martes, 1 de marzo de 2016

SIN TIEMPO...ETERNO; UMBERTO ECO


Las fotos del funeral de Umberto Eco en Milán fueron más que el registro periodístico de una despedida. Anteayer, mientras revisaba  esas imágenes para decidir cuál podría ilustrar mejor empecé a darme cuenta de que había en cada una de ellas algo, una circunstancia, que habría sido inconcebible sin Eco, pero que en cierto modo lo sobrepasaba. Con su obra pasa un poco lo que el compositor Luciano Berio concluyó después de la lectura de La isla del día de antes, en la que reconocía una condición específicamente musical: "Igual que la música, la recordamos y pensamos como totalidad instantánea".


Pero creo que sucede otra cosa que va más allá de cada línea, de cada página: los lectores que se reunieron en el patio del Castello Sforzesco no despedían sólo a un autor. Sospecho además que el motivo por el que Eco optó para su funeral por ese preciso lugar respondía a motivos de orden no meramente sentimental.
En Milán, me alojé hace tiempo en un departamento que queda casi en el nacimiento de la via Camperio Manfredo, es decir, muy cerca de la estación Cairoli y, por lo tanto, a pocos metros del Castello. Sabía que Eco vivía cerca, pero no tenía ni su número de teléfono ni su dirección ni nada, y aunque hubiera tenido algún dato no me habría atrevido a llamarlo. Tampoco me lo crucé en la via Dante, donde a él le gustaba ir a tomar café o whisky.

 Yo había ido a encontrarme con un amigo, y finalmente nos desencontramos. La belleza de Milán fue también para mí la belleza de las ausencias, y entre ellas hay una ausencia que es la mayor de todas: la que oculta el propio Castello Sforzesco.
La Torre del Filarete guiaba de manera inevitable todas mis caminatas: esa torre es un imán que está para atraernos al núcleo mismo de la ausencia, el patio del castillo, el mismísimo lugar del funeral de Eco.


Una historia recorre ese patio. En 1489, se supo que Ludovico el Moro, duque de Milán, había confiado a Leonardo la realización de una escultura, un caballo colosal erigido a la memoria de Francesco Sforza. 

“No ha llegado a nuestros días ninguna de sus esculturas.
El proyecto escultórico de Leonardo del que más se sabe es el que de una estatua ecuestre que representara a Francisco Sforza, padre de Ludovico el Moro.
Leonardo ejecutó en arcilla el modelo, conocido como el “Gran Caballo”. Estaba previsto que fuera una estatua en bronce, de 8 metros de altura, y se alzaría en Milán. Se prepararon 70 toneladas de metal para moldearla. El monumento quedó sin acabar durante varios años, lo que no era inusual en Leonardo.


En 1495 el bronce se usó para fabricar cañones para el Duque en un intento de salvar Milán de los franceses bajo el reinado de Carlos VIII de Francia en 1495.
Por iniciativa privada, se construyó en 1999 en Nueva York una estatua construida según sus planos que fue donada a la ciudad de Milán, donde se erigió.”
Tan grande sería la estatua que muchos, entre ellos el propio Leonardo, dudaban de la posibilidad de hacer la fundición. Iba a ser la gran obra del artista, la más ambiciosa de todas, la más difícil. El 30 de noviembre de 1493, el proyecto estaba prácticamente terminado. El "caballo sforzesco" había sido modelado en cera y se tomó la decisión de exponerlo en el patio del Castello. El traslado no resultaba sencillo y en los manuscritos de Leonardo existe el dibujo de un andamio para el desplazamiento, que fue exitoso. Muchos pudieron contemplar entonces ese caballo. 

Tras el modelo en cera, quedaba el problema de la fundición. Leonardo estudió con vocación de ingeniero los obstáculos y pareció resolverlos. Calculó, pesó y midió cada parte. Nada quedó librado al azar salvo un detalle: la política y la guerra. Cuando las tropas francesas entraron en Milán, se apoderaron del Castello (funcionaría más adelante como depósito de armas) y atacaron con flechas el caballo hasta dejarlo casi destrozado, y las 70 toneladas de bronce, destinadas a la fundición, tuvieron que usarse para la fabricación de armamento. Lo que quedó de la escultura de cera se fue gastando con los años. Según Giorgio Vasari, los que conocieron el modelo de Leonardo "juzgaron no haber visto cosa más bella ni obra de arte más soberbia". La del "caballo sforzesco" es la historia de una obra maestra desconocida y total hecha por un artista que era además un sabio. 


En las páginas que dedicó al signo arquitectónico en La estructura ausente, Eco nos enseñó que los edificios tienden a perder el sentido de su función primaria y cargarse, de un modo oculto, de funciones secundarias. Es el caso del Partenón, que no se entiende ya como lugar de culto, pero mantiene connotaciones simbólicas que permiten un conocimiento de la sensibilidad griega. Es también el caso del patio del castillo de los Sforza, en el que se sobreimprime ahora un nuevo sentido, el de la ausencia, que refuerza la ausencia anterior. El patio está vacío no porque no haya habido algo, sino porque lo que hubo ya no está. Este matiz dialéctico le habría gustado a Eco, que creía que cua1quier investigación debía estar dispuesta a crear sus contradicciones cuando ellas no aparecían.
El otro día, en Milán, se asistió a algo que no era un simple protocolo funerario ni un homenaje de amigos conocidos y lectores desconocidos. Quienes estaban reunidos allí despedían también la antigua ilusión perdida de poder saber todo lo que puede saberse: el conocimiento como obra de arte.

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