El pensamiento como medio para conjurar el horror
La guerra en Medio Oriente replantea la pregunta sobre la naturaleza de la violencia
Por Ezequiel Burstein
¿Qué ocurre cuando la experiencia nos desarraiga de nuestras certezas más básicas y supera la capacidad que tenemos para conceptualizar lo real? a fin de cuentas, podríamos decir que conceptualizar es algo así como llamar a las cosas por su nombre: institución de lo simbólico a partir del caos de lo fenoménico, a fin de entender y aprehender el mundo que nos rodea. pero ¿qué pasa cuando nos encontramos con un límite radical que, como un golpe –mudo pero certero– se nos impone desde afuera y nos despoja de cualquier capacidad para nombrar la realidad? ¿Qué hacer con el material de nuestra percepción, si no lo podemos procesar intelectualmente? Esta sensación paralizante de no poder siquiera darle un nombre a lo que vemos es lo que se conoce teóricamente como el problema en torno a los límites de la representación, sobre todo en los estudios sobre la Shoá y otras experiencias del mal radical en el pasado reciente.
¿Qué ocurre cuando la experiencia nos desarraiga de nuestras certezas más básicas y supera la capacidad que tenemos para conceptualizar lo real? a fin de cuentas, podríamos decir que conceptualizar es algo así como llamar a las cosas por su nombre: institución de lo simbólico a partir del caos de lo fenoménico, a fin de entender y aprehender el mundo que nos rodea. pero ¿qué pasa cuando nos encontramos con un límite radical que, como un golpe –mudo pero certero– se nos impone desde afuera y nos despoja de cualquier capacidad para nombrar la realidad? ¿Qué hacer con el material de nuestra percepción, si no lo podemos procesar intelectualmente? Esta sensación paralizante de no poder siquiera darle un nombre a lo que vemos es lo que se conoce teóricamente como el problema en torno a los límites de la representación, sobre todo en los estudios sobre la Shoá y otras experiencias del mal radical en el pasado reciente.
Justamente, no saber cómo lidiar lingüísticamente con nuestra experiencia empírica de lo que percibimos nos pone en una situación de angustia frente a lo que, hasta ese momento, constituía nuestra herramienta simbólica fundamental: el lenguaje. Sentir el límite de nuestra capacidad significante frente a lo que no somos capaces de ubicar en una cadena simbólica de lo conocido no es un fenómeno cotidiano; es del orden de lo inesperado, es disruptivo. Nos saca de nuestro eje y, por eso, nos angustia. No entender es angustiante, es desesperante: explicación posible de sensaciones que muchos venimos experimentando a partir del 7 de octubre.
No se entiende cómo una persona puede, voluntariamente, degollar y quemar vivos a niños y bebés; no se entiende cómo una persona puede asesinar padres delante de sus hijos, abuelos delante de sus nietos; cómo se puede violar adolescentes para luego exhibirlas ante la masa que filma y festeja, rebosante de sadismo y lascivia. No se entiende. Todos estos actos barbáricos, realizados con la voluntad explícita de que sean difundidos y reproducidos la mayor cantidad de veces posible. Ninguna máscara, ningún ocultamiento. Ninguna represión. Viralización deliberada, distribución contagiosa del peor mal; propagación al infinito.
La idea que se impone en primer lugar es la de la locura, el delirio: poder llevar a cabo estas acciones parecería requerir necesariamente de un radical salirse-de-los-cabales. El término “delirio” tiene su etimología en el campo: significa un corrimiento con respecto a la “lira”, el surco sobre el que se siembra lo que luego devendrá cosecha; actitud irracional, ya que implica una pérdida innecesaria en la ganancia futura. Delirio, entonces: la irracionalidad total como vía de explicación de hechos para los que, a primera vista, no encontramos ninguna.
Tampoco se entiende cómo personas supuestamente pensantes, a favor de la defensa de los derechos humanos, autopercibidas progresistas (en referencia, claro, al progreso de la humanidad), hayan tomado y sigan sosteniendo la vergonzosa decisión ético-política de no condenar públicamente los hechos del 7 de octubre. a partir de las múltiples expresiones de personalidades políticas, culturales e intelectuales asociadas a la esfera de “la izquierda”, la siempre compleja y delicada relación entre antisionismo (posición crítica o muchas veces directamente hostil hacia el Estado de Israel) y antisemitismo (odio o prejuicio hacia personas judías) está sufriendo una metamorfosis a la luz del día. La falta rotunda de condena devela un disfraz cínico de corrección política; se ve que quien no es capaz de denunciar la atrocidad de estos crímenes sin recurrir a matices justificativos históricos y geopolíticos no es otra cosa que una expresión más del antisemitismo como patología social, endemia histórica de la humanidad. La particularidad, creo, descansa en el hecho de que este antisemitismo viene acompañado del cleanse ideológico de las teorías poscolonialistas, que le permiten existir sin levantar sospecha alguna.
En el contexto de la argentina y de la gravedad específica de la noción de desaparecido, ¿qué coherencia podemos deducir cuando un sector de la sociedad que se presenta como garante de la memoria no puede aplicar su capacidad de discernimiento moral para denunciar la desaparición forzada de más de doscientas personas, entre ellos bebés y niños? Sobre todo, en un momento en el que el presidente pone en cuestión este consenso fundamental de la sociedad argentina.
La elección personal y colectiva de priorizar el apoyo a un liderazgo político manifiestamente criminal, terrorista, fundamentalista e intolerante confirma la lógica de la doble vara, que confiere un peso mayor a alianzas políticas que a la capacidad humana más básica: la de efectuar un juicio racional que habilite la posibilidad de la empatía por sobre cualquier estrategia orientada por el interés. El poder del deseo, el poder de la imaginación: la creencia en una idea tranquilizadora pone en marcha la industria de la imaginación interna, operando como fundamento para la paz interior del individuo. El clonazepam moral de cada día, calmante ideal para la conciencia del sujeto biempensante.
Frente a las posturas no condenatorias, no me queda más remedio que pensar que el deseo ha acabado por tomar las riendas de la percepción, nublando el sano juicio y perdiendo cualquier tipo de capacidad crítica. El deseo de creer como motorización de la más poderosa facultad creativa del ser humano: la capacidad imaginativa. “La imaginación crea, independiza en imágenes, corporaliza; sobre la blanda almohada de la imaginación hace sus siestas la inteligencia”, afirma el filósofo Ludwig Feuerbach. O bien esto, o bien se trata de posiciones informadas por un profundo y, ahora sí, explícito antisemitismo. No veo mucha más alternativa.
Que quede claro: la fatalidad de la situación en Gaza es gravísima y toda muerte civil debe ser condenada. Con respecto a esto no se puede ser ambiguo. Las noticias diarias son desastrosas y nos desarman, más allá del odio antisemita que inflaman. Sin embargo, hay una diferencia fundamental: se dan en el contexto (lamentable, desde ya) de una guerra causada por una agresión no solo terrible y explícita, sino sobre todo muy puntual; una guerra para la cual no se estaría vislumbrando una resolución a corto plazo, y que vuelve a poner sobre la mesa la imperiosa necesidad de una solución política entre Israel y palestina que implique necesariamente la existencia de dos Estados vecinos como la más importante garantía para una paz durable.
La situación suscita, una vez más, la pregunta por la naturaleza de la violencia y su inherente e hiperbólica potencia destructiva; no se ve, a simple vista, cómo la violencia no genere más violencia. La necesidad de la liberación y vuelta a casa de todos los rehenes es tan importante como un cese al fuego que proteja a la población civil palestina. pero, aún en ese improbable caso ¿qué se hace con Hamas? ¿Cómo se convive en el mismo consorcio con un vecino cuya primera intervención en la asamblea general es dejar en claro que te quiere asesinar y tirar por el balcón? ¿Qué futuro de convivencia pacífica puede haber? preguntas fundamentales que nos hacemos hoy en día todos aquellos que tenemos algún vínculo con Israel.
Hoy hice el ejercicio de volver a ver algunos videos y fotografías del 7/10, disponibles en https://www.hamas-massacre.net/, uno de los sitios que se han tomado el trabajo de recopilar todo el material audiovisual disponible del ataque. El contenido es crudo; hay cosas muy difíciles de ver. Me ocurrió lo siguiente:
La primera reacción ante las imágenes es la de decir no: expresión verbal de la negación más básica contra lo que la psiquis sabe que debe oponer una barrera. Decir no: negación de la veracidad de los hechos, de la condición de posibilidad misma de que sean lo que son.
Un video de al menos diez cuerpos sin vida amontonados en el suelo, ensangrentados, en el festival Nova. No. La imagen de una pareja, quemados vivos dentro de un auto; expresiones de horror inmortalizadas en sus rostros carbonizados. No. Un bebé quemado en vida, irreconocible. No, no, no.
La voluntad de negar lo que veo se sucede de forma irrefrenable; creo que la necesito. La enunciación fonética de la negación se revela así como mecanismo psíquico para lidiar con el horror.
La segunda reacción, aún más corporal: ganas viscerales de vomitar, urgencia por devolver. rechazar por vía digestiva lo que el cuerpo recibe a través de los ojos. Contradigestion ética como rechazo ontológico: no puedo consumir esto; ergo, no puede ser. Si el ser humano es lo que come, no puede más que devolver esta ingesta de imágenes, una verdadera dietética de la intoxicación para cualquier cuerpo que se preste a vivir.
¿Qué hacer con tantas imágenes circulando por redes sociales y
la falta de condena revela un disfraz cínico de corrección política
la situación en gaza es gravísima y toda muerte civil debe ser condenada
medios masivos de comunicación? La deriva informática impuesta a la fuerza por algoritmos tailormade a la singularidad de cada usuarioconsumidor. La sobre-representación del mal radical contrasta con la falta de recursos intelectuales para comprenderlo.
Una de las problemáticas cruciales aquí es que tanta representación aturde, ensordece y vuelve opaco lo que pretende aclarar. La imagen en su reproducción total no hace más que obturar el pensamiento, porque sigue la lógica del nonstop: el feed no se detiene nunca, siempre dispone de algo nuevo para darnos de comer. El contenido parecería ser siempre inagotable, en indirecta proporcionalidad a la capacidad de atención del sujeto. “Nadie puede pensar a menos que se detenga”, decía Hannah Arendt en una entrevista. Una verdad perenne.
En el lugar de la reflexión y de la mesura, la dinámica de la reproducción iterativa que tiende al infinito impone la necesidad ficticia de la bipolaridad: o se está de un lado –el bien, la consciencia tranquila– o se está del otro –el mal, la culpa. Pero este posicionamiento irreflexivo no puede existir sin su necesaria publicidad, condición de posibilidad sine qua non. Pareciera que, bajo esta lógica maniquea y peligrosa, no puede haber toma de postura alguna sin cumplir al mismo tiempo con su naturaleza pública: hay que elegir un bando, y tan pronto como se lo elija, hay que comunicarlo. Si no lo publico, no existe; posteo, luego existo como sujeto moral. Cartesianismo woke del siglo XXI.
Esta dinámica de la inmediatez tiene como consecuencia la imposibilidad de toda postura matizada; lo brutalmente efímero de las redes reclama un posicionamiento instantáneo. Contra al proceso discursivo del pensamiento, que mediatiza lingüísticamente entre sentimiento y acto, la opinión es inmediata; no puede ser de otra forma, su dinámica dicotómica así lo exige. Lo cual tiene como gravísimo corolario la imposición del condicional “si no estás con nosotros, estás con los otros”. Disciplinamiento moral como cancelación de toda disidencia, muerte del pensamiento crítico y de cualquier posibilidad de diálogo.
Sin embargo, frente a la frustración de la aporía, cabe recordar una frase que me acompaña desde mis años de adolescencia: “Al antisemitismo no se lo discute, se lo combate”. ¿Por qué esta frase? Porque se trata de una sentencia que, en su simpleza, habilita un cambio de actitud frente a lo dado. De pronto, el pensamiento ya no es más mero pensamiento: se vuelve una herramienta de combate, un arma contra la desesperanza colectiva, una posibilidad de encuentro. En resumen: el pensamiento como perspectiva de futuro, como apertura a lo desconocido, a lo otro. La imposibilidad inicial de nombrar, transformada en posibilidad de pensar. Y, contra a la impotencia generada por el delirio masivo que pareciera apoderarse del mundo, otra cita de Arendt para tener a mano: “Es preferible estar en desunión con el resto del mundo que con uno mismo, pues yo soy una unidad. De lo contrario, surge un conflicto interior que se hace insoportable”.
No se entiende cómo una persona puede, voluntariamente, degollar y quemar vivos a niños y bebés; no se entiende cómo una persona puede asesinar padres delante de sus hijos, abuelos delante de sus nietos; cómo se puede violar adolescentes para luego exhibirlas ante la masa que filma y festeja, rebosante de sadismo y lascivia. No se entiende. Todos estos actos barbáricos, realizados con la voluntad explícita de que sean difundidos y reproducidos la mayor cantidad de veces posible. Ninguna máscara, ningún ocultamiento. Ninguna represión. Viralización deliberada, distribución contagiosa del peor mal; propagación al infinito.
La idea que se impone en primer lugar es la de la locura, el delirio: poder llevar a cabo estas acciones parecería requerir necesariamente de un radical salirse-de-los-cabales. El término “delirio” tiene su etimología en el campo: significa un corrimiento con respecto a la “lira”, el surco sobre el que se siembra lo que luego devendrá cosecha; actitud irracional, ya que implica una pérdida innecesaria en la ganancia futura. Delirio, entonces: la irracionalidad total como vía de explicación de hechos para los que, a primera vista, no encontramos ninguna.
Tampoco se entiende cómo personas supuestamente pensantes, a favor de la defensa de los derechos humanos, autopercibidas progresistas (en referencia, claro, al progreso de la humanidad), hayan tomado y sigan sosteniendo la vergonzosa decisión ético-política de no condenar públicamente los hechos del 7 de octubre. a partir de las múltiples expresiones de personalidades políticas, culturales e intelectuales asociadas a la esfera de “la izquierda”, la siempre compleja y delicada relación entre antisionismo (posición crítica o muchas veces directamente hostil hacia el Estado de Israel) y antisemitismo (odio o prejuicio hacia personas judías) está sufriendo una metamorfosis a la luz del día. La falta rotunda de condena devela un disfraz cínico de corrección política; se ve que quien no es capaz de denunciar la atrocidad de estos crímenes sin recurrir a matices justificativos históricos y geopolíticos no es otra cosa que una expresión más del antisemitismo como patología social, endemia histórica de la humanidad. La particularidad, creo, descansa en el hecho de que este antisemitismo viene acompañado del cleanse ideológico de las teorías poscolonialistas, que le permiten existir sin levantar sospecha alguna.
En el contexto de la argentina y de la gravedad específica de la noción de desaparecido, ¿qué coherencia podemos deducir cuando un sector de la sociedad que se presenta como garante de la memoria no puede aplicar su capacidad de discernimiento moral para denunciar la desaparición forzada de más de doscientas personas, entre ellos bebés y niños? Sobre todo, en un momento en el que el presidente pone en cuestión este consenso fundamental de la sociedad argentina.
La elección personal y colectiva de priorizar el apoyo a un liderazgo político manifiestamente criminal, terrorista, fundamentalista e intolerante confirma la lógica de la doble vara, que confiere un peso mayor a alianzas políticas que a la capacidad humana más básica: la de efectuar un juicio racional que habilite la posibilidad de la empatía por sobre cualquier estrategia orientada por el interés. El poder del deseo, el poder de la imaginación: la creencia en una idea tranquilizadora pone en marcha la industria de la imaginación interna, operando como fundamento para la paz interior del individuo. El clonazepam moral de cada día, calmante ideal para la conciencia del sujeto biempensante.
Frente a las posturas no condenatorias, no me queda más remedio que pensar que el deseo ha acabado por tomar las riendas de la percepción, nublando el sano juicio y perdiendo cualquier tipo de capacidad crítica. El deseo de creer como motorización de la más poderosa facultad creativa del ser humano: la capacidad imaginativa. “La imaginación crea, independiza en imágenes, corporaliza; sobre la blanda almohada de la imaginación hace sus siestas la inteligencia”, afirma el filósofo Ludwig Feuerbach. O bien esto, o bien se trata de posiciones informadas por un profundo y, ahora sí, explícito antisemitismo. No veo mucha más alternativa.
Que quede claro: la fatalidad de la situación en Gaza es gravísima y toda muerte civil debe ser condenada. Con respecto a esto no se puede ser ambiguo. Las noticias diarias son desastrosas y nos desarman, más allá del odio antisemita que inflaman. Sin embargo, hay una diferencia fundamental: se dan en el contexto (lamentable, desde ya) de una guerra causada por una agresión no solo terrible y explícita, sino sobre todo muy puntual; una guerra para la cual no se estaría vislumbrando una resolución a corto plazo, y que vuelve a poner sobre la mesa la imperiosa necesidad de una solución política entre Israel y palestina que implique necesariamente la existencia de dos Estados vecinos como la más importante garantía para una paz durable.
La situación suscita, una vez más, la pregunta por la naturaleza de la violencia y su inherente e hiperbólica potencia destructiva; no se ve, a simple vista, cómo la violencia no genere más violencia. La necesidad de la liberación y vuelta a casa de todos los rehenes es tan importante como un cese al fuego que proteja a la población civil palestina. pero, aún en ese improbable caso ¿qué se hace con Hamas? ¿Cómo se convive en el mismo consorcio con un vecino cuya primera intervención en la asamblea general es dejar en claro que te quiere asesinar y tirar por el balcón? ¿Qué futuro de convivencia pacífica puede haber? preguntas fundamentales que nos hacemos hoy en día todos aquellos que tenemos algún vínculo con Israel.
Hoy hice el ejercicio de volver a ver algunos videos y fotografías del 7/10, disponibles en https://www.hamas-massacre.net/, uno de los sitios que se han tomado el trabajo de recopilar todo el material audiovisual disponible del ataque. El contenido es crudo; hay cosas muy difíciles de ver. Me ocurrió lo siguiente:
La primera reacción ante las imágenes es la de decir no: expresión verbal de la negación más básica contra lo que la psiquis sabe que debe oponer una barrera. Decir no: negación de la veracidad de los hechos, de la condición de posibilidad misma de que sean lo que son.
Un video de al menos diez cuerpos sin vida amontonados en el suelo, ensangrentados, en el festival Nova. No. La imagen de una pareja, quemados vivos dentro de un auto; expresiones de horror inmortalizadas en sus rostros carbonizados. No. Un bebé quemado en vida, irreconocible. No, no, no.
La voluntad de negar lo que veo se sucede de forma irrefrenable; creo que la necesito. La enunciación fonética de la negación se revela así como mecanismo psíquico para lidiar con el horror.
La segunda reacción, aún más corporal: ganas viscerales de vomitar, urgencia por devolver. rechazar por vía digestiva lo que el cuerpo recibe a través de los ojos. Contradigestion ética como rechazo ontológico: no puedo consumir esto; ergo, no puede ser. Si el ser humano es lo que come, no puede más que devolver esta ingesta de imágenes, una verdadera dietética de la intoxicación para cualquier cuerpo que se preste a vivir.
¿Qué hacer con tantas imágenes circulando por redes sociales y
la falta de condena revela un disfraz cínico de corrección política
la situación en gaza es gravísima y toda muerte civil debe ser condenada
medios masivos de comunicación? La deriva informática impuesta a la fuerza por algoritmos tailormade a la singularidad de cada usuarioconsumidor. La sobre-representación del mal radical contrasta con la falta de recursos intelectuales para comprenderlo.
Una de las problemáticas cruciales aquí es que tanta representación aturde, ensordece y vuelve opaco lo que pretende aclarar. La imagen en su reproducción total no hace más que obturar el pensamiento, porque sigue la lógica del nonstop: el feed no se detiene nunca, siempre dispone de algo nuevo para darnos de comer. El contenido parecería ser siempre inagotable, en indirecta proporcionalidad a la capacidad de atención del sujeto. “Nadie puede pensar a menos que se detenga”, decía Hannah Arendt en una entrevista. Una verdad perenne.
En el lugar de la reflexión y de la mesura, la dinámica de la reproducción iterativa que tiende al infinito impone la necesidad ficticia de la bipolaridad: o se está de un lado –el bien, la consciencia tranquila– o se está del otro –el mal, la culpa. Pero este posicionamiento irreflexivo no puede existir sin su necesaria publicidad, condición de posibilidad sine qua non. Pareciera que, bajo esta lógica maniquea y peligrosa, no puede haber toma de postura alguna sin cumplir al mismo tiempo con su naturaleza pública: hay que elegir un bando, y tan pronto como se lo elija, hay que comunicarlo. Si no lo publico, no existe; posteo, luego existo como sujeto moral. Cartesianismo woke del siglo XXI.
Esta dinámica de la inmediatez tiene como consecuencia la imposibilidad de toda postura matizada; lo brutalmente efímero de las redes reclama un posicionamiento instantáneo. Contra al proceso discursivo del pensamiento, que mediatiza lingüísticamente entre sentimiento y acto, la opinión es inmediata; no puede ser de otra forma, su dinámica dicotómica así lo exige. Lo cual tiene como gravísimo corolario la imposición del condicional “si no estás con nosotros, estás con los otros”. Disciplinamiento moral como cancelación de toda disidencia, muerte del pensamiento crítico y de cualquier posibilidad de diálogo.
Sin embargo, frente a la frustración de la aporía, cabe recordar una frase que me acompaña desde mis años de adolescencia: “Al antisemitismo no se lo discute, se lo combate”. ¿Por qué esta frase? Porque se trata de una sentencia que, en su simpleza, habilita un cambio de actitud frente a lo dado. De pronto, el pensamiento ya no es más mero pensamiento: se vuelve una herramienta de combate, un arma contra la desesperanza colectiva, una posibilidad de encuentro. En resumen: el pensamiento como perspectiva de futuro, como apertura a lo desconocido, a lo otro. La imposibilidad inicial de nombrar, transformada en posibilidad de pensar. Y, contra a la impotencia generada por el delirio masivo que pareciera apoderarse del mundo, otra cita de Arendt para tener a mano: “Es preferible estar en desunión con el resto del mundo que con uno mismo, pues yo soy una unidad. De lo contrario, surge un conflicto interior que se hace insoportable”.
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