sábado, 9 de marzo de 2024

LA SALUD EN LA CIMA DEL PODER


Biden y un debate que vuelve: los presidentes longevos
Miguel Ángel De Marco Expresidente de la Academia Nacional de la Historia

Si Konrad Adenahuer rigió con mano firme los destinos de Alemania hasta los 87 años, Winston Churchill fue primer ministro de Gran Bretaña hasta rozar los 81 y el presidente de Italia, Sergio Mattarella, conserva, a los 82, su mente lúcida y sus piernas en estado tan óptimo como para subir las enormes escaleras del Vittoriano y depositar ofrendas de laureles al pie de la tumba del soldado desconocido, Joe Biden, el conductor del país más poderoso de la tierra, a los 81 preocupa a sus conciudadanos por los episodios de inestabilidad física y las repentinas lagunas de memoria que protagoniza con frecuencia.
En nuestro país hubo varios presidentes longevos que sufrieron los inconvenientes que, salvo casos como los que señalamos antes, son naturales en las altas edades de la vida. El más anciano en el poder fue Juan Domingo Perón, quien alcanzó por tercera vez la jefatura del Ejecutivo el 12 de octubre de 1973 y permaneció solo ocho meses y veinte días hasta que su gastado corazón no resistió y dejó de latir por las múltiples vicisitudes que soportó. Contaba 79 años.
Cuarenta y tres años antes Hipólito Yrigoyen, también enfermo, sometido a las tensiones de una crisis económica devastadora y a los trastornos políticos y sociales que soportaba el país, había sido alejado violentamente del poder a los 78 por la revolución del 6 de septiembre de 1930. Las penurias sufridas durante la vejatoria prisión a la que fue sometido aceleraron su fin, que ocurrió cuando estaba por cumplir 81.
A lo largo de la historia argentina hubo otros casos de presidentes longevos –la media de vida era bastante inferior a la actual–, que dejaron prematuramente el cargo, pero el primer titular del Poder Ejecutivo fallecido mientras ejercía sus elevadas funciones fue Manuel Quintana, quien murió el 12 de marzo de 1906 a los 71 años, dos meses después de que el ex primer mandatario Bartolomé Mitre dejara de existir a los 84, y tres meses y días antes de que cayera como un roble partido por un rayo otro gran presidente, Carlos Pellegrini, quien estaba por cumplir 60.
Quintana había nacido el 19 de octubre de 1835 y se había graduado de doctor en jurisprudencia a los veinte años. Porteño hasta la médula, fue legislador del Estado rebelde y después de la batalla de Pavón (1861) ocupó una banca en el Congreso nacional. Se contó entre los líderes del rechazo a federalizar la ciudad porteña y años más tarde bregó con otros legisladores de ambas cámaras por la designación de Rosario como capital de la República, sanción que fue vetada sucesivamente por los presidentes Mitre y Sarmiento.
Hombre de palabra filosa como una espada, conocedor profundo del derecho, su bufete era símbolo de éxito en los pleitos, razón por la cual el Banco de Londres requirió su constante asesoramiento. Pero también se destacó en los salones por su gran elegancia y el perfecto corte de sus fracs, junto a su bella esposa, la paraguaya Susana Rodríguez Viana. Rivalizaba en ese aspecto, como lo hacía en el Congreso y otros foros, con el doctor Bernardo de Irigoyen, según recuerda Pilar de Lusarreta en Cinco dandys porteños. Quintana exhibía un inacabable vestuario encargado a famosos sastres londinenses, e Irigoyen calzaba, para estar a tono en cada ocasión, una levita amplia, especie de sobretodo que le permitía llevar debajo un frac de ceremonias.
Quintana, por su rostro afilado, su barba y bigotes que encanecieron con bastante rapidez, y su cuerpo alargado y enjuto, parecía la imagen rediviva del Hidalgo de la Mancha.
En 1870 fue elegido senador nacional como miembro de un Parlamento formado por legisladores brillantes, y su adversario Sarmiento lo envió en misión diplomática al Paraguay para lidiar con el representante del imperio del Brasil, el famoso barón de Cotegipe, a raíz de las cuestiones limítrofes que había dejado irresueltas la Guerra de la Triple Alianza.
Años después, su versación jurídica lo llevó a actuar junto con Roque Sáenz Peña en el Congreso Sudamericano de Derecho Internacional Privado reunido en Montevideo y, más tarde, en la Conferencia Internacional Panamericana de Washington, donde presentó un proyecto sobre el establecimiento del arbitraje en América para la solución de los conflictos internacionales.
Después de un viaje por Europa, en 1878 volvió a ser diputado nacional. Era titular de la Cámara cuando el gobernador de Buenos
Aires, Carlos Tejedor, se levantó en armas contra el gobierno federal. El presidente Avellaneda dispuso que la sede de las autoridades se trasladase al pueblo de Belgrano. Quintana estuvo entre los legisladores que optaron por permanecer en Buenos Aires y su puesto quedó vacante.
En 1892, el presidente Luis Sáenz Peña, que ya contaba 70 años de edad, lo nombró ministro del Interior, cargo desde el cual contribuyó a reprimir con dureza la revolución radical de julio y septiembre de 1893. Renunció poco antes de que lo hiciera el propio primer mandatario, quien no tuvo fuerzas para afrontar la difícil situación política y le cedió el poder al vicepresidente José Evaristo Uriburu. Luego de refugiarse un tiempo en la vida privada, Quintana volvió a ocupar un sitial en el Congreso y en 1902 fue candidato a la presidencia de la Nación por los Partidos Unidos, armado electoral insignificante que logró imponerse a raíz de la crisis del otrora poderoso Partido Autonomista Nacional y de la abstención de la Unión Cívica Radical.
Cuando asumió, el 12 de octubre de 1904, se encargó de advertirle al líder del PAN, Julio Argentino Roca, que a partir de aquel momento terminaba su influencia en la vida pública: “Soldado como sois, transmitís el mando en este momento a un hombre civil. Si tenemos el mismo espíritu conservador, no somos camaradas ni correligionarios, y hemos nacido en dos ilustres ciudades argentinas más distantes entre sí que muchas capitales de Europa”.
En el escaso tiempo en que ejerció el cargo se produjo la revolución radical de 1905. Estaba durmiendo cuando el jefe del regimiento escolta, José Félix Uriburu, le comunicó lo ocurrido. Respondió con energía: “Bueno, comandante, vamos a ponernos los pantalones”, y se dirigió a la Casa Rosada, desde donde dirigió las acciones.
A pesar de la agitación política y social que caracterizó su período, hasta el punto de sufrir un atentado anarquista, del cual salió providencialmente ileso, materializó obras públicas, aumentó las exportaciones agrícolas, redujo la deuda, disminuyó los derechos que gravaban el consumo, promovió la enseñanza, impulsó reformas en la Justicia y proyectó grandes obras, como la erección del edificio de Correos en Buenos Aires. En 1906 el superávit fue de dos millones de pesos, cuando, al decir de su ministro de Hacienda, eran muy contadas las naciones que presentaban sus presupuestos sin déficit.
El decaimiento físico y el cansancio mental que comenzó a experimentar a comienzos de ese año se hicieron pronto insoportables: la uremia lo demolía. Fue trasladado a una casa en Belgrano mientras el vicepresidente José Figueroa Alcorta se hacía cargo del Poder Ejecutivo, a fines de enero de 1906. Allí esperó mansamente el final...

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