja lanza partida que había quedado en ese campo. Sin darme cuenta fuimos entrando en la batalla.
Alguna página apresurada de la historia dice que Junín no fue más que una gran escaramuza; tal veredicto solo puede provenir de quien no participó de la batalla. Es cierto que los cañones enmudecieron y no se derrochó un solo disparo. Entiendo que eso fue lo temible de Junín. Cientos cayeron a lanza y espada. La suerte se jugó entre las caballerías; Húsares y Dragones enfrentados cuerpo a cuerpo. Toda batalla es infinita; de esta, solo nos interesa rescatar el momento de transición entre la derrota y la victoria. Sabemos que Bolívar ordenó a su ejército atacar cuando la tarde comenzaba a declinar y está registrado el grito de Necochea —¡adentro Granaderos!— llamando a sus jinetes a cargar por el centro del campo para perforar la línea enemiga. Si alguien ha visto cómo se encolumna en el cielo una bandada de pájaros tras el líder, puede imaginar aquel momento de frenesí cuando el escuadrón atacó al galope tendido. Desde el pantano Suárez presenció el choque inicial entre las dos caballerías; cuerpos que se desgarraban, caballos aterrorizados que rodaban por el barro. El metal que cimbraba buscando carne, gritos de furia.
—Aquí cayó el coronel Necochea —dijo Fermín y acercó a su rostro un puñado de tierra como si oliera la sangre.
Los dragones del rey aguantaron firmes la carga de los húsares y contraatacaron. Rodaban los dados. Un ejército se fragmenta cuando pierde la cohesión que da la disciplina; desaparece el escuadrón y prevalecen los individuos con sus ansias de perdurar. Hubo un momento donde todo pareció perdido.
—Mándele decir a Suárez que salve a los húsares como pueda —fue la orden de Bolívar, que ya pensaba en la próxima batalla. El parte de Junín ha recogido esas palabras.
Todo ejercicio intelectual para presagiar la conducta de un hombre en la batalla tiene algo de estéril. Siempre creí que es posible predecir cómo se comportará un grupo humano; trasladar eso al individuo es quimérico. Lo maravilloso (lo incontrolable) del hombre es lo inesperado que hay en él. Esa tarde Suárez pudo haberse retirado. Nadie se lo hubiera reprochado. Todo era caos y desbande. Podía ampararse en las órdenes recibidas. Las líneas estaban quebradas. La tierra hervía roja y los caballos sin jinete se alejaban trotando del campo. Algún trompa tocaba retirada sin que nadie lo escuchara. Apenas habían dado las cinco de la tarde cuando Suárez decidió atacar. Salieron del pantano al tranco; los cien húsares en una sola línea de frente, las riendas cortas, los corazones latiendo fuerte; estribando alto los que no montaban en pelo. La caballada piafando nerviosa; es mentira que no saben dónde los conduce su jinete.
—¡Lanzas! —pudo haber ordenado Suárez y estas se inclinaron con la empuñadura firme, apretadas contra el cuerpo y la moharra anhelante.
—¡Trote! —avanzaron formando parejos y el más nervioso quizás se haya persignado.
—¡Nadie agacha la cabeza! —gritó Suárez empuñando firme la espada mientras picaba espuelas y los húsares aullaron a la batalla.
—Antes del ocaso el destino cambió de mano —sentenció Fermín mientras regresábamos al monumento.
La carga feroz de los Húsares de Junín (así los bautizó Bolívar tras la victoria) desmembró a los Dragones del Rey. En el horizonte ya asomaba Ayacucho y la independencia de América. Yo no creo —como dijo Fermín— que una batalla tenga destino; más bien los hombres lo hilvanan con puntadas desparejas que parecen no tener sentido ni forma. Hasta que las miramos desde lejos.
Un siglo separa a Suárez de Lawrence, quienes nunca se sospecharon. Creo que Junín y Aqaba son la misma batalla; dos soldados jóvenes que desobedecieron órdenes en soledad y a quienes la historia concedió un renglón de gloria. Tras la victoria conocieron el destierro; este quizás no haya sido el reverso de la moneda, sino la inevitable consecuencia del coraje. Lawrence le reprochó a su imperio traicionar la palabra que él dio a los árabes de que serían libres, pero los reyes no suelen sostener la promesa dada por un soldado. Suárez guerreó en el Perú hasta que su espada ya no fue necesaria y en una madrugada anónima se le ordenó partir. Dicen que uno de sus húsares lo esperó en un cruce de caminos y le entregó la bandera con la que cargaron aquella tarde de Junín. Si así fuere, en ese acto reside todo el sentido.
Un hombre es su conducta y su producción. “Lo que había de inmortal en Lawrence está en Los siete pilares”, escribió Victoria Ocampo en la biografía del galés. El argumento es esencialmente estético; creo que ese texto extraordinario la cautivó de un modo que al Lawrence real le hubiera sido imposible hacerlo. Victoria imaginó al hombre que ella necesitaba; enigmático y seductor como solo puede ser alguien que no conocemos. Suárez, en cambio, solo es sustancia. Pero ¿qué son los mejores versos si no los respalda el coraje? Apenas palabras, apenas texto.
Durante años vivimos unos con otros en el desierto desnudo, bajo el cielo indiferente. Éramos un ejército entregado a la libertad, el segundo de los credos del hombre, un propósito tan voraz que devoró todo. Lawrence (el poeta, no el soldado) escribió estas líneas poco antes de morir; acaso Suárez pudo soñarlas.

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