Massa vs. Milei. La fábula del león vegano y el milagro del tigre
El acuerdo del libertario con Macri reconfigura el juego electoral
Por Martín Rodríguez Yebra
Patricia Bullrich, poco antes de anunciar su acuerdo con Milei
Luis Barrionuevo tiene entrenamiento de astronauta para dar vueltas y vueltas sin marearse. Empezó el año como el padrino de la candidatura presidencial de Wado de Pedro, se alió en agosto a un triunfal Javier Milei para guiarlo en los pantanos de la casta y tuvo que apurarse a abandonarlo para no descubrirse, en medio de tanto giro, abrazado a Mauricio Macri. Acaso se ilusione con terminar el año celebrando con Sergio Massa, a quien de jovencito le daba lecciones de peronismo en los arrabales de San Martín.
El derrotero grotesco del sindicalista de los gastronómicos simboliza la extravagancia de la campaña electoral en esta Argentina que se hunde en la crisis económica; una batalla interminable, frívola en su contenido, escasa en empatía con la angustia social predominante y en la que el valor de la palabra se deteriora como un billete de 1000 pesos guardado en un cajón.
Massa entra como favorito a la final del 19 de noviembre porque se mueve como un tiburón en las aguas de la ambigüedad y vio antes que nadie que para ganar en condiciones adversas tenía que construir una épica del mal menor.
Cristina Kirchner lo aceptó como salvador circunstancial cuando se asomó al abismo de una derrota catastrófica. Los pibes de La Cámpora se abrazaron a la escoba que los quería barrer con el fervor militante que reservan para sus causas sagradas. A Massa le alcanzó un puñado de gestos para convertirse simplemente en “Sergio”: defender la educación estatal, repartir fondos públicos como si no hubiera mañana y esbozar un sueño aspiracional de mejorar los salarios. El miedo a la derecha obró entonces el milagro del peronismo unido en medio de un vendaval inflacionario y de la amenaza constante –tan a menudo cumplida– de una corrida de dólar.
Su principal oposición pulverizó el favoritismo que le atribuían las encuestas y el sentido común sin siquiera interrumpir al oficialismo y al candidato de Unión por la Patria en su afán de simular que en la Argentina no hay un gobierno en funciones. O, en todo caso, que lo hay pero está en manos de un holograma sonriente llamado Alberto Fernández.
Massa ejecutó un preciso ejercicio de deskirchnerización paulatino. Empezó la campaña al lado de Cristina y se fue adueñando del escenario a medida que se completaba la transfusión de votos incondicionales. Aceptó gustoso la colectora de Juan Grabois en las primarias para que el kirchnerismo visceral pudiera condimentar el sapo que iba a tragarse.
Esa versión todavía demasiado kirchnerista de Massa le dio un tercer lugar indecoroso en las PASO, por debajo de los 30 puntos y con la derrota adosada de su esposa, Malena Galmarini, en la disputa por la intendencia de Tigre.
Pero el tsunami libertario de Milei, lejos de hundirlo, fue el combustible de la revancha. No hubo incentivo mejor para completar el proceso de despegue con el pasado kirchnerista que mandar a Fernández de gira mundial y blindar el silencio estratégico de Cristina. Para reposicionarse en la carrera le bastó con activar el miedo al espectáculo que daba su rival, aferrado a una motosierra y bailando en éxtasis entre imágenes de bombas atómicas.
Diluyó al kirchnerismo que lo sostiene en una dulce melodía de “unidad nacional”, familia y trabajo, mientras fuera de cámara apretó las tuercas de gobernadores, intendentes, sindicalistas y punteros para que esta vez usaran a discreción el viejo manual de picardías electorales. Como usó él la caja del Tesoro nacional para satisfacer las necesidades estratégicas de la campaña.
Dio resultado. La sorpresa de su victoria con 36,7% en la primera vuelta del domingo lo elevó al altar de los héroes del peronismo, donde destacan especialmente aquellos que ganan por imperio de la audacia. Para medir la magnitud de la hazaña vale leer otra vez los resultados de las PASO, donde casi 3 de cada 4 votantes se expresaron en contra del Gobierno. Y desde entonces la situación de la economía –que está a su cargo– no hizo más que agravarse. Una verdadera gesta conservadora ante el clamor de cambio.
Este Massa que ganó solo está a un paso de alcanzar el poder que persigue desde hace 10 años con distintos ropajes. De lograrlo, asumirá con un bloque de diputados dominado por La Cámpora y con la provincia de Buenos Aires en manos del cristinista Axel Kicillof, reelegido con cifras monumentales y a quien podría picarle el bichito de la sucesión presidencial.
La lógica del poder en el peronismo indica que detrás del discurso de la “unidad” –ahora contra Milei y Macri– se está incubando la próxima guerra interna por el poder. La que activaron Eduardo Duhalde contra Carlos Menem; Néstor Kirchner contra el propio Duhalde y la que nunca se animó a declarar Alberto Fernández contra su vicepresidenta. Los que hoy se cuelgan de Massa en el “no pasarán” contra Milei temen, en el fondo, ser la presa que abraza al tigre que puede devorarlos.
El susto de Milei
La potencia de un peronismo ganador apichonó a Milei, que pasó de un triunfalismo que bordeaba la soberbia al estrépito de un fracaso posible. “Ahora tenés que guardar bajo llave la motosierra”, le dijo el domingo a la noche uno de sus principales consejeros.
Se activó de inmediato el puente que había construido durante meses con Macri, en busca de una transformación en tiempo récord que le permita perforar la burbuja de voto fanático que cosechó con la dolarización, el grito contra la casta y pinceladas de terraplanismo de ultraderecha.
El león mantuvo la melena, pero se convirtió en vegano. Visitó a Macri en su chalet de Acassuso, donde lo esperaba también Patricia Bullrich. Parecía la escena de una rendición incondicional ante los derrotados del domingo. Milei se comprometió a moderar sus posturas, se mostró abierto a abrir su gobierno y a asumir ideas de racionalidad política que hubieran sonado a herejías en su boca cinco días antes.
Bullrich y Milei se pidieron perdón mutuamente. Él aceptó que cuando la acusó de “montonera tirabombas” lo hizo sin más información que la que le contaron que estaba en un libro de no ficción. Ella acaso dejó de pensar que las ideas de Milei son “malas y peligrosas”, como dijo en el acto de cierre de campaña. Al parecer tampoco estaba tan convencida de que las listas legislativas de La Libertad Avanza hubieran sido una pieza de autor a cargo de Massa.
El acuerdo Milei-macri-bullrich se cerró en secreto de madrugada, se anunció con una conferencia de prensa de la excandidata al mediodía siguiente y lo coronó Milei con la publicación en redes sociales del meme de un pato y un león cariñosamente abrazados.
Lo sucesivo tuvo la fuerza de la bomba que Bullrich no puso en el jardín de infantes. Juntos por el Cambio explotó ante la evidencia de que el macrismo daba un salto que el resto de la coalición no comparte. Los radicales, Horacio Rodríguez Larreta y gente tan diversa como Elisa Carrió o Miguel Ángel Pichetto sienten una distancia imposible de asumir con las posiciones ideológicas que defendió Milei, sus rasgos autoritarios y su escaso apego por consensos básicos del sistema democrático que está por cumplir 40 años. Descreen que pueda moderarse por efecto del entorno.
Los nuevos aliados responden a fuerza de pragmatismo: “Es Milei o 20 años más de kirchnerismo”. Asumen la premisa de que Massa, de llegar al poder, fagocitará a los radicales y al larretismo, eliminará todos los límites institucionales y marchará hacia una suerte de chavismo sin uniformes.
El racional de Macri y Bullrich es que Juntos por el Cambio no quedó en condiciones de encarnar la oposición a un gobierno de esas características. Desunido en los afectos y sin cohesión ideológica era un caramelo para las garras del tigrense. Milei les ofrece un repechaje después de la derrota del domingo. La reconstrucción del sistema político está a la mano. Con la posibilidad de ganar y tener “el mejor gobierno posible dadas las circunstancias” (Milei tutelado). Y en caso de perder, formar una coalición entre La Libertad Avanza y al ala dura del Pro que sería un contrapeso real, validado por los votos, aglutinado por las ideas y con capacidad de generar expectativa de poder a futuro.
La estrategia obliga a Milei a pintarse la cara por la causa antikirchnerista para seducir al 23% que eligió a Bullrich el domingo. Necesita que su 30% valide la reconfiguración del concepto de casta y vaya una vez más a apoyarlo en las urnas. Que entiendan que ya no es “que se vayan todos” sino “casi todos”.
Juntos por el Cambio y también el Pro son daños colaterales del pacto de Acassuso, aunque las razones del divorcio vienen de lejos. No hay culpables e inocentes. Queda desactivado así un instrumento electoral exitoso durante 8 años. Una coalición política y social que fue capaz de unir miradas diversas dentro de un ideario republicano común. Que había sido un vehículo eficiente para la participación política del no peronismo como no existía desde el auge del alfonsinismo.
Larreta, la UCR, Carrió y los gobernadores electos se ataron a la neutralidad, sin tener la certeza de que sus seguidores vayan a valorar como un gesto la aceptación de la derrota y el repliegue a cumplir el papel de oposición de los dos extremos a los que combatieron durante meses.
El éxito de Milei depende de que la grieta kirchnerismo-antikirchnerismo aún ordene la disputa política argentina. Massa lo sabe y por eso acelera su aparente independencia, deja a Cristina en el Sur, coquetea con los radicales y promete pasar la página de este presente del que es gran protagonista.
La decisión está en manos de una ciudadanía angustiada que asiste a un calendario electoral que parece diseñado por el Chiqui Tapia. El 19 de noviembre será el décimo quinto domingo con una votación trascendental. La batalla definitiva, entre dos candidatos que llegan como abanderados del mal menor.
De triunfar, Massa asumirá con la oposición dividida en dos polos ideológicos y con sus figuras cruzadas por rencores personales. Acaso sea el escenario ideal para lanzarse a las distracciones de la interna peronista.
Luis Barrionuevo tiene entrenamiento de astronauta para dar vueltas y vueltas sin marearse. Empezó el año como el padrino de la candidatura presidencial de Wado de Pedro, se alió en agosto a un triunfal Javier Milei para guiarlo en los pantanos de la casta y tuvo que apurarse a abandonarlo para no descubrirse, en medio de tanto giro, abrazado a Mauricio Macri. Acaso se ilusione con terminar el año celebrando con Sergio Massa, a quien de jovencito le daba lecciones de peronismo en los arrabales de San Martín.
El derrotero grotesco del sindicalista de los gastronómicos simboliza la extravagancia de la campaña electoral en esta Argentina que se hunde en la crisis económica; una batalla interminable, frívola en su contenido, escasa en empatía con la angustia social predominante y en la que el valor de la palabra se deteriora como un billete de 1000 pesos guardado en un cajón.
Massa entra como favorito a la final del 19 de noviembre porque se mueve como un tiburón en las aguas de la ambigüedad y vio antes que nadie que para ganar en condiciones adversas tenía que construir una épica del mal menor.
Cristina Kirchner lo aceptó como salvador circunstancial cuando se asomó al abismo de una derrota catastrófica. Los pibes de La Cámpora se abrazaron a la escoba que los quería barrer con el fervor militante que reservan para sus causas sagradas. A Massa le alcanzó un puñado de gestos para convertirse simplemente en “Sergio”: defender la educación estatal, repartir fondos públicos como si no hubiera mañana y esbozar un sueño aspiracional de mejorar los salarios. El miedo a la derecha obró entonces el milagro del peronismo unido en medio de un vendaval inflacionario y de la amenaza constante –tan a menudo cumplida– de una corrida de dólar.
Su principal oposición pulverizó el favoritismo que le atribuían las encuestas y el sentido común sin siquiera interrumpir al oficialismo y al candidato de Unión por la Patria en su afán de simular que en la Argentina no hay un gobierno en funciones. O, en todo caso, que lo hay pero está en manos de un holograma sonriente llamado Alberto Fernández.
Massa ejecutó un preciso ejercicio de deskirchnerización paulatino. Empezó la campaña al lado de Cristina y se fue adueñando del escenario a medida que se completaba la transfusión de votos incondicionales. Aceptó gustoso la colectora de Juan Grabois en las primarias para que el kirchnerismo visceral pudiera condimentar el sapo que iba a tragarse.
Esa versión todavía demasiado kirchnerista de Massa le dio un tercer lugar indecoroso en las PASO, por debajo de los 30 puntos y con la derrota adosada de su esposa, Malena Galmarini, en la disputa por la intendencia de Tigre.
Pero el tsunami libertario de Milei, lejos de hundirlo, fue el combustible de la revancha. No hubo incentivo mejor para completar el proceso de despegue con el pasado kirchnerista que mandar a Fernández de gira mundial y blindar el silencio estratégico de Cristina. Para reposicionarse en la carrera le bastó con activar el miedo al espectáculo que daba su rival, aferrado a una motosierra y bailando en éxtasis entre imágenes de bombas atómicas.
Diluyó al kirchnerismo que lo sostiene en una dulce melodía de “unidad nacional”, familia y trabajo, mientras fuera de cámara apretó las tuercas de gobernadores, intendentes, sindicalistas y punteros para que esta vez usaran a discreción el viejo manual de picardías electorales. Como usó él la caja del Tesoro nacional para satisfacer las necesidades estratégicas de la campaña.
Dio resultado. La sorpresa de su victoria con 36,7% en la primera vuelta del domingo lo elevó al altar de los héroes del peronismo, donde destacan especialmente aquellos que ganan por imperio de la audacia. Para medir la magnitud de la hazaña vale leer otra vez los resultados de las PASO, donde casi 3 de cada 4 votantes se expresaron en contra del Gobierno. Y desde entonces la situación de la economía –que está a su cargo– no hizo más que agravarse. Una verdadera gesta conservadora ante el clamor de cambio.
Este Massa que ganó solo está a un paso de alcanzar el poder que persigue desde hace 10 años con distintos ropajes. De lograrlo, asumirá con un bloque de diputados dominado por La Cámpora y con la provincia de Buenos Aires en manos del cristinista Axel Kicillof, reelegido con cifras monumentales y a quien podría picarle el bichito de la sucesión presidencial.
La lógica del poder en el peronismo indica que detrás del discurso de la “unidad” –ahora contra Milei y Macri– se está incubando la próxima guerra interna por el poder. La que activaron Eduardo Duhalde contra Carlos Menem; Néstor Kirchner contra el propio Duhalde y la que nunca se animó a declarar Alberto Fernández contra su vicepresidenta. Los que hoy se cuelgan de Massa en el “no pasarán” contra Milei temen, en el fondo, ser la presa que abraza al tigre que puede devorarlos.
El susto de Milei
La potencia de un peronismo ganador apichonó a Milei, que pasó de un triunfalismo que bordeaba la soberbia al estrépito de un fracaso posible. “Ahora tenés que guardar bajo llave la motosierra”, le dijo el domingo a la noche uno de sus principales consejeros.
Se activó de inmediato el puente que había construido durante meses con Macri, en busca de una transformación en tiempo récord que le permita perforar la burbuja de voto fanático que cosechó con la dolarización, el grito contra la casta y pinceladas de terraplanismo de ultraderecha.
El león mantuvo la melena, pero se convirtió en vegano. Visitó a Macri en su chalet de Acassuso, donde lo esperaba también Patricia Bullrich. Parecía la escena de una rendición incondicional ante los derrotados del domingo. Milei se comprometió a moderar sus posturas, se mostró abierto a abrir su gobierno y a asumir ideas de racionalidad política que hubieran sonado a herejías en su boca cinco días antes.
Bullrich y Milei se pidieron perdón mutuamente. Él aceptó que cuando la acusó de “montonera tirabombas” lo hizo sin más información que la que le contaron que estaba en un libro de no ficción. Ella acaso dejó de pensar que las ideas de Milei son “malas y peligrosas”, como dijo en el acto de cierre de campaña. Al parecer tampoco estaba tan convencida de que las listas legislativas de La Libertad Avanza hubieran sido una pieza de autor a cargo de Massa.
El acuerdo Milei-macri-bullrich se cerró en secreto de madrugada, se anunció con una conferencia de prensa de la excandidata al mediodía siguiente y lo coronó Milei con la publicación en redes sociales del meme de un pato y un león cariñosamente abrazados.
Lo sucesivo tuvo la fuerza de la bomba que Bullrich no puso en el jardín de infantes. Juntos por el Cambio explotó ante la evidencia de que el macrismo daba un salto que el resto de la coalición no comparte. Los radicales, Horacio Rodríguez Larreta y gente tan diversa como Elisa Carrió o Miguel Ángel Pichetto sienten una distancia imposible de asumir con las posiciones ideológicas que defendió Milei, sus rasgos autoritarios y su escaso apego por consensos básicos del sistema democrático que está por cumplir 40 años. Descreen que pueda moderarse por efecto del entorno.
Los nuevos aliados responden a fuerza de pragmatismo: “Es Milei o 20 años más de kirchnerismo”. Asumen la premisa de que Massa, de llegar al poder, fagocitará a los radicales y al larretismo, eliminará todos los límites institucionales y marchará hacia una suerte de chavismo sin uniformes.
El racional de Macri y Bullrich es que Juntos por el Cambio no quedó en condiciones de encarnar la oposición a un gobierno de esas características. Desunido en los afectos y sin cohesión ideológica era un caramelo para las garras del tigrense. Milei les ofrece un repechaje después de la derrota del domingo. La reconstrucción del sistema político está a la mano. Con la posibilidad de ganar y tener “el mejor gobierno posible dadas las circunstancias” (Milei tutelado). Y en caso de perder, formar una coalición entre La Libertad Avanza y al ala dura del Pro que sería un contrapeso real, validado por los votos, aglutinado por las ideas y con capacidad de generar expectativa de poder a futuro.
La estrategia obliga a Milei a pintarse la cara por la causa antikirchnerista para seducir al 23% que eligió a Bullrich el domingo. Necesita que su 30% valide la reconfiguración del concepto de casta y vaya una vez más a apoyarlo en las urnas. Que entiendan que ya no es “que se vayan todos” sino “casi todos”.
Juntos por el Cambio y también el Pro son daños colaterales del pacto de Acassuso, aunque las razones del divorcio vienen de lejos. No hay culpables e inocentes. Queda desactivado así un instrumento electoral exitoso durante 8 años. Una coalición política y social que fue capaz de unir miradas diversas dentro de un ideario republicano común. Que había sido un vehículo eficiente para la participación política del no peronismo como no existía desde el auge del alfonsinismo.
Larreta, la UCR, Carrió y los gobernadores electos se ataron a la neutralidad, sin tener la certeza de que sus seguidores vayan a valorar como un gesto la aceptación de la derrota y el repliegue a cumplir el papel de oposición de los dos extremos a los que combatieron durante meses.
El éxito de Milei depende de que la grieta kirchnerismo-antikirchnerismo aún ordene la disputa política argentina. Massa lo sabe y por eso acelera su aparente independencia, deja a Cristina en el Sur, coquetea con los radicales y promete pasar la página de este presente del que es gran protagonista.
La decisión está en manos de una ciudadanía angustiada que asiste a un calendario electoral que parece diseñado por el Chiqui Tapia. El 19 de noviembre será el décimo quinto domingo con una votación trascendental. La batalla definitiva, entre dos candidatos que llegan como abanderados del mal menor.
De triunfar, Massa asumirá con la oposición dividida en dos polos ideológicos y con sus figuras cruzadas por rencores personales. Acaso sea el escenario ideal para lanzarse a las distracciones de la interna peronista.
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las prácticas cortoplacistas y clientelistas, recurrentes en la argentina, conspiran contra planes de largo plazo que alienten la producción
Luis Rappoport
En el siglo XXI, el desarrollo económico podría definirse como la integración de la actividad empresarial con la ciencia y la tecnología para crear productos y procesos innovadores. El centro de la acción está en el conocimiento, la creatividad, la innovación y la mejora de la productividad, con atención a la preservación del medio ambiente. El proceso pone en juego la velocidad de la innovación y también la velocidad de la difusión de las innovaciones en el entramado productivo.
Salvo por el nuevo desafío ambiental, esa definición del desarrollo económico es aplicable también al siglo XIX y al siglo XX, y de algún modo incluso a toda la historia de la humanidad.
En el siglo XIX se crearon la máquina de vapor, las locomotoras y los trenes, la fotografía, la anestesia, la iluminación eléctrica, la máquina de escribir, la batería eléctrica, la aspirina, la máquina de coser, el telégrafo, el automóvil, el ascensor y la escalera mecánica, entre muchas otras innovaciones. Y en el siglo XX aparecen el avión como principal medio de transporte de largas distancias, el tractor, los satélites artificiales, las computadoras; se multiplicaron los autos y camiones, se crearon los antibióticos, se generalizaron las redes de electricidad, gas, agua potable, cloacas y teléfonos, se crearon máquinas para los hogares, como lavarropas, heladeras, equipos de aire acondicionado y filmadoras –hoy incorporadas a los teléfonos móviles–, así como se masificaron los medios de comunicación, internet, la energía nuclear, el teléfono móvil, las conexiones con fibra óptica y miles de maravillas más.
Lo novedoso del siglo XXI es la extraordinaria velocidad de los procesos de innovación. Surgieron y seguirán surgiendo innumerables transformaciones y fenómenos a partir de desarrollos de la ciencia en una multitud de ramas: la digitalización, la robótica, la bigdata, la computación en la nube, nuevos materiales, la inteligencia artificial, la ciberguerra, la ciberdelincuencia y la ciberseguridad, internet de las cosas, la computación cuántica, la ingeniería de satélites, la nano robótica, los materiales y procesos ambientalmente sustentables, la biotecnología y los biomateriales, la genética, la energía limpia, la fisión nuclear, la industria 4.0 plus (que busca soluciones enfocadas en la interconectividad, la automatización y los datos en tiempo real), y la convergencia e integración de los nuevos conocimientos y las nuevas tecnologías en productos y procesos de alta complejidad.
Una de las mitologías argentinas idealiza el desempeño económico del país de fines del siglo XIX y principios del XX. Los que sostienen ese mito toman los datos del Proyecto Maddison, un estudio basado en estadísticas históricas de períodos largos. Ese trabajo ubica a la argentina en el primer nivel del producto bruto per cápita hacia 1896 y, en general, entre los diez países más ricos en los inicios del siglo XX. En la comparación entre países, sin embargo, no se analizaron las causas del desarrollo.
En el caso argentino, al inicio del proceso del desarrollo había un territorio fértil y despoblado. De ahí la percepción de alberdi (“Gobernar es poblar”) y la generosa invitación de la constitución de 1853 en su Preámbulo (“para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”). El país se convirtió en un imán de inmigrantes que, por la escasez de mano de obra y la fertilidad del suelo, recibían mejores remuneraciones que las de sus países de origen. además, había espacio para crear nuevas empresas. El comercio mundial estaba globalizado y la producción agropecuaria tenía mercados. El boom inmigratorio retroalimentó el desarrollo por el crecimiento del mercado interno, lo que abrió oportunidades para la industria y el comercio, que también demandaban trabajadores.
Esas condiciones no se repitieron ni se repetirán. con las guerras de la primera mitad del siglo XX y la crisis del 30, la primera globalización entró en crisis. Países como la argentina pudieron desarrollar industrias sustitutivas de importaciones. En una primera etapa, de sustitución fácil, y en una segunda etapa, de sustitución difícil, con apoyos estatales por sus extraordinarias escalas de inversión. así surgieron las “industrias básicas”, como se denominaban en los años 60 y 70: aluminio, acero, celulosa y papel y petroquímica.
Disponer de tierra sin gente que la trabaje fue una circunstancia histórica que la política de la época supo aprovechar con éxito: así proveyó trabajo y educación. Sin embargo, la conjunción de la ciencia y la tecnología con la acción empresaria era y es el fundamento del desarrollo económico. La argentina no lideró ninguna de las revoluciones tecnológicas de los siglos XIX y XX. aunque hay que señalar un mérito: incorporó velozmente muchas tecnologías en algunas industrias y en forma masiva en el sector agropecuario.
Hoy la bioeconomía argentina es la que más rápido difunde innovaciones y la que tiene la menor huella de carbono del mundo. En los últimos tiempos, aporta innovaciones de base científica que van camino de globalizarse. Sus principales debilidades son la escasa industrialización de la producción primaria y la reducida utilización del riego para limitar el impacto de las sequías y para ampliar la frontera agropecuaria.
Los avances de la agroindustria argentina tienen una explicación institucional: los productores agropecuarios no compiten entre sí, compiten con el mundo y sienten la presión competitiva internacional. Eso facilitó la creación de una extraordinaria red de cooperación privada, tanto formal como informal: los grupos crea, asociaciones como aapresid o las bolsas de comercio y de cereales son organizaciones privadas, como lo es el menos conocido Pacn (Programa argentino de carbono Neutro), que genera herramientas que facilitan del cálculo y la gestión del carbono por producto agroindustrial. En ese entramado está el inta, organismo público que, aunque golpeado por sucesivos gobiernos, sigue siendo una institución con una capilaridad importante en todo el territorio nacional, capaz de aportar a la innovación y a la velocidad de difusión.
Además de la bioeconomía, el país tiene desarrollos en el sector nuclear, satelital, de software, en salud, en empresas grandes y en algunas medianas con capacidad para innovar, y un número prometedor de startups basadas en el conocimiento (EBC).
Sin embargo, en términos relativos, la argentina no tiene una presencia relevante en la revolución científica y tecnológica del siglo XXI. Esa realidad podría cambiar sustancialmente si la política lo permitiese.
Para explicar el rol de la política y el Estado en el desempeño económico, nada mejor que recurrir a algunas citas del economista e historiador estadounidense Douglass North –premio Nobel de Economía en 1993–, que se dedicó a investigar la relación entre el desempeño económico y las instituciones. “aquí precisamente es donde se encuentra el dilema fundamental del desarrollo económico. Si no podemos lograrlo sin el Estado, tampoco podremos obtenerlo con él. ¿cómo lograr que el Estado se conduzca como una tercera parte imparcial?”, escribió North. También destacó que “las características del mercado político son la clave esencial para entender las imperfecciones de los mercados”, y señaló que “la clave son los incentivos que enfrenta el político”.
North distingue a las instituciones (las reglas que estructuran y limitan las interacciones de los individuos) y las organizaciones (grupos de individuos enlazados por una identidad y un objetivo en común). La argentina carece de instituciones y organizaciones para la gestión del desarrollo. En cambio, vive un path dependency (dependencia del camino) o una “rigidez institucional” que determina la repetición de políticas que refuerzan los incentivos y organismos existentes. Hoy los incentivos de los políticos refuerzan el subdesarrollo y la pobreza.
Para ejemplificar menciono cuatro casos: 1) la imposibilidad para aprobar y cumplir los presupuestos públicos con equilibrio, que eviten la inflación y establezcan prioridades de largo plazo; 2) la carencia de incentivos adecuados para los actores del sistema educativo; 3) la carencia de incentivos adecuados para los científicos y tecnólogos y su relación con las empresas; y 4) los incentivos muchas veces perversos de los gobiernos provinciales. Veamos más en detalle cada uno de estos puntos.
1. La Argentina no tiene presupuestos indicativos de largo plazo. Esos presupuestos determinarían los consensos sobre las prioridades del país. Sin consensos de mediano plazo, cada año se aprueban gastos en forma más o menos arbitraria. Los presupuestos se aprueban en pesos, con previsiones inflacionarias inciertas. A la hora de la ejecución presupuestaria, la inflación genera excesos de recaudación que se convierten en recursos discrecionales del Poder Ejecutivo para “hacer política”. La carencia de prioridades nacionales predefinidas y la inflación juegan en favor del interés de los circunstanciales oficialismos. A menudo sirven para fidelizar a gobiernos provinciales u otras formas de clientelismo. Hay también súbitos excesos de gastos o reducción de ingresos, que sirven a intereses electorales, porque cada dos años el Poder Ejecutivo se ve obligado a validarse en elecciones presidenciales o de medio término. Las retenciones a las exportaciones agropecuarias –del sector con más potencial de la sociedad– son parte los incentivos que enfrenta el político: corto plazo, siempre corto plazo que refuerza una precaria gobernabilidad.
2. La educación es competencia de las provincias. La comunidad educativa es compleja: autoridades políticas, funcionarios, supervisores, directores, maestros, alumnos, familias, sindicatos y empresas que requieren personal calificado. Este es el tema crítico del desarrollo. En la sociedad del conocimiento, la competencia entre países es una competencia entre sistemas educativos. La educación es de tiempos largos: no está en la agenda de prioridades de los gobiernos provinciales porque no aporta los votos que sí aportan el empleo público y el clientelismo, particularmente en aquellas provincias con un débil capital social. Por la misma razón, no está entre las prioridades nacionales, al extremo que la Argentina carece de un sofisticado sistema de información sobre el estado de la educación.
3. Existe en el Conicet una Gerencia de Vinculación Tecnológica, pero está lejos de la experiencia de países exitosos en la relación entre el sistema C&T con las empresas. Muy pocas pymes tienen capacidad para sumarse a la innovación y a la interacción con la ciencia y la tecnología a través de la citada gerencia. Es que la reconversión industrial de las pymes tampoco aporta al mercado político, como si aporta, en ocasiones, la apertura comercial indiscriminada, aunque deje tendales de personas sin trabajo. Es que la reconversión productiva lleva tiempo y el mercado político se maneja en la inmediatez. Esto explica la debilidad de una visión prospectiva del futuro científico, tecnológico, productivo y educativo del país, una visión esencial para definir políticas de desarrollo, ciencia, tecnología y educación.
En el siglo XXI, el desarrollo económico podría definirse como la integración de la actividad empresarial con la ciencia y la tecnología para crear productos y procesos innovadores. El centro de la acción está en el conocimiento, la creatividad, la innovación y la mejora de la productividad, con atención a la preservación del medio ambiente. El proceso pone en juego la velocidad de la innovación y también la velocidad de la difusión de las innovaciones en el entramado productivo.
Salvo por el nuevo desafío ambiental, esa definición del desarrollo económico es aplicable también al siglo XIX y al siglo XX, y de algún modo incluso a toda la historia de la humanidad.
En el siglo XIX se crearon la máquina de vapor, las locomotoras y los trenes, la fotografía, la anestesia, la iluminación eléctrica, la máquina de escribir, la batería eléctrica, la aspirina, la máquina de coser, el telégrafo, el automóvil, el ascensor y la escalera mecánica, entre muchas otras innovaciones. Y en el siglo XX aparecen el avión como principal medio de transporte de largas distancias, el tractor, los satélites artificiales, las computadoras; se multiplicaron los autos y camiones, se crearon los antibióticos, se generalizaron las redes de electricidad, gas, agua potable, cloacas y teléfonos, se crearon máquinas para los hogares, como lavarropas, heladeras, equipos de aire acondicionado y filmadoras –hoy incorporadas a los teléfonos móviles–, así como se masificaron los medios de comunicación, internet, la energía nuclear, el teléfono móvil, las conexiones con fibra óptica y miles de maravillas más.
Lo novedoso del siglo XXI es la extraordinaria velocidad de los procesos de innovación. Surgieron y seguirán surgiendo innumerables transformaciones y fenómenos a partir de desarrollos de la ciencia en una multitud de ramas: la digitalización, la robótica, la bigdata, la computación en la nube, nuevos materiales, la inteligencia artificial, la ciberguerra, la ciberdelincuencia y la ciberseguridad, internet de las cosas, la computación cuántica, la ingeniería de satélites, la nano robótica, los materiales y procesos ambientalmente sustentables, la biotecnología y los biomateriales, la genética, la energía limpia, la fisión nuclear, la industria 4.0 plus (que busca soluciones enfocadas en la interconectividad, la automatización y los datos en tiempo real), y la convergencia e integración de los nuevos conocimientos y las nuevas tecnologías en productos y procesos de alta complejidad.
Una de las mitologías argentinas idealiza el desempeño económico del país de fines del siglo XIX y principios del XX. Los que sostienen ese mito toman los datos del Proyecto Maddison, un estudio basado en estadísticas históricas de períodos largos. Ese trabajo ubica a la argentina en el primer nivel del producto bruto per cápita hacia 1896 y, en general, entre los diez países más ricos en los inicios del siglo XX. En la comparación entre países, sin embargo, no se analizaron las causas del desarrollo.
En el caso argentino, al inicio del proceso del desarrollo había un territorio fértil y despoblado. De ahí la percepción de alberdi (“Gobernar es poblar”) y la generosa invitación de la constitución de 1853 en su Preámbulo (“para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”). El país se convirtió en un imán de inmigrantes que, por la escasez de mano de obra y la fertilidad del suelo, recibían mejores remuneraciones que las de sus países de origen. además, había espacio para crear nuevas empresas. El comercio mundial estaba globalizado y la producción agropecuaria tenía mercados. El boom inmigratorio retroalimentó el desarrollo por el crecimiento del mercado interno, lo que abrió oportunidades para la industria y el comercio, que también demandaban trabajadores.
Esas condiciones no se repitieron ni se repetirán. con las guerras de la primera mitad del siglo XX y la crisis del 30, la primera globalización entró en crisis. Países como la argentina pudieron desarrollar industrias sustitutivas de importaciones. En una primera etapa, de sustitución fácil, y en una segunda etapa, de sustitución difícil, con apoyos estatales por sus extraordinarias escalas de inversión. así surgieron las “industrias básicas”, como se denominaban en los años 60 y 70: aluminio, acero, celulosa y papel y petroquímica.
Disponer de tierra sin gente que la trabaje fue una circunstancia histórica que la política de la época supo aprovechar con éxito: así proveyó trabajo y educación. Sin embargo, la conjunción de la ciencia y la tecnología con la acción empresaria era y es el fundamento del desarrollo económico. La argentina no lideró ninguna de las revoluciones tecnológicas de los siglos XIX y XX. aunque hay que señalar un mérito: incorporó velozmente muchas tecnologías en algunas industrias y en forma masiva en el sector agropecuario.
Hoy la bioeconomía argentina es la que más rápido difunde innovaciones y la que tiene la menor huella de carbono del mundo. En los últimos tiempos, aporta innovaciones de base científica que van camino de globalizarse. Sus principales debilidades son la escasa industrialización de la producción primaria y la reducida utilización del riego para limitar el impacto de las sequías y para ampliar la frontera agropecuaria.
Los avances de la agroindustria argentina tienen una explicación institucional: los productores agropecuarios no compiten entre sí, compiten con el mundo y sienten la presión competitiva internacional. Eso facilitó la creación de una extraordinaria red de cooperación privada, tanto formal como informal: los grupos crea, asociaciones como aapresid o las bolsas de comercio y de cereales son organizaciones privadas, como lo es el menos conocido Pacn (Programa argentino de carbono Neutro), que genera herramientas que facilitan del cálculo y la gestión del carbono por producto agroindustrial. En ese entramado está el inta, organismo público que, aunque golpeado por sucesivos gobiernos, sigue siendo una institución con una capilaridad importante en todo el territorio nacional, capaz de aportar a la innovación y a la velocidad de difusión.
Además de la bioeconomía, el país tiene desarrollos en el sector nuclear, satelital, de software, en salud, en empresas grandes y en algunas medianas con capacidad para innovar, y un número prometedor de startups basadas en el conocimiento (EBC).
Sin embargo, en términos relativos, la argentina no tiene una presencia relevante en la revolución científica y tecnológica del siglo XXI. Esa realidad podría cambiar sustancialmente si la política lo permitiese.
Para explicar el rol de la política y el Estado en el desempeño económico, nada mejor que recurrir a algunas citas del economista e historiador estadounidense Douglass North –premio Nobel de Economía en 1993–, que se dedicó a investigar la relación entre el desempeño económico y las instituciones. “aquí precisamente es donde se encuentra el dilema fundamental del desarrollo económico. Si no podemos lograrlo sin el Estado, tampoco podremos obtenerlo con él. ¿cómo lograr que el Estado se conduzca como una tercera parte imparcial?”, escribió North. También destacó que “las características del mercado político son la clave esencial para entender las imperfecciones de los mercados”, y señaló que “la clave son los incentivos que enfrenta el político”.
North distingue a las instituciones (las reglas que estructuran y limitan las interacciones de los individuos) y las organizaciones (grupos de individuos enlazados por una identidad y un objetivo en común). La argentina carece de instituciones y organizaciones para la gestión del desarrollo. En cambio, vive un path dependency (dependencia del camino) o una “rigidez institucional” que determina la repetición de políticas que refuerzan los incentivos y organismos existentes. Hoy los incentivos de los políticos refuerzan el subdesarrollo y la pobreza.
Para ejemplificar menciono cuatro casos: 1) la imposibilidad para aprobar y cumplir los presupuestos públicos con equilibrio, que eviten la inflación y establezcan prioridades de largo plazo; 2) la carencia de incentivos adecuados para los actores del sistema educativo; 3) la carencia de incentivos adecuados para los científicos y tecnólogos y su relación con las empresas; y 4) los incentivos muchas veces perversos de los gobiernos provinciales. Veamos más en detalle cada uno de estos puntos.
1. La Argentina no tiene presupuestos indicativos de largo plazo. Esos presupuestos determinarían los consensos sobre las prioridades del país. Sin consensos de mediano plazo, cada año se aprueban gastos en forma más o menos arbitraria. Los presupuestos se aprueban en pesos, con previsiones inflacionarias inciertas. A la hora de la ejecución presupuestaria, la inflación genera excesos de recaudación que se convierten en recursos discrecionales del Poder Ejecutivo para “hacer política”. La carencia de prioridades nacionales predefinidas y la inflación juegan en favor del interés de los circunstanciales oficialismos. A menudo sirven para fidelizar a gobiernos provinciales u otras formas de clientelismo. Hay también súbitos excesos de gastos o reducción de ingresos, que sirven a intereses electorales, porque cada dos años el Poder Ejecutivo se ve obligado a validarse en elecciones presidenciales o de medio término. Las retenciones a las exportaciones agropecuarias –del sector con más potencial de la sociedad– son parte los incentivos que enfrenta el político: corto plazo, siempre corto plazo que refuerza una precaria gobernabilidad.
2. La educación es competencia de las provincias. La comunidad educativa es compleja: autoridades políticas, funcionarios, supervisores, directores, maestros, alumnos, familias, sindicatos y empresas que requieren personal calificado. Este es el tema crítico del desarrollo. En la sociedad del conocimiento, la competencia entre países es una competencia entre sistemas educativos. La educación es de tiempos largos: no está en la agenda de prioridades de los gobiernos provinciales porque no aporta los votos que sí aportan el empleo público y el clientelismo, particularmente en aquellas provincias con un débil capital social. Por la misma razón, no está entre las prioridades nacionales, al extremo que la Argentina carece de un sofisticado sistema de información sobre el estado de la educación.
3. Existe en el Conicet una Gerencia de Vinculación Tecnológica, pero está lejos de la experiencia de países exitosos en la relación entre el sistema C&T con las empresas. Muy pocas pymes tienen capacidad para sumarse a la innovación y a la interacción con la ciencia y la tecnología a través de la citada gerencia. Es que la reconversión industrial de las pymes tampoco aporta al mercado político, como si aporta, en ocasiones, la apertura comercial indiscriminada, aunque deje tendales de personas sin trabajo. Es que la reconversión productiva lleva tiempo y el mercado político se maneja en la inmediatez. Esto explica la debilidad de una visión prospectiva del futuro científico, tecnológico, productivo y educativo del país, una visión esencial para definir políticas de desarrollo, ciencia, tecnología y educación.
4)
En los países exitosos, particularmente en los federales, la gestión del desarrollo es multinivel, con competencias predefinidas de cada uno de los niveles de gobierno. Para más y mejores empresas con más y mejor empleo es necesaria la reconversión de las pymes y la capacitación laboral. Esa gestión es el provincial. Los gobernadores de las provincias más pequeñas o los de las mineras y petroleras no están interesados en el desarrollo con impacto en el empleo privado. Su lógica es “dinero que fluye de arriba y dinero que se tira hacia abajo” según su interés electoral. Para ese interés, como en la educación, el gasto más eficiente es el clientelismo y el aumento del empleo público; la gestión del desarrollo no aporta votos en el corto plazo. Esa lógica es coherente con la gobernabilidad nacional: la fidelización de diputados y senadores depende, en buena medida, de las transferencias discrecionales del Poder Ejecutivo a esas provincias que, por otra parte, están sobrerepresentadas en el Congreso. Una solución para alinear los intereses de la política provincial con el desarrollo podría ser establecer un régimen de fondos condicionados a la gestión del desarrollo (donde participen empresarios, científicos y el sistema educativo local), y otorgar a las provincias un porcentaje del incremento de los impuestos nacionales y de las cargas sociales que se recauden. Es un ejemplo de cómo el cambio institucional puede cambiar los incentivos que enfrenta el político.
Resolver estos problemas requiere una gobernanza compleja. No es fácil, pero es urgente. Porque, como decía Peter Drucker, el largo plazo no es pensar en decisiones futuras, sino en el futuro de las decisiones presentes. Pero acá aparece la pregunta clave de Douglass North: ¿cómo lograr que el Estado se conduzca como una tercera parte imparcial?
Economista; miembro del Club Político Argentino y de Constituya
En los países exitosos, particularmente en los federales, la gestión del desarrollo es multinivel, con competencias predefinidas de cada uno de los niveles de gobierno. Para más y mejores empresas con más y mejor empleo es necesaria la reconversión de las pymes y la capacitación laboral. Esa gestión es el provincial. Los gobernadores de las provincias más pequeñas o los de las mineras y petroleras no están interesados en el desarrollo con impacto en el empleo privado. Su lógica es “dinero que fluye de arriba y dinero que se tira hacia abajo” según su interés electoral. Para ese interés, como en la educación, el gasto más eficiente es el clientelismo y el aumento del empleo público; la gestión del desarrollo no aporta votos en el corto plazo. Esa lógica es coherente con la gobernabilidad nacional: la fidelización de diputados y senadores depende, en buena medida, de las transferencias discrecionales del Poder Ejecutivo a esas provincias que, por otra parte, están sobrerepresentadas en el Congreso. Una solución para alinear los intereses de la política provincial con el desarrollo podría ser establecer un régimen de fondos condicionados a la gestión del desarrollo (donde participen empresarios, científicos y el sistema educativo local), y otorgar a las provincias un porcentaje del incremento de los impuestos nacionales y de las cargas sociales que se recauden. Es un ejemplo de cómo el cambio institucional puede cambiar los incentivos que enfrenta el político.
Resolver estos problemas requiere una gobernanza compleja. No es fácil, pero es urgente. Porque, como decía Peter Drucker, el largo plazo no es pensar en decisiones futuras, sino en el futuro de las decisiones presentes. Pero acá aparece la pregunta clave de Douglass North: ¿cómo lograr que el Estado se conduzca como una tercera parte imparcial?
Economista; miembro del Club Político Argentino y de Constituya
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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