Milei, león y domador al mismo tiempo
El presidente libertario es nuevo en la política, pero está lejos de ser original
Por Sergio Suppo
Javier Milei traza una línea y define un nuevo mundo. De su lado, los buenos. En la otra orilla, los malos. Gente de bien, los propios; comunistas y coimeros, los otros.
El presidente está edificando un universo personal mientras construye su épica de gestión en reemplazo de la épica del candidato. Se parecen, pero no son lo mismo; antes eran solo palabras, ahora son hechos defendidos con palabras.
En ese trámite, Milei le pone nombre a su razón de ser en la política, identifica a sus enemigos y los pone en la mira. Es una forma sencilla de señalar los obstáculos a derribar y de usarlos como triunfos o excusas, según resulte su viaje por el poder.
Un día león, otro día domador, introduce un hecho contundente por semana en apenas los primeros 20 días de su mandato.
Apenas asumió, Milei instaló un drástico plan de medidas de ajuste con el objetivo de evitar una hiperinflación. Siete días después hizo propio el trabajo que Federico Sturzenegger había preparado para la candidata patricia Bullrich y decretó una desregulación con beneficiados y heridos.
En la tercera semana, envió al Congreso una ley ómnibus tan larga que parece un tren. Es un catálogo de cambios, algunos de ellos estructurales, que resume los propósitos del candidato que acaba de convertirse en presidente.
Milei parece querer hacerlo todo ahora. En realidad, lo que busca son las herramientas para desarrollar su mandato. Le interesa más lo que le falta que lo que tiene.
El libertario es nuevo en la política, pero no es original. Como todos sus antecesores de los últimos 35 años, en nombre de la emergencia crónica de la argentina y de la necesidad de refundar otra vez el país, pide al Congreso las facultades que la Constitución le reservó al propio parlamento.
Juan Bautista alberdi diseñó aquel texto basado en la Constitución de los Estados Unidos y en su experiencia política chilena, donde la acentuación del presidencialismo aparecía como el remedio para someter a las resistencias y oposiciones.
La Constitución nunca fue suficiente para ningún presidente argentino. Los que no quisieron reformarla en su beneficio, fueron al Congreso a pedir más facultades en desmedro de los otros dos poderes, el mismo Legislativo y la Justicia.
En el proyecto presentado el martes, como en el extenso decreto de necesidad y urgencia firmado la semana anterior, Milei sigue la misma ruta que los presidentes de la casta que vino a reemplazar.
El país gira en torno al nuevo presidente y el viejo universo político, fracturado y con los liderazgos en crisis, queda obligado a un brusco rediseño. Otro tanto ocurre con el mundo económico, donde los arrestos desreguladores sorprenden a grupos empresarios que no esperaban la habilitación para nuevos jugadores en su sector, o en la reposición de normas de competencia anuladas durante décadas por una maraña de regulaciones y preceptos pensados para el ventajismo.
El hartazgo con el fracaso repetido generó una conciencia tal en una parte importante del electorado que Milei pudo irrumpir y embestir contra la naturalización de un mundo de reglas disparatadas que habían suplantado las formas con las que se maneja el capitalismo en la mayoría de los países del mundo.
Milei opera para afianzar su poder cuando todavía no perdió el consenso inicial. Nadie de los integrantes del 56% que lo consagró presidente en la primera vuelta se permite todavía cuestionarlo, por la simple razón que sería criticarse a sí mismo por la decisión de votarlo.
El libertario hace flamear esa fortaleza efímera y con todo derecho se aferra a ella para disparar una serie de medidas que pretenden encauzar una mutación que llevará años.
Los votos siempre dan legitimidad para todo el mandato, pero jamás garantizan popularidad eterna. El apoyo que hoy tiene Milei podrá crecer o esfumarse según empiecen a valorarse los resultados de su gestión. Es por eso por lo que se apura a poner todo en el primer momento.
Estos días de su esplendor coinciden con el derrumbe del sistema político y el comienzo de una reconstrucción impredecible. Milei tiene una enorme oportunidad de construir el oficialismo que no tiene juntando entre los restos de esa casta, como también del vasto universo de relaciones con las organizaciones sociales, los gremios y los grupos empresarios
Entre los muchos blanqueos –en eso tampoco es original– que se propone poner en marcha está incluido el blanqueo de los dirigentes tradicionales que se decidan a cruzar la línea que separa el bien del mal establecido por el propio Milei.
La ley ómnibus, en el Congreso, puede servir para ver si el presidente reúne nuevas fuerzas a partir de numerosas conversiones al credo libertario procedentes del pro, de ciertas zonas del peronismo y hasta del radicalismo.
¿León o domador? Un día ataca a sus congéneres políticos y se permite desconocer el valor de un parlamento en un sistema republicano. amenaza reemplazar la deliberación del Congreso por un régimen plebiscitario que valide o rechace sus dictados.
“Son coimeros”, dice y no identifica a nadie. En la generalización está la idea de presentar al resto como “la casta”, una categoría que ahora, desde lo alto del poder, Milei puede usar para juzgar y condenar a quien se le ocurra. reemplaza la obligación de una denuncia concreta por la instalación de una creencia. Sus seguidores deben entonces creer que los opositores son coimeros.
En el uso del látigo, Milei también exhibe su zanahoria. Está ofreciendo subirse a una fuerza, entrar en una nueva era y estar con él en el poder.
No es poco y es bastante audaz. Está extremando sus posibilidades en el mejor momento para construir un nuevo liderazgo. Todo ocurre en medio del estallido inflacionario con recesión incluida que sigue al desastre que dejó el kirchnerismo. El fin de año no podía ser más intenso.
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El derecho a la protesta y la necesidad de preservar el orden público
Norma Morandini
Acuerdos sin espadas son solo palabras, escribió el filósofo inglés Thomas Hobbes, hijo de las guerras civiles en la Inglaterra del siglo XVII. Tres siglos después, otros terrores vencieron a las espadas. ¿Y acaso no son palabras las normativas que consagran los derechos universales, nacidos tras los horrores del nazismo? Sin usar las armas, con solo palabras, obligan a los Estados a proteger a los ciudadanos de las opresiones, los abusos y la crueldad. Una filosofía jurídica nacida 75 años atrás a la que adhirieron la mayoría de las constituciones democráticas, incluida la nuestra.
Fue también el recuerdo del terror el que impulso a los constituyentes del 94 a incorporar en la Constitución reformada una decena de tratados internacionales de derechos humanos. Una forma, también, de decirle al mundo que la Argentina se comprometía con el sistema democrático. Sin embargo, se postergó el debate en relación al papel del Estado como garante y armonizador de esos derechos para responder a los desafíos de la nueva filosofía jurídica. ¿ Qué instrumentos tiene el Estado para regular el derecho a la protesta sin contrariar sus compromisos con el sistema internacional de derechos humanos? ¿Son los derechos absolutos y por eso innegociables? ¿Las demandas que sí son negociables pueden equipararse con derechos? ¿Pueden las leyes limitar los derechos? ¿Hay jerarquía entre los derechos o su única limitación es la responsabilidad en su ejercicio? Un debate fascinante cuando se hace de buena fe, actualizado por la reciente puja entre la manifestación política del Polo obrero y el protocolo de la ministra Patricia Bullrich.
A juzgar por la militarización de las calles y la protesta como poder de extorsión política, no podemos salir de la falsa disyuntiva del “dejar hacer” o “reprimir”. Palabras mal connotadas, que tergiversaron su verdadero significado y cancelaron el debate en torno a la tensión entre la normativa de derechos humanos y los delitos tipificados en el Código Penal. Para que no queden dudas, la protesta es un derecho, como lo es la expresión libre, sin persecución a la opinión. Se reprime el delito. No la protesta. El Estado como garante del orden público debe tener fuerzas de seguridad profesionales, subordinadas a la ley democrática, capaces de impedir el delito sin abuso de poder. A su vez, ni el derecho a la protesta como el libre decir deben incitar a la violencia, tal como establece la biblia de los derechos humanos en el continente, el Pacto de San José de Costa rica. Como se trata de palabras que vencen a las espadas, las nuestras no han sido especialmente amorosas ni respetuosas. Por el contrario, la apropiación ideológica de los derechos humanos y la utilización política de las victimas desvirtuaron la igualdad de derechos y cargaron las palabras con dinamita verbal.
La crisis económica justifica los reclamos, pero sobrevive una concepción de poder que hace de la calle el lugar de la expresión política. No la palabra del Parlamento, donde se aprende a argumentar y a persuadir. No deja de ser paradójico que el sistema democrático habilita bancas en el Congreso para aquellos que descreen de la democracia y no aceptan la división de poderes de la república
Existe entre nosotros una larga tradición de utilizar las plazas para protestar o festejar. Pero fue la crisis de los desocupados en el final de la década del 90 la que inauguró la modalidad de los “piquetes”. La violencia policial dejó muertos: la docente Teresa rodriguez, los jóvenes Costeki y Santillan, dos nombres que simbolizan la perturbadora cifra de muertos en democracia. Muertes que pudieron evitarse ya que fueron causades por la omisión o la complicidad del Estado. Pero propiciaron “la ideología de la víctima”, un aspecto de la sociedad moderna del que se ha ocupado extensamente el ensayista italiano Daniele Gigliole. No se trata de las victimas reales a las que Estado debe proteger y a las que debemos ofrecer comprensión y compasión, sino de los liderazgos crecidos al amparo de esos despojos. “Ser víctima da prestigio, exige atención, fomenta el reconocimiento, activa un potente generador de identidad y da derechos. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia”, se lee en su libro Crítica de la víctima, en el que analiza un fenómeno fácil de reconocer en Argentina. “La ideología victimista es hoy el primer disfraz de las razones de los fuertes…la víctima es irresponsable, no responde de nada, no tiene necesidad de justificarse: es el sueño de cualquier tipo de poder”.
Así, la protesta social ejerció una superioridad moral sobre el fastidio de los que tienen igual derecho a circular por las calles. Insisto, no se trata de las víctimas reales sino de los que lucran con ese sufrimiento, hablan en su nombre, se erigen en líderes y en lugar de respetarlas en su dignidad, la hieren. Como destaca el historiador Christopher Lasch: “Por causa de la victimización acabamos afrontando la vida no como sujetos éticos, activos, sino como víctimas pasivas y la protesta política deriva en un lloriqueo de autoconmiseración”. Aprendí a desconfiar de los que invocan a los muertos para hacer política. La vida me enseño que, en general, el que sufrió realmente vive con pudor y en silencio su dolor.
Los derechos humanos son una ideología de vida, no de muerte. Cuando se trata de salvar personas de la opresión, la dignidad de la vida humana se impone como un valor universal . Los derechos no pueden ser moneda de negociación. Pero ser sujeto de derechos no entraña ninguna superioridad moral, sino el compromiso de acatar las reglas de la convivencia en una sociedad de iguales. El compromiso mínimo con los derechos humanos es aceptar esa deliberación, porque el diálogo y la negociación son inherentes al sistema democrático. A su vez, para proteger el igualmente legítimo derecho a circular, la regulación de ese equilibrio debe ser razonable y gradual. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en 2002, estableció que el derecho a protestar no es absoluto y debe ser regulado con la limitación del tiempo, forma y lugar, en beneficio del bien público, sin intervenir en el contenido de la demanda. La custodia del “orden público” incluye a los que protestan como a los que circulan. Es ahí cuando el Estado debe acudir a reglas claras, apegadas a los estándares del sistema internacional. No para menoscabar la protesta sino para encauzarla dentro del marco constitucional.
Años de malversar la misma idea de derechos humanos, cancelar la deliberación y propiciar la victimización postergaron la evolución de una cultura auténticamente democrática. Años de gobernar por decreto maniataron el Parlamento, que al delegar sus facultades de legislar y de control le entregó al Ejecutivo un lazo con el que después se enlazó y maniató al Congreso, lo que explica, en parte, la raíz política de la dramática crisis económica. Por eso es saludable que el debate en torno al descalabro económico esté enmarcado en las palabras constitucionales para que compartamos el lenguaje común de la democracia: el diálogo para resolver los conflictos en paz. Sin espadas.
Javier Milei traza una línea y define un nuevo mundo. De su lado, los buenos. En la otra orilla, los malos. Gente de bien, los propios; comunistas y coimeros, los otros.
El presidente está edificando un universo personal mientras construye su épica de gestión en reemplazo de la épica del candidato. Se parecen, pero no son lo mismo; antes eran solo palabras, ahora son hechos defendidos con palabras.
En ese trámite, Milei le pone nombre a su razón de ser en la política, identifica a sus enemigos y los pone en la mira. Es una forma sencilla de señalar los obstáculos a derribar y de usarlos como triunfos o excusas, según resulte su viaje por el poder.
Un día león, otro día domador, introduce un hecho contundente por semana en apenas los primeros 20 días de su mandato.
Apenas asumió, Milei instaló un drástico plan de medidas de ajuste con el objetivo de evitar una hiperinflación. Siete días después hizo propio el trabajo que Federico Sturzenegger había preparado para la candidata patricia Bullrich y decretó una desregulación con beneficiados y heridos.
En la tercera semana, envió al Congreso una ley ómnibus tan larga que parece un tren. Es un catálogo de cambios, algunos de ellos estructurales, que resume los propósitos del candidato que acaba de convertirse en presidente.
Milei parece querer hacerlo todo ahora. En realidad, lo que busca son las herramientas para desarrollar su mandato. Le interesa más lo que le falta que lo que tiene.
El libertario es nuevo en la política, pero no es original. Como todos sus antecesores de los últimos 35 años, en nombre de la emergencia crónica de la argentina y de la necesidad de refundar otra vez el país, pide al Congreso las facultades que la Constitución le reservó al propio parlamento.
Juan Bautista alberdi diseñó aquel texto basado en la Constitución de los Estados Unidos y en su experiencia política chilena, donde la acentuación del presidencialismo aparecía como el remedio para someter a las resistencias y oposiciones.
La Constitución nunca fue suficiente para ningún presidente argentino. Los que no quisieron reformarla en su beneficio, fueron al Congreso a pedir más facultades en desmedro de los otros dos poderes, el mismo Legislativo y la Justicia.
En el proyecto presentado el martes, como en el extenso decreto de necesidad y urgencia firmado la semana anterior, Milei sigue la misma ruta que los presidentes de la casta que vino a reemplazar.
El país gira en torno al nuevo presidente y el viejo universo político, fracturado y con los liderazgos en crisis, queda obligado a un brusco rediseño. Otro tanto ocurre con el mundo económico, donde los arrestos desreguladores sorprenden a grupos empresarios que no esperaban la habilitación para nuevos jugadores en su sector, o en la reposición de normas de competencia anuladas durante décadas por una maraña de regulaciones y preceptos pensados para el ventajismo.
El hartazgo con el fracaso repetido generó una conciencia tal en una parte importante del electorado que Milei pudo irrumpir y embestir contra la naturalización de un mundo de reglas disparatadas que habían suplantado las formas con las que se maneja el capitalismo en la mayoría de los países del mundo.
Milei opera para afianzar su poder cuando todavía no perdió el consenso inicial. Nadie de los integrantes del 56% que lo consagró presidente en la primera vuelta se permite todavía cuestionarlo, por la simple razón que sería criticarse a sí mismo por la decisión de votarlo.
El libertario hace flamear esa fortaleza efímera y con todo derecho se aferra a ella para disparar una serie de medidas que pretenden encauzar una mutación que llevará años.
Los votos siempre dan legitimidad para todo el mandato, pero jamás garantizan popularidad eterna. El apoyo que hoy tiene Milei podrá crecer o esfumarse según empiecen a valorarse los resultados de su gestión. Es por eso por lo que se apura a poner todo en el primer momento.
Estos días de su esplendor coinciden con el derrumbe del sistema político y el comienzo de una reconstrucción impredecible. Milei tiene una enorme oportunidad de construir el oficialismo que no tiene juntando entre los restos de esa casta, como también del vasto universo de relaciones con las organizaciones sociales, los gremios y los grupos empresarios
Entre los muchos blanqueos –en eso tampoco es original– que se propone poner en marcha está incluido el blanqueo de los dirigentes tradicionales que se decidan a cruzar la línea que separa el bien del mal establecido por el propio Milei.
La ley ómnibus, en el Congreso, puede servir para ver si el presidente reúne nuevas fuerzas a partir de numerosas conversiones al credo libertario procedentes del pro, de ciertas zonas del peronismo y hasta del radicalismo.
¿León o domador? Un día ataca a sus congéneres políticos y se permite desconocer el valor de un parlamento en un sistema republicano. amenaza reemplazar la deliberación del Congreso por un régimen plebiscitario que valide o rechace sus dictados.
“Son coimeros”, dice y no identifica a nadie. En la generalización está la idea de presentar al resto como “la casta”, una categoría que ahora, desde lo alto del poder, Milei puede usar para juzgar y condenar a quien se le ocurra. reemplaza la obligación de una denuncia concreta por la instalación de una creencia. Sus seguidores deben entonces creer que los opositores son coimeros.
En el uso del látigo, Milei también exhibe su zanahoria. Está ofreciendo subirse a una fuerza, entrar en una nueva era y estar con él en el poder.
No es poco y es bastante audaz. Está extremando sus posibilidades en el mejor momento para construir un nuevo liderazgo. Todo ocurre en medio del estallido inflacionario con recesión incluida que sigue al desastre que dejó el kirchnerismo. El fin de año no podía ser más intenso.
&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&
El derecho a la protesta y la necesidad de preservar el orden público
Norma Morandini
Acuerdos sin espadas son solo palabras, escribió el filósofo inglés Thomas Hobbes, hijo de las guerras civiles en la Inglaterra del siglo XVII. Tres siglos después, otros terrores vencieron a las espadas. ¿Y acaso no son palabras las normativas que consagran los derechos universales, nacidos tras los horrores del nazismo? Sin usar las armas, con solo palabras, obligan a los Estados a proteger a los ciudadanos de las opresiones, los abusos y la crueldad. Una filosofía jurídica nacida 75 años atrás a la que adhirieron la mayoría de las constituciones democráticas, incluida la nuestra.
Fue también el recuerdo del terror el que impulso a los constituyentes del 94 a incorporar en la Constitución reformada una decena de tratados internacionales de derechos humanos. Una forma, también, de decirle al mundo que la Argentina se comprometía con el sistema democrático. Sin embargo, se postergó el debate en relación al papel del Estado como garante y armonizador de esos derechos para responder a los desafíos de la nueva filosofía jurídica. ¿ Qué instrumentos tiene el Estado para regular el derecho a la protesta sin contrariar sus compromisos con el sistema internacional de derechos humanos? ¿Son los derechos absolutos y por eso innegociables? ¿Las demandas que sí son negociables pueden equipararse con derechos? ¿Pueden las leyes limitar los derechos? ¿Hay jerarquía entre los derechos o su única limitación es la responsabilidad en su ejercicio? Un debate fascinante cuando se hace de buena fe, actualizado por la reciente puja entre la manifestación política del Polo obrero y el protocolo de la ministra Patricia Bullrich.
A juzgar por la militarización de las calles y la protesta como poder de extorsión política, no podemos salir de la falsa disyuntiva del “dejar hacer” o “reprimir”. Palabras mal connotadas, que tergiversaron su verdadero significado y cancelaron el debate en torno a la tensión entre la normativa de derechos humanos y los delitos tipificados en el Código Penal. Para que no queden dudas, la protesta es un derecho, como lo es la expresión libre, sin persecución a la opinión. Se reprime el delito. No la protesta. El Estado como garante del orden público debe tener fuerzas de seguridad profesionales, subordinadas a la ley democrática, capaces de impedir el delito sin abuso de poder. A su vez, ni el derecho a la protesta como el libre decir deben incitar a la violencia, tal como establece la biblia de los derechos humanos en el continente, el Pacto de San José de Costa rica. Como se trata de palabras que vencen a las espadas, las nuestras no han sido especialmente amorosas ni respetuosas. Por el contrario, la apropiación ideológica de los derechos humanos y la utilización política de las victimas desvirtuaron la igualdad de derechos y cargaron las palabras con dinamita verbal.
La crisis económica justifica los reclamos, pero sobrevive una concepción de poder que hace de la calle el lugar de la expresión política. No la palabra del Parlamento, donde se aprende a argumentar y a persuadir. No deja de ser paradójico que el sistema democrático habilita bancas en el Congreso para aquellos que descreen de la democracia y no aceptan la división de poderes de la república
Existe entre nosotros una larga tradición de utilizar las plazas para protestar o festejar. Pero fue la crisis de los desocupados en el final de la década del 90 la que inauguró la modalidad de los “piquetes”. La violencia policial dejó muertos: la docente Teresa rodriguez, los jóvenes Costeki y Santillan, dos nombres que simbolizan la perturbadora cifra de muertos en democracia. Muertes que pudieron evitarse ya que fueron causades por la omisión o la complicidad del Estado. Pero propiciaron “la ideología de la víctima”, un aspecto de la sociedad moderna del que se ha ocupado extensamente el ensayista italiano Daniele Gigliole. No se trata de las victimas reales a las que Estado debe proteger y a las que debemos ofrecer comprensión y compasión, sino de los liderazgos crecidos al amparo de esos despojos. “Ser víctima da prestigio, exige atención, fomenta el reconocimiento, activa un potente generador de identidad y da derechos. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia”, se lee en su libro Crítica de la víctima, en el que analiza un fenómeno fácil de reconocer en Argentina. “La ideología victimista es hoy el primer disfraz de las razones de los fuertes…la víctima es irresponsable, no responde de nada, no tiene necesidad de justificarse: es el sueño de cualquier tipo de poder”.
Así, la protesta social ejerció una superioridad moral sobre el fastidio de los que tienen igual derecho a circular por las calles. Insisto, no se trata de las víctimas reales sino de los que lucran con ese sufrimiento, hablan en su nombre, se erigen en líderes y en lugar de respetarlas en su dignidad, la hieren. Como destaca el historiador Christopher Lasch: “Por causa de la victimización acabamos afrontando la vida no como sujetos éticos, activos, sino como víctimas pasivas y la protesta política deriva en un lloriqueo de autoconmiseración”. Aprendí a desconfiar de los que invocan a los muertos para hacer política. La vida me enseño que, en general, el que sufrió realmente vive con pudor y en silencio su dolor.
Los derechos humanos son una ideología de vida, no de muerte. Cuando se trata de salvar personas de la opresión, la dignidad de la vida humana se impone como un valor universal . Los derechos no pueden ser moneda de negociación. Pero ser sujeto de derechos no entraña ninguna superioridad moral, sino el compromiso de acatar las reglas de la convivencia en una sociedad de iguales. El compromiso mínimo con los derechos humanos es aceptar esa deliberación, porque el diálogo y la negociación son inherentes al sistema democrático. A su vez, para proteger el igualmente legítimo derecho a circular, la regulación de ese equilibrio debe ser razonable y gradual. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en 2002, estableció que el derecho a protestar no es absoluto y debe ser regulado con la limitación del tiempo, forma y lugar, en beneficio del bien público, sin intervenir en el contenido de la demanda. La custodia del “orden público” incluye a los que protestan como a los que circulan. Es ahí cuando el Estado debe acudir a reglas claras, apegadas a los estándares del sistema internacional. No para menoscabar la protesta sino para encauzarla dentro del marco constitucional.
Años de malversar la misma idea de derechos humanos, cancelar la deliberación y propiciar la victimización postergaron la evolución de una cultura auténticamente democrática. Años de gobernar por decreto maniataron el Parlamento, que al delegar sus facultades de legislar y de control le entregó al Ejecutivo un lazo con el que después se enlazó y maniató al Congreso, lo que explica, en parte, la raíz política de la dramática crisis económica. Por eso es saludable que el debate en torno al descalabro económico esté enmarcado en las palabras constitucionales para que compartamos el lenguaje común de la democracia: el diálogo para resolver los conflictos en paz. Sin espadas.
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