domingo, 3 de marzo de 2024

JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ....NO ME ALCANZAN LOS ADJETIVO....LEELO



Texto de Luciano Román 

Si hubiera que dibujar la obra de Jorge Fernández Díaz, el resultado tal vez sería una imagen sugerente de líneas que se cruzan, como un cuadro de Mondrian. No solo tendríamos que graficar una gran intersección entre el periodismo y la literatura, sino otra entre la ficción y el ensayo, entre la novela histórica y el policial, entre la biografía, la crónica y las secuencias de intrigas. También se cruzarían, en ese cuadro imaginario, los temas universales, como el amor y la traición, con los que nos resultan más cercanos y reconocibles: la vida cotidiana de nuestra propia aldea. Figura central del análisis político y de la literatura contemporánea argentina, Jorge ha sabido conectar varios territorios en una obra ecléctica y original que lo ha llevado a ocupar un sitial de honor en la Academia Argentina de Letras. Ahora acaba de presentar Cora, su décima novela, en la que también se cruzan varios de los mundos que ha transitado como periodista y como escritor: los amores prohibidos, los detectives, el espionaje, el universo femenino, las vidas secretas y, como telón de fondo, las miserias y tragedias de un país que ha conspirado contra sí mismo. Tal vez habría que encuadrar a Fernández Díaz como una rara avis, difícil de encasillar: pertenece a una elite de intelectuales refinados que, sin embargo, no temen meterse en el barro y en “la cocina” de la vida. Puede hablar de literatura y de cine con la pericia y la exquisitez del erudito, mientras todos los domingos, en sus ineludibles columnas de la nacion, analiza la política con la pasión y la profundidad de un ensayista. Pero con la misma naturalidad aborda el mundo de las infidelidades, las pulsiones amorosas y los desencuentros de pareja. Lo hace con la sensibilidad del que intenta comprender y descifrar la cartografía más íntima de la naturaleza humana. De esa combinación de registros diferentes, y de esa apasionada exploración por los amores, la política, el país y la cultura, nació Cora. Vale la pena conocerla.“Yo quería una novela que se pudiera leer en dos días, en un fin de semana largo, que recuperara ese aliento de la experiencia rápida”

–Empecemos por las presentaciones de rigor: ¿Quién es Cora Bruno? –Cora Bruno es una detective privada argentina, verdadera; no una invención estilo Netflix o estilo Hollywood, sino una detective de la Argentina real. Se dedica a asuntos supuestamente menores, que tienen que ver con los vínculos amorosos, los engaños, las infidelidades. Tiene una de esas pequeñas agencias que están muy lejos del mito hollywoodense del detective, como Remil está muy lejos del superhéroe de espías anglosajón. Cora es una mujer común que se ha especializado en infidelidades, y por lo tanto en vínculos y en sentimientos. Se dedica a investigar la vida secreta de la gente, aquello que se oculta. Termina siendo una espía de la vida privada, que vive en un mundo muy reconocible para nosotros, a la vuelta de nuestra casa, en nuestro barrio. Tiene una hermana que administra un café típico de Palermo Hollywood, donde vende dulces; tiene una amiga que es peluquera y otra que es contadora. Y hacen una tertulia todos los lunes donde a veces analizan los casos y hablan de temas amorosos. Tiene una socia que la ayuda, sobre todo en la parte tecnológica, y que de alguna manera genera una relación casi de amor con ella. Es un mundo de mujeres, un mundo al que yo tenía muchas ganas de volver. Es un lugar en el que yo había estado y al que quería regresar. –¿Cómo surgió tu relación literaria y periodística con ese mundo de la vida privada? –Fue gracias al diario la nacion. Ana D’Onofrio, como editora, alguna vez me pidió que escribiera sobre historias de amor de gente común. Así surgió una serie que fue muy seguida y se llamó Corazones Desatados. Después se convirtió en un libro y le siguió una novela: La segunda vida de las flores. Fue una exploración sobre todo ese territorio de los vínculos, sobre el amor, sobre los engaños, sobre lo que creemos que somos y lo que verdaderamente somos. Todo ese mundo tuvo una expansión inesperada cuando fui a la radio y Jorge Lanata se dio cuenta de que tenía conocimientos sobre la materia y entonces empezó, un poco irónicamente, como una parodia, la sección del Doctor Amor, que tuvo muchísimo éxito y después se convirtió en un programa: Sentimientos encontrados. Es decir, un territorio interesantísimo en el que yo me fui metiendo. Me acuerdo que muchos me preguntaban: ¿cómo puede ser que un periodista serio, que trata sobre los grandes temas de la Argentina, se dedique a cuestiones del amor? Y yo siempre dije que el amor es un tema mucho más serio y más complejo que la dolarización, que las reservas del Banco Central y que las intrigas políticas. –Pero en la novela parece haber un cruce entre el mundo secreto de las personas y la degradación del país. Cora se encuentra con lo que ocultan muchas parejas, pero también con lo que, de alguna manera, se esconde en el lado oscuro de la Argentina… –Claro, es una detective que trabaja por su cuenta, que además tiene alumnos a los que a veces hace participar de sus pesquisas y que maneja su pequeña agencia. Pero aparece una empresa muy grande de seguridad que le ofrece trabajar para ellos. Ahí entra en un mundo de alta gama, de CEOs, de gerentes generales. Y ese mundo, en el que ella no estaba acostumbrada a moverse, tiene también sus sorpresas. Porque la vida privada en ese segmento es ligeramente distinta a la de las clases medias. Y por ese camino se va encontrando con un caso que no es un simple asunto de engaño o de infidelidad, sino algo mucho más grave que involucra un femicidio. Ahí aparece un mafioso “a la Argentina”, que tiene relación con esa estructura mafiosa que se expandió en los últimos veinte o treinta años en el país. Y ella, que no es una superpolicía ni una heroína, se ve involucrada en algo que la supera. Pero todo se mantiene en un mundo reconocible para nosotros. Yo creo que Cora Bruno podría estar sentada ahora con nosotros tomando un café. Yo te la podría presentar. Sus amigas podrían ser nuestras amigas. 

–¿Cómo nació esta novela? –Mirá, cuando Tomás Eloy Martínez estaba muy enfermo, nosotros nos reconciliamos; habíamos trabajado juntos, pero tuvimos chispazos. Tomás sufrió una enfermedad horrible que le fue tomando todo el cuerpo. Y un día me llamó para despedirse. Me hizo un regalo que yo nunca abrí; lo tengo en casa, pero no sé qué es, nunca lo abrí, por respeto o quizá por impresión. Pero ese día me dijo algo: “tenés, como escritor, una gran intuición sobre la naturaleza femenina y los vínculos. Ese es tu territorio. No lo dejes”. Yo no le hice caso, porque después hice la trilogía de Remil, hice ensayos, hice un montón de aventuras narrativas. Pero eso permaneció en mi cabeza. Y siempre me lo recordaban las lectoras: iba a la Feria del Libro y me decían: “me encantó Remil, pero ¿cuándo va a volver a ese mundo amoroso?”. Y hace unos cinco años, fuimos con Verónica, mi mujer, dos meses a París con una beca. Llegamos con otros planes, pero de repente, en un café de la isla Saint-Louis, Cora Bruno se apareció. Yo había tenido tres etapas de relación con detectives: una como cronista policial, otra en la época de Corazones desatados, cuando conocí a varios investigadores privados, y después, cuando escribí Remil, se me acercaron muchos detectives de inteligencia criminal. De hecho, confieso que tengo una tertulia de detectives que se han hecho amigos míos y siempre conversamos sobre distintos temas. Además, había hecho en la nacion un perfil del detective Miguel Ángel Maiolino, que tiene una pequeña agencia, y él me abrió un poco las puertas de ese oficio. Entonces se unieron esos mundos de detectives y de mujeres, y así nació Cora Bruno. En París empecé a escribir febrilmente, sin poder detenerme. Ahí vi toda la novela hasta el final. Pero cuando volví, la Argentina estaba convulsa y seguí por otro lado. Completé la trilogía de Remil, y esa historia se fue perdiendo. Recién la rescaté hace un año. Siempre hay un riesgo de que una novela se muera cuando queda por la mitad. Pero vi que Cora Bruno me estaba esperando, sus amigas estaban ahí. Estaban vivas, y valía la pena llegar hasta el final. Yo siempre cuento lo mismo: cuando tenía 13 años descubrí la literatura a través de Sherlock Holmes. Pero si a los 10 años vos me hubieras preguntado qué quería ser, yo quería ser detective. Los asuntos del investigador, del cazador, tienen que ver con algo vocacional, anterior incluso a la literatura. Por eso me siento muy cercano a ese mundo, aunque no me considero un escritor de novela negra necesariamente. –¿Cuánto trabajo periodístico hay en la creación de esta ficción? ¿Buscás información, estudiás cuestiones técnicas, te metés en la realidad de ese mundo para que todo parezca tan creíble? –Bueno, yo tengo alguien que me revisa el armamento y me aconseja qué usar en cada caso… Lo digo un poco en broma, pero hago, sí, una pequeña investigación. No creo, sin embargo, que tenga que quedar preso de esa investigación. Me reservo las licencias literarias necesarias para hacer una novela. A mí, lo que me parece mal es cuando se traduce a la Argentina un modelo de ficción norteamericana. Se ven algunas novelas argentinas en las que los detectives son iguales a los de Nueva York o de Los Ángeles. Y nosotros tenemos nuestra idiosincrasia, que lo cambia todo. Los servicios de inteligencia nuestros son muy distintos a los de otros países. Y al ser fiel a nuestras particularidades, el género cambia completamente. Los malos son distintos, los que investigan son distintos, las pulsiones son distintas y los desenlaces son distintos. En ese sentido, creo que los detectives argentinos están sin contar. Cuando yo empecé a escribir novela negra, me pasó eso. Mi primera novela fue una especie de traducción de Philip Marlowe al género del periodismo literario. Yo era muy joven y todavía no había conocido el mundo de los espías, de los investigadores y de los criminales, ni tampoco el mundo amoroso. Entonces, creo que todavía estaba inmaduro para esa tarea. Hoy me siento más maduro. La experiencia en la nacion, con las historias de amor, fue refundacional para mí como escritor. Yo tuve que ir a la calle dos veces de manera muy intensa: la primera para tomar nota de los vínculos amorosos de la vida privada, porque tenían que ser historias verídicas. La vida privada no se puede contar con nombre y apellido. Tuve que hacer literatura para proteger la intimidad de las personas y eso me dio una experiencia increíble. Recibíamos 1500 cartas por semana. Y aprendí muchas cosas. Después hice una serie de héroes argentinos: pilotos de combate, soldados, detectives, rescatistas, sobrevivientes… Esas dos experiencias periodísticas me sirvieron de topografía para hacer novelas.“Creo que vivimos en una sociedad profundamente corrompida. Hoy la Argentina es un encadenamiento de mafias”

–Las pasiones por el periodismo y por la literatura, ¿conviven y se retroalimentan una a la otra o hay un tabique que las separa? –Yo intenté muchas veces fundir una cosa con la otra. Cuando hago una columna, trato de hacer un ensayo. Cuando escribo una crónica, trato de que tenga el aliento o la estructura de un cuento. En ese sentido, la literatura se ha metido en el periodismo. Pero la práctica periodística, el modo de acercarse a las fuentes, ha sido muy importante en mi trabajo como escritor. Toda la trilogía de Remil está basada en lo que yo sé que pasa en el lado B de la política. En el caso de Cora, haber recogido los elementos del mundo real me parece que la hace más creíble. Con Cora yo hago, además, un experimento: noto que hay muchas novelas que están engordadas y resultan un poco fofas. Incluso novelas que están bien, pero en las que uno se empieza a saltear párrafos o páginas porque siente que están engordadas. Esto pasa en la ficción contemporánea, incluso la que se presenta como la más vibrante, la más popular. A mí una de las cosas que siempre me impactaron de Borges, a quien vuelvo una y otra vez no solo por gusto sino por mi trabajo en la Academia de Letras, y porque es nuestro Cervantes, es el talento excepcional para la sinopsis y la condensación. Borges era capaz de escribir en tres páginas un ensayo que a otro escritor le hubiera demandado 500 páginas. Lograba eso tanto en el pensamiento como en la narración. Está poco estudiada la condensación en Borges. Hacía la biografía entera de un hombre en tres páginas, sin perder la esencia. La pregunta de por qué Borges no escribió novela tiene varias respuestas, pero una de ellas es que esa condensación es muy difícil de sostener durante muchas páginas. Esa condensación te obliga a ser muy concentrado. Cuando yo escribo columnas busco que cada palabra y cada línea valga, que no haya párrafos fofos, que es nuestra tendencia. En esta novela de Cora trato de probar otra vez esa idea del relato condensado. Yo quería una novela que se pudiera leer en dos días, en un fin de semana largo, que recuperara ese aliento de la experiencia rápida. Entonces busqué que no le sobrara nada; le estuve sacando toda la grasa, siempre con el peligro de cortar algún músculo. Pero le saqué y le saqué hasta dejar solo lo esencial, y que una novela de 400 páginas entrara en 200. Creo que eso es un tempo nuevo de la novela. Tal vez yo esté equivocado y suene pretencioso, pero es lo que intenté hacer con Cora. Hay algo que dijo Hemingway sobre El viejo y el mar: “Este podría haber sido un relato de 900 páginas; podría haber contado toda la vida del viejo, la historia del niño y de la aldea, y finamente hubiera ocurrido lo que ocurrió. Pero yo preferí mostrar la punta del iceberg, y que todo el resto se lo imaginara el lector”. Yo creo que esa operación de la punta del iceberg es extraordinaria, es importantísima, y tiene que ver con la condensación en la novela. En Cora, creo que se presienten muchas cosas que están por debajo, pero que no se dicen. No están las historias de todas esas mujeres, no hay derivaciones. Tampoco largos parlamentos: hay muchos escritores que creen que tienen grandes cosas para decir al mundo, entonces sus personajes piensan y filosofan sobre distintas cosas. Yo eso lo busco en un pensador, no en un escritor de ficciones. –Decíamos que en la novela aparece también una trama de la degradación argentina; un submundo en el que la corrupción se naturaliza y se extiende a distintos estamentos de la vida pública. Le pregunto ahora al periodista: ¿en qué medida esa trama define hoy al país? –Yo creo que vivimos en una sociedad profundamente corrompida. Hoy la Argentina es un encadenamiento de mafias. Entonces en esta novela policial, aunque el tema de fondo es el del amor y el engaño, cuando se choca con la mafia, aparece la mafia argentina. –Y encontramos un sindicalista millonario, que “vive” en la ficción, pero también lo podemos ver en los diarios… –En España varias veces me dijeron que las novelas de Remil les parecían excesivas. Y cuando yo preguntaba por qué, me decían: “y bueno… ¿un sindicalista millonario?”. Les parecía una exageración, un exceso de imaginación. Es muy interesante, porque nos muestra que nosotros hemos naturalizado un fenómeno aberrante que fuera del país parece de realismo mágico. Acá es una obviedad, casi un lugar común, pero afuera les suena poco creíble.Fernández Díaz vuelve a narrar un universo de mujeres; “es un lugar en el que yo había estado y al que quería regresar”, afirma

–Pero lo que aparece en la novela es un entramado aún más denso: la corrupción en el Estado, la asociación con el narco, las barras bravas… –Claro, porque a Cora Bruno le pasa, como a cualquiera de nosotros, que cuando empieza a tirar del hilo, corre el riesgo de encontrarse con esas cosas. El mundo de Cora es el de los vínculos, los sentimientos, los engaños. Es una especialista en esas cosas. Sin embargo, al tirar del hilo llega a algo muy complicado. Lo interesante es que ella no se transforma. No es una justiciera ni una heroína: trata, desde su pequeñez, de sobrevivir a ese asunto. –En la novela se mezcla la vida puertas adentro con la degradación de nuestra vida pública. ¿Creés que esa degradación de lo público influye sobre la esfera privada? –Sí, absolutamente. Hay un impacto cultural de las mafias en la vida de los argentinos. Y es un impacto tremendo, devastador. Es curioso, porque el tema de las mafias no es del todo reconocido por la política. Le costó mucho al gobierno de Cambiemos entender que debían estar preparados para luchar contra las mafias antes que para cualquier otra cosa. Se hablaba de lobbies, se reconocía que había entrado el narcotráfico, se veía la corrupción en el sindicalismo, pero bueno… De algún modo se lo relativizaba. “Sí, existe, pero no es Colombia, no es México”, se decía. De vez en cuando, alguna cosa nos advierte sobre la inmensa gravedad de las mafias con las que convivimos, pero hay una especie de negación argentina. Además, se han vuelto algo cotidiano, como si fuera normal. –¿Creés que hoy existe una mayor conciencia sobre ese flagelo? –Creo que sigue un poco naturalizado el asunto. Una de las cosas centrales de la política es luchar contra las mafias. Pero, claro, en la Argentina esas mafias funcionan alrededor del Estado. El Estado es el gran distribuidor: el narco debe negociar con la policía; el sindicalista millonario tiene protección del Estado, que le da negocios. El Estado maneja las barras bravas y las usa en marchas o como punteros en aquellos lugares en los que no puede entrar. Así como la Argentina es un país Estadocéntrico en todo, también lo es para la actividad delictiva. El Estado es el gran sostenedor y el gran creador de esta multiplicidad de mafias enquistadas. –Esa trama de Estado y mafias, ¿se conecta con la idea de “casta” que se ha instalado ahora en buena parte de la sociedad? –A mí no me gusta el concepto de casta de Milei porque es una generalización en la que mete a todos. Aquel que no está de acuerdo conmigo, es parte de “la casta”, aunque sea un político honesto que incluso haya luchado en contra de las mafias. Me parece que esa es una peligrosa simplificación. Pero lo que sí hay es una nueva oligarquía argentina, producto de que el Estado pasó a ser el centro de todo y aquellos que han negociado y medrado con el Estado se han ido convirtiendo en oligarcas. Yo siempre digo que el kirchnerismo y el peronismo post mortem no era un proyecto que tirara abajo ni a los barones feudales ni a los oligarcas, sino que apuntaba a convertirse ellos en barones y oligarcas, cosa que han conseguido. Hay toda una nueva oligarquía económica espuria que no se ha generado construyendo empresas, dando trabajo. No han arriesgado más que la libertad, porque se han metido en el delito. Y han asociado al Estado con la mafia. Una de las claves, cuando vas a explicar la novela negra latinoamericana, es que el Estado es el criminal. Eso no existe en Europa ni en Estados Unidos; es muy latinoamericano. ¿Quién es el criminal? El Estado. Porque los políticos son corruptos, o los servicios de inteligencia, o el sindicalismo. En otros sitios, el criminal es el empresario, el perturbado, el marginal. Acá, la mafia está estatizada. –Vuelvo a la historia de Cora: como vos decís, describe un mundo de mujeres. Sin embargo, no parece asociado al cliché del feminismo que ahora resulta dominante. Son mujeres fuertes, independientes, conscientes de su autonomía, pero no hacen de eso una bandera militante… ¿Cuánto de disonante tiene eso en esta época? –Es interesante… Yo diría, primero, que el mundo de las mujeres es absolutamente fascinante. Siempre me ha interesado mucho más conversar con mujeres que con hombres. Me encanta su modo de pensar, su manera de ver el mundo. Además, como personajes literarios son un desafío extraordinario. Me siento muy cómodo en ese juego. Pero hay diversas formas de ser feministas y distintas fases del feminismo. Las mujeres inteligentes que yo conozco son feministas, pero no son extremistas. No tienen ideas sancionadoras, no ejercen esta militancia radicalizada, sino que buscan la igualdad, no imponer un modo de ser. Tienen contradicciones, por supuesto. De hecho, Cora mantiene una relación con un hombre inconveniente. Un hombre que es paternalista, machista, un tipo oscuro. Ella no se puede permitir ese hombre, pero a la vez él la hace sentir mujer. Es un conflicto frecuente: entre lo que pensás y lo que sentís; entre el deber ser y la realidad. Sobre todo, en el plano de lo pasional. La pasión y el instinto nunca piden permiso. La pulsión amorosa no lee libros ni sigue manuales. Por eso en esa tertulia que tiene Cora están representadas muchas miradas diferentes: la de la mujer vulnerable, para la cual la sexualidad es lo más importante; la mujer tradicional que vive un matrimonio dichoso; la que, por alguna razón, siempre encuentra hombres equivocados; una mujer gay. Es decir, hay un muestrario de la mujer moderna, pero no militante. Lo que vemos hoy del feminismo es una expresión ultra, desmesurada y politizada. Eso tiene mucha visibilidad en los medios y en los libros. Sin embargo, hay otro feminismo: el de la vida real; el de esa mujer que lucha todos los días, que va ganando la partida, no solo por la igualdad, sino que a veces arrasa porque es mejor que el hombre. Cora es mejor que todos los detectives que le ponen al lado. La mujer muchas veces es más inteligente que el hombre, y de hecho se va apoderando de los grandes cargos y los grandes lugares en la política y en muchos otros ámbitos. Ese es un feminismo natural, de sentido común. Después está el otro: un ultra feminismo que creo que hace daño porque provoca una reacción. Nosotros fuimos una generación que quería una libertad sexual respetada, pero hoy muchos quieren imponer un nuevo modo de lo que está bien y lo que está mal. Es un nuevo puritanismo sancionador, que censura películas u obras de arte, que vigila las palabras que usás, mientras permite que en determinados países a las mujeres las maten y las mutilen porque es una cuestión de idiosincrasia. Pero todo eso, yo creo que a las mujeres comunes y corrientes, valerosas, feministas de sentido común, no les entra. Y Cora es una de ellas. –Sobre este vínculo enriquecedor con las mujeres, vos agradecés, en el comienzo de la novela, el aporte de tu mujer, Verónica Chiaravalli, y contás que la escribiste al lado de ella. ¿Cómo fue esa experiencia? –Verónica es una gran periodista, una gran editora. Y lo mejor que nos ha pasado es esta conversación apasionante a lo largo de los años, que es permanente. Ella participó mucho, salvó con su imaginación y su sentido común a algunos personajes que parecía que se morían. En Cora, todas las mujeres son distintas, aunque a la vez sean parecidas en algunos casos. Trabajamos juntos en esos perfiles. Muchas veces ella me decía “esto Cora no lo haría”, “esto no lo diría”, “no se vestiría así”. Hemos tenido intensas discusiones, sobre todo al inicio, cuando empezamos en París. Siempre que tenemos una novela en ciernes, convivimos con los personajes; hablamos de ellos en la cena como si vivieran; pensamos en ellos todo el tiempo. Verónica, en definitiva, es una autora intelectual de mis novelas, y especialmente de Cora. –Decíamos que en el libro hay cosas que subyacen, aunque no estén explicitadas. Una de ellas parecería ser un retrato de la clase media argentina: aparece su idiosincrasia, pero también el barrio, como escenografía urbana y cultural, el esfuerzo, el empuje, las desilusiones… ¿Cómo ves hoy a esa clase media y en qué medida te parece que se ha desdibujado al ritmo de la crisis argentina? –Yo soy un hijo de la clase media, de la clase media baja: mi padre era mozo de un bar y mi madre era camarera. Vivíamos en una calle de Palermo pobre, cerca de la Villa Dorrego. Pertenezco a ese mundo, que por supuesto era muy distinto en los comienzos de la década del setenta. Era un país de una gran clase media. Cuando yo me metí en la política, en la izquierda nacional, ese mundo venía con un desprecio hacia la clase media, que era el desprecio típico de la izquierda internacional, y después el desprecio intencionado del peronismo por esa clase media que no le era afín. Como buen conservadurismo, el peronismo prefería un acuerdo entre la clase alta y la clase baja, obviando a la clase media. Era una clase media muy caudalosa, muy trabajadora, hija de la inmigración, con una cultura del sacrificio, del esfuerzo. Yo la despreciaba, como la despreciaba Jauretche, con esa idea del medio pelo, de la tilinguería. Pero yo siempre digo que el nacionalismo se cura viajando, se cura leyendo. Y me fui curando de esa porquería juvenil. Y junto con eso me fui reconciliando con la clase media, que como cualquier clase está llena de héroes, de canallas, de todo un poco... Pero me fui reconciliando. Y muchas veces siento, cuando salgo a la calle y voy a hacer las compras, que mis vecinos piensan como yo. Siempre digo que son republicanos de a pie. Son gente que quiere un país normal, que quiere reconstruir la cultura del trabajo. Es una clase media cada vez más chica, más atacada económicamente, socialmente. Pero yo quise aquí construir una novela que transcurre en esa clase media. Incluso cuando Cora mira el mundo de alta gama, lo mira desde la clase media, que en este caso vive en Buenos Aires, pero podría vivir en cualquier ciudad mediana o grande de la Argentina. Quise que fuera un policial, pero que a la vez mostrara la vida cotidiana de sus personajes, y que se escapara de la lógica de quién lo hizo, cómo lo hizo. Y otra cosa que quise hacer con la novela fue abrir puertas para ver cómo viven determinados personajes hacia adentro. Y ahí hay de todo… A mí me gusta mucho cuando las novelas dan una sorpresa cada dos o tres páginas. Eso pasa, por ejemplo, con el comisario Montalbano, de Camilleri, con el Maigret de Simenon. Eso siempre es muy difícil. No solo se trata de crear personajes de carne y hueso sino recorrer lo que se llama el arco emocional: de dónde partís y qué es lo que te pasa al final de la novela. Los lectores dirán si lo logré, pero trabajé mucho en ese punto. –Un lugar común nos dice que en la Argentina la realidad supera a la ficción, y nos suele sorprender más que la propia literatura. ¿Eso implica un desafío mayor para el escritor? –Yo divido mi trabajo y mi vida en dos palabras: realidad y juego. Cuando escribo columnas o hablo en la radio sobre la actualidad política, eso es realidad pura. Pura y dolorosa. Luego, uno se sirve de esa realidad para jugar. Muchas veces me pregunto por qué no escribí una gran novela política, más allá de que Remil era una especie de novela política. Pero por qué no una que se inscribiera en la tradición clásica de la novela política. Pero me doy cuenta de que tengo que seguir jugando. Yo vivo una novela como un mundo lúdico; un mundo que me permite escapar de la realidad por un tiempo. Es como el recreo. Si me llevo el libro de Historia al recreo, deja de ser un espacio de juego. Entonces, yo hago ensayo político en la realidad del día a día, pero no puedo llevarme esa toxicidad al recreo. Y cada vez creo más en que el libro es un refugio. Eso se acentuó mucho en la pandemia, a pesar de que muchos creían que iba a ser el golpe definitivo para el libro por la expansión de las pantallas y el streaming. Pero la gente dijo no: yo necesito refugiarme de la realidad, pero también necesito refugiarme de la pantalla. Necesito vivir otros mundos con la cabeza, nada más, no que me entre por los ojos. De hecho, en España, como en toda Europa, creció exponencialmente la compra de libros. Y de libros en papel. Después de la pandemia yo veo a mucha gente que se preserva a sí misma, que ha aprendido a entrar y salir de la realidad, a crear sus propios refugios. A mí me cuesta mucho, pero veo gente que desconecta por tres o cuatro días. Antes de la pandemia vivían conectados, aunque se fueran a otro lado. Hoy la gente busca determinados lugares de preservación de su intimidad, donde pueda vivir lúdicamente. Entonces, si tuviera que decir a qué aspiro con esta novela, diría eso: que sea un refugio. Un paréntesis, un universo paralelo, en el que podamos pensar en los amores que tuvimos, en los que perdimos, en los riesgos del engaño. Vivir por un rato en otro mundo, que no es el mundo en el que hay un 20 por ciento de inflación, un 50 por ciento de pobreza, casi cinco millones de indigentes. Ese mundo tóxico, disparatado, que cada vez nos hace más daño, necesita refugios. Yo, al menos, los necesito para vivir. Las lecturas para escribir las columnas y para entender y analizar la realidad política las divido muy prolijamente de las lecturas lúdicas. Y me obligo muchas veces a equilibrar, porque lo lúdico me permite soñar, pensar en otra frecuencia. Que el teatro de operaciones de la vida no sea uniforme, que podamos tener escapes; vidas paralelas que nos permitan sobrevivir a un momento muy dramático del país. *** Cora es exactamente eso: un refugio. Nos entretiene, nos intriga, nos sorprende. Nos permite sumergirnos en diferentes tramas a la vez, como si fueran varias novelas en una. Nos conecta con el juego y con la fantasía, pero al mismo tiempo nos recuerda que la Argentina está ahí. Es uno de esos libros que leemos de un tirón, y que apenas terminado quisiéramos volver a empezar.


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