domingo, 10 de marzo de 2024

ADOLFO STRAUCH Y FERNANDO PARRADO...."LA TRAGEDIA DE LOS ANDES·"



Adolfo Strauch
"FUIMOS UN POCO SALVAJES, SI SOS MUY HUMANO NO PODÉS COMERTE A OTRO HUMANO"


Texto de Nicolás Cassese
MONTEVIDEO.– La Tragedia de los Andes –uno de los relatos más pregnantes de nuestra era– ha inspirado decenas de libros y películas. Sin embargo, tan rica es la historia que, pese a la abundancia de versiones, siguen apareciendo nuevos pliegues, giros que enriquecen el mito y engrandecen la odisea de los 16 sobrevivientes. La última versión de este relato eterno ocurrido en 1972 es La Sociedad de la Nieve, dirigida por Juan Antonio Bayona y nominada para los premios Oscar como mejor película internacional. La obra tiene múltiples méritos, pero uno de los más importantes es alumbrar un nuevo trío de héroes. Los habituales, los de siempre, son Fernando Parrado y Roberto Canessa, que cruzaron los Andes a pie en una expedición imposible de diez días para conseguir la ayuda que los salvó. Bayona suma ahora a Adolfo Strauch, Eduardo Strauch y Daniel Fernández Strauch. Los primos Strauch fueron los encargados de cortar los cuerpos de los pasajeros muertos y de repartir el alimento entre los sobrevivientes. Lo hacían escondidos, evitándole al resto de sus amigos los detalles de la necrofagia que estaban cometiendo. Esa discreción sobrevivió a la montaña. Durante años, los primos Strauch silenciaron sus acciones. Por respeto a las familias de los muertos –habían consumido algunos de sus cuerpos–, y atentos al enorme tabú que se habían visto obligados a romper, hablaron poco, mucho menos que Parrado y Canessa. La película de Bayona les permitió salir del closet y reivindicar su lugar en la historia. Ellos fueron los que se sacrificaron a la más ingrata de las tareas: conseguir el alimento que, junto con las piernas del dúo de expedicionarios, les permitió sobrevivir. Y ese rol de proveedores y distribuidores del recurso escaso, más su condición de trío, los puso en un lugar de enorme relevancia dentro del fuselaje siniestrado. Fueron los administradores de la otra Sociedad de la Nieve, la oculta. Adolfo Strauch, el adelantado que se animó a ser el primero en cortar y comer, conversó sobre esto y otros temas menos morbosos pero más profundos –el placer que sintió cuando sintió que moría, la espiritualidad intensa que le quedó luego de ese episodio y por qué nunca pudo ser tan buena persona como en la montaña– con LA NACION. –¿Por qué creés que, más de 50 años después, esta historia sigue siendo tan relevante? –Es una historia que no tiene fin. Cada vez que le entrás, le encontrás cosas nuevas. Hicimos el libro (Viven, de Piers Paul Read, publicado en 1974) y fue un éxito brutal. Se vendieron creo que 14 millones de copias. Y después vino la película (Viven, de 1993) y pensaba que se terminaba la cosa. Nos dedicamos cada cual a lo suyo. –¿Vos no hablabas de lo que ocurrió en Los Andes? –El tema de los Andes en mi casa siempre fue un tema paralelo, que se hablaba internamente. Cuando había algún conflicto con los hijos les sacaba la historia. “¡Mirá lo que pasó en la cordillera y mirá de qué te estás quejando vos, pedazo de pelotudo!”, les decía. –Hasta que la película La Sociedad de la Nieve revivió la historia. –Bayona es un tipo con una visión y una sensibilidad muy profundas. Él visualizó todo el contexto y las fuerzas que intervinieron, como los muertos pasaron a ser una cosa muy importante. Y tuvo la paciencia de ir a hablar con cada uno de los familiares de los muertos, contarles el guión de lo que pensaba hacer. Se que se emocionó en algunas de las entrevistas. A los sobrevivientes nos mostró la película antes de su estreno. Y después hizo una segunda función con nosotros y las familias de todos los muertos.La Tragedia de los Andes es uno de los relatos más pregnantes de nuestra era y ha inspirado decenas de libros y películas
–¿Cómo fue esa función? –Los parientes se recontra emocionaron y cuando salimos al hall nos venían a buscar. La película muestra lo que sufrimos para tomar la decisión de usar los cuerpos. Cómo se pensó hasta última instancia y no hubo más remedio que hacerlo. Entonces los parientes entendieron la verdad, la dimensión de lo que pasó. La decisión de comer los cuerpos de los muertos no fue repentina. Los sobrevivientes del accidente –que arrancaron siendo 33 pero fueron reduciéndose a medida que se producían nuevas muertes– resistieron con el poco alimento que encontraron en el equipaje durante un par de días. Pensaban que debían aguantar un tiempo corto, hasta que el rescate los encontrara. Al quinto día, Adolfo emprendió una expedición y se dio cuenta de que eso no ocurriría. A pocos metros de distancia, el fuselaje blanco se perdía en la inmensidad de la nieve. Era imposible que un avión los detectara. Adolfo volvió al fuselaje con la certeza de que debían salir de allí por sus propios medios. Y para eso necesitaban alimentarse. –Esa noche, cuando vuelvo de la expedición, me empezó a rondar la idea y le digo a Daniel Fernández, mi primo. “Estoy pensando que de acá no salimos. Vamos a tener que alimentarnos con los cuerpos porque si no, nos morimos todos”. Me quedé esperando que me dijera que había dicho una animalada, pero mi primo estaba sintiendo lo mismo. Ahí se arrimó Eduardo (Strauch, su otro primo), se arrimó Canessa, que también habían sentido lo mismo que yo. Y empezó una charla muy jodida. Fue rechinante, porque algunos te miraban con cara de “qué estás proponiendo, qué están planteando estos anormales sacrílegos”. –¿Hubo esas reacciones? –Sí. Y miradas feas. Fueron tres días de charlas y al octavo día desde el accidente tomamos la decisión. No hicimos votación, pero cuando ves que más o menos la mitad te está avalando dijimos ya está, no vamos a seguir esperando. –Pero una cosa es decirlo y otra muy diferente es hacerlo. ¿Por qué fuiste vos en ese primer grupo a cortar los cuerpos? –A mí me tocó esa parte porque yo era el que tenía más madura la decisión. Fui con Gustavo (Zerbino) y Canessa, los dos médicos (en realidad eran apenas estudiantes). Yo era cuatro años mayor que ellos y capaz que estaba un poco más duro, o más salvaje. –¿La dificultad para cortar los cuerpos y comerlos era moral? ¿O el impedimento era por no animarse a hacerlo? –Es que empezás a repasar las tradiciones, lo que viene de tus padres, de tus abuelos, lo que hace la gente que te rodea y no tenés ninguna información de eso. Nada. Entonces lo que tenés que hacer es irte al pensamiento propio, más liberal, más transgresor. –¿Recordás el momento exacto en que cortaste un cuerpo por primera vez? –Lo recuerdo muy bien. Veo el pedazo de vidrio verde de una botella de vino que había traído el piloto y corto con ese vidrio. Fue un momento muy especial. Después, para darles ánimo, les digo a quienes estaban conmigo: “es como comer jamón crudo sin sal”. –¿Vos fuiste el primero en comer? –Sí, y entonces siguen Canessa y Zerbino. Yo voy adentro del fuselaje y le digo al resto: “Ya está, Canessa y Zerbino están sacando pedacitos y los están poniendo arriba del fuselaje para el que quiera”.La Sociedad de la Nieve pronto incluyó dos sociedades bien distintas: la de los expedicionarios, que buscaban la manera de irse, y la del fuselaje, que no podían hacer más que esperar
–¿La película recupera la valentía de ese acto? Porque las anteriores versiones de esta historia se centraban en la osadía de Parrado y Canessa, que caminaron para conseguir el rescate, pero no se hablaba demasiado de cómo se proveyeron del alimento. –Sí, lo que pasa es que, en general, nos mantuvimos casi todos con la boca cerrada porque era una cosa vergonzante. –Sin embargo es lo que los mantuvo vivos… –Gracias a eso pudimos volver, aunque alguien lo hubiera hecho más tarde o más temprano. –¿También se empezó a reivindicar el lugar de ustedes, los primos Strauch, que fueron los encargados de cortar los cuerpos y repartir el alimento? – Es que los primos no hablamos por 15 años. Si mirás los primeros 15 años hay cuatro personas que dominan prácticamente el 80% de los reportajes, que son los dos que caminaron –Parrado y Canessa– y (Carlos) Páez y (Gustavo) Zerbino. Yo estuve muy callado por respeto a los familiares de los muertos. Ahora se abrió un poco el espectro y nos hicimos visibles. –¿Los primos Strauch son los héroes escondidos de esta historia? ¿No hablaban antes porque, a diferencia de caminar por los Andes, hicieron algo que rompió un tabú y de lo que no se pueden jactar? –Sí, claro. Pero de repente era más difícil tener que cortar un cuerpo que salir caminando. –Es probable que sea más difícil lo que hicieron ustedes. –Esa tarde que cortamos por primera vez tuve la angustia más grande de mi vida. No tuve más remedio que tomar esa decisión, o esperar a morirme. –Al ser tres y administrar la comida, que era el recurso escaso, ¿los Strauch se volvieron los líderes de la Sociedad de la Nieve? –De cierta forma nos pidió la gente. Nos dijeron: “Háganlo ustedes. Les tenemos confianza y lo harán con justicia”. –No sólo conseguían el alimento, sino que lo administraban. –Es que era la energía, la vida. El recurso era escaso y no sabíamos cuánto iba a durar. Siempre sacábamos lo mínimo indispensable para sobrevivir y perder el menor peso posible. –¿Les daban un extra de alimento a Parrado y Canessa, los expedicionarios? –Ellos tenían canilla libre de todo. Tenían los mejores lugares en el fuselaje, la mejor ropa, los mejores zapatos y comían todo lo que necesitaban. –En un documental español vos decís que hay que ser un poco salvaje para alimentarse del cuerpo de otra persona, pero tu primo Eduardo dice que cuando lo hizo se sintió más humano que nunca. ¿Quién tiene razón? –Fuimos un poco salvajes. Yo creo que si sos muy humano no podés comerte a otro humano. Tenés que ser un poco transgresor. Tiene que haber un poco de salvajismo. –¿Y vos eras el más salvaje? –Tenía más libertad de pensamiento, no estaba tan atado a lo que hacen los demás y a lo que me enseñaron mis padres y mis abuelos. Tengo una zona que me permitió la libertad de poder escarbar en un lugar prohibido. Pero no lo tuve solo yo. La tuvimos varios. –¿Cada vez que tenían que cortar un cadáver y comer era una tortura, o en algún momento lo normalizaron? –Te hacés un bloqueo mental de que no estás comiendo un humano. Estás sacando proteínas para repartir. Y era algo totalmente discreto que se hacía fuera de la vista de todos. –Discreto para el resto, pero no para ustedes. –Pero después de que lo hiciste un par de veces ya lo superaste.
Adolfo y otros siete accidentados debieron esperar una noche más en el fuselaje, ya acompañados del rescatista Sergio Díaz; cuando llegaron a Chile les hicieron una batería de estudios
La Tragedia de los Andes incluye dramas dentro del drama, situaciones que agregan nuevo dolor al horrible destino de los sobrevivientes, como el el alud del día 17 desde el accidente. A las 6 de la mañana del 29 de octubre, mientras dormitaban dentro del fuselaje, una avalancha los enterró vivos. Ocho murieron asfixiados y los 19 que sobrevivieron quedaron atrapados en un espacio mínimo, apretados entre los cadáveres y la nieve. Adolfo quedó enterrado bajo la nieve y sintió que se moría. Esa certeza, sin embargo, no le causó angustia, ni temor. Por el contrario, le generó placidez. En el libro La Sociedad de la Nieve, de Pablo Vierci, la base de la película de Bayona, describe cómo el cuerpo se le aflojó y se orinó encima. “Yo podría haber elegido morirme y me hubiera ido en ese tránsito sereno”, dice. –¿No hubo una sensación de desesperación ante la certeza de tu muerte? –No, cero desesperación. Es una sensación de paz total, una iluminación. Estás totalmente fuera. Yo perdí totalmente contacto con todo mi cuerpo, no existía, era un pensamiento muy fuerte. ¿Eso desaparece? Si yo me moría, ese pensamiento fuertísimo, esas presencias, esa sensación del presente tan intensa, ¿desaparece cuando se muere el cuerpo? Yo creo que pasé a otra dimensión. ¿Por qué volví? Porque me pisaron. –¿Si no te pisaban vos te ibas encantado? –Sí, me iba encantado de la vida. –¿O sea que, luego de haber estado muerto, podés asegurar que morirse no es tan tremendo? –No es tremendo, es un lujo. –Además, sobrevivir era salir de esa placidez a estar encerrado en un fuselaje roto y repleto de amigos muertos en medio de una montaña helada. –Estar encerrado en pocos metros cúbicos de aire, con 16 personas y ocho muertos, es de las cosas más espantosas que me pasaron. –Tu primo Eduardo pasó por una situación similar y dice que en el momento en que lo rescataron pensó que mejor lo hubieran dejado morir, que estaba mucho mejor muerto que vivo en el fuselaje. –Es un comentario. Eduardo está encantado de estar vivo, viajando por Europa y dando conferencias.Adolfo, uno de los tres primos Strauch, tuvo la delicada tarea de cortar y administrar el alimento
–Luego del alud, vos hablás del surgimiento de dos sociedades de la nieve. Una es la de los expedicionarios, que estaban todo el tiempo pensando en cómo irse, y otra es la de ustedes, la del fuselaje, que tienen mucho tiempo de contemplación. ¿Cómo funcionaba eso? –Es que una vez que repartíamos la carne de la mañana, que era una cosa de media hora, no teníamos nada que hacer. Era solo esperar. –Tu primo Eduardo dice que en esa espera llegaron a una instancia de contemplación, tipo Nirvana. –Sí, yo eso lo tengo clarísimo. Creo que esa experiencia de 70 días en el hielo y sin comer y en la altura no es gratis. Esa experiencia nos abrió un canal que se empezó a destapar y yo empecé a entender cosas más espirituales. Vi lo que es una vida de opulencia, de riquezas, y lo que es una vida sin nada. En esa pobreza más absoluta, la única riqueza que teníamos eran los cuerpos de esos amigos muertos. Era lo único que nos podía salvar la vida. Entonces, en esa pobreza absoluta, empezás a sentir cosas que no podés sentir en la vida diaria, rodeado de cosas materiales. Estás totalmente desnudo. Te comunicás sin interferencias con la otra persona. –Las noches me imagino que serían largas y angustiantes. –Sí, era angustiante y dormías de a ratos. Pero te vas acostumbrando, aclimatando, y la verdad es que hubo determinados momentos en que hasta sentí cierta complacencia. Cierta identidad con lo que estábamos viviendo, esa proximidad con los otros, esa comunicación. Te reconfortabas en muchas cosas. –Incluso contás que en el vuelo de helicóptero que te rescató ya sentías nostalgia por lo que estabas dejando atrás. –Es que nunca fuimos tan buenos como éramos allá arriba. –¿Nunca volviste a sentir esa plenitud? –No podés porque te llegan estas riquezas del mundo que te rodea. De la montaña me fui con esa angustia de que había algo que estaba aprendiendo, algo de la esencia nuestra, y no lo pude llegar a decantar. Ojalá pudiera volver a sentir esa bonanza, esa esencia buena que tenemos todos. Somos naturalmente buenos, pero la sociedad nos aplana y nos lleva por donde quiere. –¿O sea que nunca recuperaste algo de esa sensación de bondad? –Sé que la tengo adentro, pero hay que rascar mucho. Me lo admitió uno de los sobrevivientes. “Yo daría cualquier cosa por pasar la noche de vuelta en la montaña”, me dijo diez años después del accidente, cuando estaba pasando un mal momento y necesitaba esa conexión fuertísima que tuvimos allá arriba y que acá no podía lograr.Mangino, Francois, Páez, Harley, Canessa, Delgado, Zerbino, Vizintín, Parrado, Fernandez, Inciarte, Algorta, Eduardo Strauch y Adolfo Strauch en una reunión de sobrevivientes de hace dos años
Dentro de las mil historias que se contaron de esta historia, hay una que aún no fue explotada: la de la última noche que parte de los accidentados pasaron en el fuselaje. El 22 de diciembre, en el primero de los helicópteros, se fueron seis de los sobrevivientes. Los otros ocho, incluyendo a Adolfo, debieron esperar una noche más en su precario refugio de 72 días. Pero ya no estaban solos, los acompañaba Sergio Díaz, el único de los rescatistas que se animó a dormir con ellos dentro del avión. Los otros tres rescatistas los miraron con terror y armaron una carpa a una distancia prudencial. –Nosotros nos sentimos tan lindos con tener la visita de una persona normal, Sergio Díaz, un tipo macanudo, con un corazón enorme. Se vino a dormir con nosotros. Sacó una hornalla, armó un mate, nos dio galletitas. –¿Ahí mismo le contaron todo? –No había que contar nada. Mirabas el hueserío que había alrededor y te dabas cuenta. Nosotros usábamos la energía imprescindible para sobrevivir. Todo lo que era secundario, como esconder un hueso, enterrarlo y taparlo, te requería una cantidad de energía que no teníamos. Que Dios nos perdone, pero quedaba ahí. –¿Él les advirtió la polémica que se avecinaba por cómo se habían alimentado? –Sí. Nosotros estábamos totalmente en otro mundo. Habíamos hecho una sociedad fuera de la civilización. Nos volvimos primitivos, muy infantiles. No interpretamos lo que pasaba fuera de nuestra Sociedad de la Nieve. Yo era un pelotudo de 24 años, pero pensamos que desde Santiago de Chile íbamos a llamar por teléfono a nuestros padres para avisarles que no se preocupen, que nos íbamos en tren hasta Montevideo. –¿Fue Sergio Díaz el que les advirtió de que eso no ocurriría? –Sí él nos dijo: “Muchachos, por favor júntense, tengan cuidado con lo que van a decir porque los van a despedazar, el mundo está crispado con lo que hicieron”. Evidentemente el mundo se enteraría e iban a empezar las preguntas. Es lo primero que le preguntaron a Canessa y Parrado cuando llegaron: “¿De qué se alimentaron?”. –¿La posibilidad de esconderlo ya no existía? –Imposible. No tuvimos más remedio que decirlo. Era imposible esconder eso.Fernando Parrado
“PODÍA MORIRME CAMINANDO EN LA MONTAÑA, PERO NO IBA A ALIMENTARME DE MI FAMILIA”




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PUNTA DEL ESTE.- Fernando Parrado, Nando, es el héroe clásico de la Tragedia de los Andes. No solo fue el que cruzó la cordillera en una caminata épica de diez días junto a Roberto Canessa para encontrar ayuda, también es quien estuvo inconsciente luego del accidente y resucitó para encontrarse con que su madre y su amigo íntimo habían muerto y su hermana estaba gravísima y pronto también moriría. Nando fue el que siempre quiso irse, abandonar el lugar del siniestro y la relativa seguridad del fuselaje para intentar el cruce que al final los salvó. La razón de ese ímpetu, que durante muchos días se chocó con la prudencia de Canessa, no era la temeridad, era el miedo. A Nando le daba terror que, cuando se consumieran los cuerpos con los que se alimentaban, tuvieran que recurrir a los de su madre y su hermana. Ese, dice, era un límite que no podía cruzar y la razón de su apuro. Prefería morir congelado, o cayendo por un precipicio, antes que esperar en el fuselaje hasta ese horrible momento. En una entrevista  Parrado también hurga en las razones del éxito de La Sociedad de la Nieve, dirigida por Juan Antonio Bayona y nominada para los premios Oscar como mejor película internacional, y se diferencia de las miradas más espirituales de algunos de sus compañeros de tragedia. No hubo destino, ni Dios, detrás de su salvación, dice. Fueron la certeza de que la muerte era inexorable y su voluntad para luchar hasta el último minuto lo que les permitió salir con vida de ese infierno helado. –¿Por qué crees que esta historia, cinco décadas después, sigue generando tanta atracción? –Porque es una historia épica, humana, hecha por chicos de Uruguay que nunca habían visto la nieve, nunca habían visto montañas, y lograron sobrevivir en el peor lugar para un ser humano. Y es una hazaña que, además de inspirar, demuestra que lo imposible a veces es posible. Es una historia que ya no nos pertenece. Como la Segunda Guerra Mundial, como cosas que han pasado desde el siglo XVII, o en la Edad Media.Parrado sabía que tenía que abandonar el fuselaje y buscar ayuda porque no confiaba en que los rescataran y no quería tener que alimentarse de los cuerpos de sus familiares
–“Cuando acepté mi impotencia me sobrecogió una sensación de paz. Esperé pacientemente que acabara mi vida”, escribiste en tu libro Milagro en los Andes, sobre el día que quedaste enterrado bajo la nieve por un alud. ¿Te estabas dejando morir en ese momento? –En ese momento pensé que me moría. Una avalancha de esta magnitud es como estar enterrado en cemento, no en nieve. No podía mover un dedo, no podía mover nada, no podía respirar. La situación era bastante complicada, era muy difícil salir de ahí. La reacción de los chicos de buscar las cabezas de los que estaban enterrados –no los pies, ni los cuerpos, ni los torsos– fue muy buena. Y a mí me encontraron cuando me quedaban 30 segundos de vida. –Muchos de tus compañeros que sobrevivieron al alud hablan de cierta placidez al sentir que se morían. ¿Tuviste esa sensación de alivio? –A veces se romantiza mucho. Yo creo que en la guerra, en una situación de supervivencia de esta magnitud, las palabras no pueden transmitir lo que realmente sentía. Hay una cosa que hay que aclarar: yo estaba muerto desde el día 10, cuando escucho en la radio que la búsqueda se había suspendido. Mi pensamiento fue: “No hay forma de salir, estamos muertos, condenados. Estamos frente a un pelotón de fusilamiento, con las manos atadas”. –Y sin embargo tenías un impulso vital para irte y salvarte. –No quería morirme, pero estaba muerto. No había forma de salir de ahí. Si te tiran en el medio del océano y te dicen que tenés que nadar, ¿para dónde nadas? Era lo mismo. Yo sabía que me iba a morir. Mis amigos piensan que emanaba seguridad, pero en el fondo de mi cabeza sabía que era imposible. Pero no me iba a morir sentado. Para mí la muerte sentado es la peor muerte que puede tener el ser humano. Decidí que moriría luchando, así no me daba cuenta de que me estaba muriendo. El miedo te salva, el pánico te mata. Yo tenía mucho miedo y estaba casi al borde del pánico. –¿Cuál era tu peor miedo? –Yo tenía a mi madre, mi hermana y mi mejor amigo enterrados allí al lado, a cuatro metros del fuselaje. ¿De qué nos alimentábamos nosotros? De los cuerpos. Iba a llegar un momento en que esos iban a ser los últimos tres cuerpos. ¿Qué ser humano en este planeta tiene que enfrentarse a esa situación? Cuando llegás a esa situación de tener que alimentarte de tu familia es el infierno absoluto, total. Yo a esa situación no iba a llegar. Por eso tenía que caminar, me tenía que ir. No sabía a dónde, pero me tenía que ir. Yo decidí que podía morirme caminando en la montaña, pero no iba a alimentarme de mi familia. –¿Cuáles eran tus otros miedos? –Sabía que me iba a morir, pero no sabía cómo me iba a morir. Muchos de mis amigos dicen que siempre supieron que se iban a salvar. Todos los que se iban muriendo también pensaban que se iban a salvar. Mi caso era al revés: yo siempre pensé que me iba a morir. Entonces el tema era cómo me iba a morir. ¿En una grieta? ¿De hambre? ¿Congelado? ¿En un precipicio? Y lo otro que me atormentaba era que siempre había querido tener una familia. No quería morir porque soñaba con tener una familia.Luego de caminar durante diez días con Canessa, Parrado le arrojó una nota al arriero Sergio Catalán, quien les consiguió ayuda
Uno de los ejes centrales en todas las narraciones de esta odisea es la condición de equipo de rugby de los accidentados. Ese espíritu de cuerpo, señalan Parrado y todos los sobrevivientes, es lo que les permitió organizarse y sobrevivir. “A los 15 minutos de caer el avión, ya teníamos un líder, Marcelo Pérez, nuestro capitán. Imaginate esa misma situación en un avión comercial, sería un caos. Y las decisiones que tomó Marcelo en los primeros minutos de este accidente nos salvaron la vida”, relata. –Después, ese liderazgo de Marcelo mengua y aparecen otros líderes. ¿Por qué? –Esta es una fantástica historia de liderazgo. ¿Por qué? Porque todos los líderes iniciales van muriendo y van apareciendo otros. Esto demuestra que hay que darle confianza a la gente en cualquier lugar, en un trabajo, en una empresa, en un colegio, en donde sea. La gente dice: “Vos fuiste un líder fantástico”. Yo no me di cuenta, pero como no podía quedarme en ese fuselaje me tenía que ir. –Los primos Strauch son los que cortan los cuerpos y administran el alimento, ¿se vuelven líderes por esa tarea? –Daniel, Fito y Eduardo tuvieron la increíble suerte de que son primos y los tres sobrevivieron sin ninguna herida. Entonces los tres primos se unieron y conformaron un grupo. Y tuvieron esa posición de liderazgo por la fuerza de ser tres. –¿Ellos administraban el alimento? –Sobre todo al principio. –¿Cómo se sentía el hambre? –El hambre es el miedo más antiguo que tiene el ser humano. Tú nunca has tenido hambre. No saber cuándo vas a comer es el peor miedo que tiene el ser humano. Nunca vas a entender la depresión y el miedo del hambre hasta que tu cuerpo se empieza a autoconsumir. Se va la grasa, se van los músculos, se empieza a ir el hígado y tú te tienes que mover, respirar, hablar y eso te consume. Ya no hay agujeros en el cinturón y te estás muriendo. –¿Qué fue lo último que comiste antes de los cuerpos? –Un maní con chocolate. El primer día me comí el chocolate que lo envolvía. El segundo día, medio maní, comiéndolo despacito. Me acuerdo que tenía el medio maní restante en el bolsillo izquierdo del jean. Hasta que lo saqué y fue lo último que comí. En la montaña no había nada. Era como estar en Marte, o en la Luna, entonces eso se te va a la cabeza. Yo te puedo asegurar que tú, o cualquiera, en esa situación hubieran hecho lo mismo (comer los cuerpos de los muertos). Somos los mayores expertos en este tema en el mundo. Me podés decir: “No, yo no lo haría”. ¿Sabés qué? Sí lo harías. La tercera pregunta de los periodistas con los que Parrado y Canessa hablan apenas llegan a Chile es: “¿Cómo sobrevivieron? ¿De qué se alimentaron?”. “Sobre ese tema…”, arranca con un titubeo Canessa antes de evadir la respuesta. “No había casi comida, nos cedían los alimentos a los que hacíamos las excursiones”, dice. Fuera del micrófono, se escucha a Nando interrumpir el interrogatorio sobre alimentos. “Preferimos no contestar”, interviene. El tabú sobre la necrofagia ya tenía su primera capa. –¿Habían conversado que iban a decir sobre la alimentación? –Más o menos sí, pero teníamos que estar todos juntos. Si lanzábamos la noticia ahí, los dos solos, lo primero que iban a hacer los medios era tirarlo al mundo. Sabíamos que el tema iba a ser interesante. Por eso decidimos esperar a que bajen los demás para hablar. –Tampoco existía la posibilidad de esconder el tema. –¿Qué ibas a esconder? Había que esperar el momento justo, pero teníamos cero miedo. Yo no iba a decir esto por todos los demás. Que vengan todos y ahí hablamos. –¿Eso fue lo que hicieron en la conferencia de Montevideo, apenas aterrizaron? –Montevideo fue absolutamente fantástico. En el gimnasio del colegio (el Stella Maris), un gimnasio grande, hubo familiares nuestros, familiares de los que no volvieron, prensa de todo el mundo y un gran amigo, Panchito Delgado, se iluminó y dijo en dos minutos lo que todo el mundo quería escuchar. Cuando preguntamos si había alguna pregunta se pararon todos y aplaudieron. No hubo ninguna pregunta. –¡No hicieron lo que estoy haciendo yo ahora! –Nada, solo un gran aplauso.
Las primeras preguntas que los periodistas les hicieron a Parrado y Canessa era cómo se habían alimentado, pero recién lo contaron con todos los sobrevivientes cuando llegaron a Montevideo
La expedición hacia el oeste que Nando encaró junto a Canessa y que les permitió encontrar ayuda tuvo un momento de tremenda desilusión. Convencido de que estaban mucho más cerca de Chile, Nando escaló el primer pico con la certeza de que vería verdes valles, un río, incluso atisbos de civilización, pero se encontró con montañas y más montañas. –¿Qué sentiste al ver que el camino sería mucho más largo? –Las montañas son todas iguales, pero con todos los cálculos que habíamos hecho, con el mapa y lo que nos dijo el piloto, pensábamos que estábamos mucho más al oeste de lo que estábamos. En realidad estábamos en la línea divisoria de Argentina y Chile. Cuando llegué arriba con Roberto me imaginaba una precordillera, tal vez algún pueblito en la lejanía, como en los valles europeos. –Un humito que salía de alguna casa… –Claro, y cuando subo y veo esas montañas fue la confirmación absoluta de que estaba muerto en vida. Yo no sé si tuve coraje o qué, pero me di cuenta de que hay una puerta que pasás. Es una puerta invisible, una puerta de la muerte. Estábamos muertos en vida. Yo ya la crucé. “Ahora ya me da lo mismo morirme cayéndome, de frío. Me da lo mismo porque ya estoy muerto”, pensé. –Canessa dice que miraba para el otro lado, para la Argentina, y veía una ruta. ¿Había una ruta? –Hay una línea que parece una ruta. –Él quería ir para ahí, para el este. –Menos mal que no fuimos. Esa es otra de las fantasías de esta historia. Si hubiéramos salido para el este estábamos muertos. Salimos para el mejor lugar que podíamos salir –¿Por qué? –Porque 1972 fue un año en que nevó mucho. Para salir a la Argentina teníamos que cruzar tres ríos, que en verano los cruzan a caballo. En diciembre de 1972, esos ríos tenían 40 metros de ancho, eran rápidos y venían con rocas. ¿Cómo los cruzás? Y si lo llegarás a cruzar tenés 60 km hasta el primer pueblo, El Sosneado. La nuestra fue la salida perfecta. ¿Por qué? Porque estamos vivos. No busques otra. –¿Y por qué Roberto quería ir para el otro lado? –Porque él decía que había una carretera, pero no sabíamos lo de los ríos. Entonces hubiera sido el error más grande. No estaría acá hablando contigo. –¿Y vos por qué estabas tan convencido de ir hacia el oeste? –Yo pensaba que estábamos mucho más cerca de Chile. Estaba engañado. –¿El engaño los salvó? –Sí, el error nos salvó.Los sobrevivientes y sus familias celebraron la Navidad de 1972 en un hotel de Sheraton
–¿Había momentos de felicidad o humor en la montaña? –En mi caso te puedo decir que no. Tratábamos de hablar de cosas que añorábamos, pero en mi caso nunca tuve alegría. –¿Tenés algún recuerdo de alguna risa en los 72 días de la montaña? –Que me haya reído a carcajadas, no. Estaba concentrado en otra cosa. –¿Lloraste? –No, tampoco. –¿Cuándo lloraste por primera vez? –A la vuelta, cuando salí una noche, acá en Punta del Este. Salí con una chica y fui a un lugar al que iba siempre con Panchito (Francisco Abal, que murió en el accidente), mi hermano de la vida. Cuando llegamos a ese lugar me di cuenta de que no estaba. Me faltaba algo. Fue el único momento en que lloré. Hay que entender que yo estoy de los dos lados. Y soy el que más perdí de ambos lados. La gente no lo piensa. Del lado de los sobrevivientes, fui el más herido, el que resucitó. Igual lideré todas las expediciones, me crucé los Andes con Roberto, me subí al helicóptero, rescaté a los demás. Los llevé al hospital. Ellos volvieron, los abrazaron sus familiares y se acabó la historia. Yo volví a mi casa y mi tragedia empezó ahí. La de ellos terminó, pero la mía empezó. Para las familias de los que no volvieron yo soy un sobreviviente. No querían hablar conmigo, pero les digo: “Yo estoy de tu lado y mucho más que vos, porque yo perdí tres: mi madre, mi hermana y mi mejor amigo”. –Varios de los sobrevivientes tienen una concepción muy mística de lo que les pasó. Vos, en cambio, tenés una explicación más pragmática de por qué se salvaron. ¿Por qué? –¡Que Dios ni Dios! ¡Mis piernas (nos salvaron)! Recen todo lo que quieran, yo también rezaba Rosarios, por las dudas, pero no van a venir los helicópteros, no nos van a venir a buscar. Yo le rezaba a la Virgen, más que a Dios. Caminando rezaba Ave Marías. Porque en esos diez días de caminata no vas charlando, te metes en una concentración total y mi mantra era rezar. –Algunos de tus compañeros de tragedia hablan del destino. ¿Vos creés en el destino? –El destino es una palabra rara. ¿Cómo se conforma el destino? También hablan de la esperanza, palabra terriblemente difícil. La esperanza es poner en los caprichos del destino que algo pase. Nada más. –Y en la montaña nada iba a pasar, salvo morirse. –Tengo esperanza de que algo pase, que pase un helicóptero, un avión, una cosa. ¿Y si no pasa? Es muy linda la esperanza de que las cosas mejoren, de que la familia tenga felicidad. Pero es una palabra complicada cuando estás esperando que la esperanza te salve. –¿Por qué? ¿Porque inhibe la voluntad para caminar? –Porque solo dejás en los caprichos del destino que algo pase. Ten esperanza, pero ayúdala un poquito. De por sí la esperanza no te salva. Te puede confortar, te puede ayudar, pero no te salva.Mangino, Francois, Páez, Harley, Canessa, Delgado, Zerbino, Vizintín, Parrado, Fernandez, Inciarte, Algorta, Eduardo Strauch y Adolfo Strauch en una reunión de sobrevivientes de hace dos años
–¿Cómo funciona hoy la Sociedad de la Nieve? ¿Cómo es el vínculo de los sobrevivientes? –Es una agencia de publicidad con 16 gerentes. Y tenés que sacar una campaña. Es difícil, pero somos todos hermanos. Si algo le pasa a alguno, están todos atrás. Pero todos hemos tenido vidas distintas, hemos pasado por situaciones diferentes. Salimos 16 de allí y nos juntamos todos los 22 de diciembre. Hay una foto divina, grande, y somos más de 180 (con las familias). Ese es el legado nuestro. ¿Qué legado empresarial, de finanza, de poder puede superar eso? Y sigue creciendo, porque se van a hacer más películas y se van a hacer más libros, porque cada vez encuentran otro ángulo, la historia les muestra otras cosas. Yo haría otra película. –¿Y qué contarías que no se contó? –Me gustaría hacer una película vista desde mi punto de vista. –¿Te gusta hablar del tema? –Estoy hablando contigo. Tuviste suerte. No doy muchas entrevistas. No tengo mucho que decir. Sé que es un tema interesante y dejo que otros hablen de sus historias, porque la mía fue diferente. Es muy diferente hablar de una historia cuando no te salió sangre, no perdiste a nadie, no hiciste nada y estuviste sentado 72 días en un fuselaje. –¿Tus nietos te preguntan por esta historia? –Mi nieto más chico, Borja, tiene 4 años. Estaban hablando de los superhéroes en el jardín de infantes y dijo: “Mi abuelo es un superhéroe”. ¿Cuánto vale eso?

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